Las aguas que trajeron la salud… y la polémica (Borines, Piloña)

Publicado el 31 julio 2021 por Aranmb

Los orígenes de la explotación de las aguas de Borines tuvieron mucho que ver con el fenómeno del caciquismo. No poco polémicos fueron los primeros pasos de un balneario que, sin embargo, no fue tal hasta el advenimiento de inversores forasteros

Balneario de Borines en 1895. Foto publicada en Nuevo Mundo, 17 de mayo de 1895.


Nada hay exento de polémica en este mundo, y tampoco iba a serlo el uso de las aguas de Borines, por más que esa sencilla denominación se nos haya incrustado a los asturianos en la sesera a lo largo de más de un siglo de comercialización y reconocimiento local, provincial, nacional y, a veces, hasta internacional. De haberse inventado por entonces, a buen seguro que los vecinos del pueblo piloñés que lo fueron a mediados del siglo XIX hubieran cantado aquello de que agua que no has de beber, déjala correr. Y es que los disgustos que trajo emparejado consigo el entuerto no fueron moco de pavo. Hoy les cuento una polémica historia que, ya se lo adelanto, va a tener varios finales, ora felices, ora tristes. Ya lo saben bien: no hay nada en nuestro pasado que se cierre nunca de golpe. Ni una sola vez.

Balneario de Borines. Foto tomada por Celso Gómez Argüelles (1883-1963) el 30 de junio de 1918.

Aguas pestilentes, pero milagrosas

Todo empezó, cuentan los viejos, por… un burro. Un burro lastimoso y agonizante. Lleno de calvas por doquier, sin fuerzas ya para cargar la yerba, y cuyo dueño dejó, para morir, en los terrenos donde se encontraba un pequeño manantial al que decían el del Estepazu. La leyenda, narrada por Saúl Torga en sus Apuntes de una parroquia, tiene el desenlace que ya se imaginarán: el pollino regresó a su casa libre ya de todo mal y enfermedad, descubriéndose, así, las propiedades medicinales de unas aguas, a priori, pestilentes, que exhalaban el olor a huevos podridos, a azufre, propio del ácido sulfhídrico.

Año 1915.

Claro que, probablemente, para tanto no sería. O, al menos, las propiedades no podían tener un efecto tan fulminante. Pero que las aguas de aquel manantial, al que cabría mejor llamar «charca» en aquellos años, tenían propiedades lo había observado ya en 1855 Pedro Arto, médico de la parroquia de Vallobal. Algunas versiones, por cierto, fusionan ambas historias, y dicen que Arto fue quien descubrió por casualidad a un pobre asno cubierto de llagas y metido en un charco cuyas aguas despedían un olor azufroso, lo que le llevó a analizarlas. En fin: aquello, en los tiempos isabelinos, solo significaba una cosa: negocio. Un negocio en auge que, durante los próximos años, no pararía nunca de crecer. La balneroterapia, la toma de baños y el consumo de aguas con propiedades medicinales, cubriría en las siguientes décadas el solar astur de establecimientos hidroterápicos, como los que una vez cubrieron, en Gijón, el arenal de San Lorenzo. En otro balneario, el de Ontaneda, en Cantabria, se encontraba tomando las aguas Adeflor, a la sazón director de EL COMERCIO, cuando llegaron noticias del desastre de Annual, ya en 1921. Vamos, que aquella pequeña charquita a donde iban a morir los pollinos era la gallina de los huevos de oro. Y no tardó en haber quien se quisiera aprovechar de semejante circunstancia.

Un timo que trajo cola

Quienes mejor han explicado este entuerto que procedo a contarles fueron, en páginas del boletín del RIDEA, en 1992, Marién Madera y Asunción García-Prendes. Verán. Pedro Arto, en 1855, no descubrió nada. Más bien certificó lo que el saber popular ya conocía. Parece ser que los propios vecinos del lugar utilizaban ya de forma previa las aguas del Estepazu y que para 1866, y de forma pública, como correspondía al terreno comunal donde se encontraba, no pocos eran los visitantes que, desde otros puntos de la provincia, acudían a tomar las aguas en la charca de Borines. Y un año después va y resulta, después de años de explotación pública y popular, que aparece, casi que por arte de birlibirloque un propietario. Aparece un propietario… y aparece, también, un comprador.

Grabado publicado en «La Ilustracion española y americana» el 30 de junio de 1892. Nuevo Balneario de Borines.

29 de noviembre de 1867. Ante el notario de Infiesto comparece Pedro Sanfeliz, de La Infiesta, en Borines, asegurando que él es el dueño de la finca que rodea la charca del Estepazu desde hace, como mínimo, unos veinte años. Lo hace acompañado de un personaje que Nicolás Martínez Agosti, en El perfil de Piloña (1916), definirá como un hombre locuaz y avispado, que gozaba de alguna influencia en Madrid y que siempre se había distinguido por su antipatía a todo lo que fuera de interés para la capital del Concejo, y por sus deseos de proteger, enfrente de esta, lo que llamaremos la población rural, compuesta de aldeas y caseríos. En este punto último a buen seguro discreparán los vecinos de Borines que, hasta la firma del dichoso documento, disfrutaban en libertad del predio del Estepazu. Porque en él Sanfeliz manifiesta no tener facultades, al ser un simple labrador, para explotar el terreno como se merece, y querer vendérselo a este buen señor. Ya saben, el hombre locuaz y avispado: Juan Bautista Sánchez Zarabozo. Y se deja por escrito, además, que lo hace porque el tal Zarabozo está dotado, literalmente, de una acción poco común, relaciones, independencia e inteligencia. Vamos, un verdadero traje. Un traje que olía tan mal como aquellas aguas de azufre frecuentadas por los burros piloñeses.

