Del a menudo interesante Irving Reis no cabía esperar un film como este.
La presencia de actores y actrices muy buenos, de un iluminador de postín como Gregg Toland o de un material de partida como una hermosa novela de Rumer Godden, no garantizaban realmente que la corrección y el buen gusto se pudiesen transformar en emoción, contenida y mantenida además a lo largo de un metraje amplio y lleno de idas y venidas desde un presente todavía convulso y lleno de urgencias (Londres aún carcomido por las bombas) a un pasado pacífico y somnoliento, clasista y almidonado.
Son ya muchos años desde que fui invitado a buscar esta película, perdida en los recuerdos de una persona que la atesoraba como ese poema de Arnold que se recita, "The Dover beach", en una estantería de su memoria y aún me resulta incómodo verla prominentemente estacionada en la mía.
De esta película maravillosa, sospecho que poco más que una antigüedad para tantos buscadores de gemas afiladas y combativas, poco más puedo ni debo decir, salvo que ha vuelto a hacerlo.
Ha regresado para recordarme - dos veces, pues es precisamente de lo que habla - el placer de rememorar un episodio vivido por alguien a quien no dejaron tener infancia, deformado por el tiempo, incapaz de restituir toda su magia.
Sólo una parte.