Y acierta Madera en su disertación: ¿para qué firmar un documento como este, justificando la compra del terreno, si realmente esta se podía hacer con total libertad? La respuesta la dará el desarrollo de los tiempos. Las primeras piedras del balneario de Borines se construyeron en medio de un verdadero estado de guerra.

Aguas de utilidad pública

Pero verdaderamente sí sabía Zarabozo moverse como pez en el agua en estas cosas del vil metal. En 1873 consiguió la declaración de las aguas como de utilidad pública, y el permiso de apertura de un establecimiento para explotarlas anualmente en la temporada de verano. Esto salió en el Boletín Oficial del Principado de Asturias y los vecinos, claro, montaron en cólera. Reclamaron la propiedad comunal cuando Zarabozo ya estaba en el tránsito de construir hasta una hospedería para los visitantes, previo pago de interesante entrada. Se pleiteó, pero Zarabozo, ducho en librar batallas, las ganó todas, y hasta llegó a ostentar el cargo de alcalde de Piloña, pucherazo mediante. Claro que de todo no se puede saber. Y nuestro inquietante piloñés sabía de ganar pleitos, pero no de construir ni mantener balnearios.

Primer grabado del que se tiene constancia del balneario de Borines, antes de la rehabilitación llevada a cabo por los hermanos Ballesteros. Muestra el balneario que había en 1878, y la primera casa fonda que se construyó para los visitantes. En «Monografía del Establecimiento de Baños minero-medicinales de Borines: Enfermedades para las cuales se hallan indicadas» (1878) de J. Ocaña, disponible en http://www.bibliotecavirtual.asturias.es

El establecimiento balneario de Borines no merece tal nombre, diría, unos años después, Victoriano Ayegui, a la sazón recién nombrado médico director, a su disgusto, del balneario. Es un edificio sin concluir, de planta baja y principal, cerrada por verja de hierro. El escaso caudal del manantial hace que los agüistas tengan que esperar mucho tiempo para beber un vaso de agua (…) El camino [a las hospederías, dos: La Fondona, cerca del establecimiento, y otra en San Martín] es un lodazal, teniendo que usar madreñas para atravesarlo. Así las cosas, el balneario era una auténtica ruina, si es que de tal manera, balneario, que no solamente ruina, se puede llamar al tendejón sostenido por columnas de hierro allí instalado. Pero también una oportunidad barata de emprender nuevas aventuras. Solo hacían falta inversores. Y ahí es donde aparecen en escena los hermanos Ballesteros, Lázaro y Serafín, auténticos emprendedores decimonónicos que conseguirán dar al balneario el despegue que se merecía. Y también publicidad.

La época de los Ballesteros

De los Ballesteros está plagada la prensa de la época de referencias. Sobre todo, de Serafín. Pleitos en Oviedo por consumos con Edmundo Lacazette, comerciante y pionero de la fotografía en Asturias; la concesión de los derechos de explotación de los tranvías en una u otra villa; las obras de la carretera de Campo Caso y ahora, en el verano de 1881, también la adquisición del desastroso balneario de Zarabozo. Un latigazo de romanticismo de los hermanos. Podría ser. Pero que dio sus frutos. Costó poco comprar el balneario de Borines, pero mucho habilitarlo. El primer reto: aumentar su caudal. Una empresa monumental emprendida, y ganada, por Tomás Tinturé, que consiguió ganar a la tierra una galería de 18 metros por la que transitase el agua suficiente como para abastecer un negocio con capacidad para cientos de personas.

Balneario de Borines en 1928, foto publicada en «La Ilustración Española y Americana»

El segundo: construir un recinto donde meterlas a todas. Hoy sigue alzándose en Borines, deslucido ya por la nave contemporánea de embotellado, el establecimiento de los Ballesteros. Un coloso, para la época, con cuatro plantas destinadas a hotel, baños, salones de recreo, capilla y otros. Y con los baños, claro, que nada tenían que envidiar a los balnearios de la gran ciudad. Figúrense: nueve piscinas balneoterápicas y un gabinete de baños de asiento que proporcionaba la posibilidad de duchas rectales, perianales o vaginales a cuarenta grados de temperatura. Baños de vapor. Duchas verticales, con chorros dorsales; baños infantiles; hidromezclador para variar el modo de ducha y sifones de Weber para pulverizar narices, ojos y oídos. El hotel, integrado en el propio recinto, tenía capacidad para un centenar de personas, contaba con un amplio salón de baile y la cocina de chefs reconocidos en Madrid. De todo aquello, y de más, disfrutó hasta el ex presidente del Consejo de Ministros, Práxedes Mateo Sagasta, que visitó el renovado balneario de Borines poco después de su inauguración en 1892.

Pero la aventura llegó a su fin cuando apenas si había comenzado.

Capilla del Balneario. Foto publicada en Nuevo Mundo, 17 de mayo de 1895.

El fin de un sueño

Porque los sueños, muchas veces, no salen como debieran, por más que acaben, de una manera u otra, dejando su poso en nuestra memoria. Verán, aquella inauguración del balneario de Borines fue una auténtica campaña publicitaria a la que se invitó a periodistas de los más importantes periódicos asturianos, EL COMERCIO entre ellos, y nacionales. Se bailó y se cantó y el evento social figuró, los días siguientes, en las páginas de todos los diarios. A partir de entonces, los anuncios del balneario, y de las propiedades de sus aguas tanto para bañarse como para beber, fueron constantes. También las idas y venidas de los ilustres visitantes al balneario. No así de ilusionantes serían, en cambio, las infraestructuras que llevaban a él. Figúrense que en El Guadalete, en septiembre de 1892 llega la corresponsal, Carolina de Soto, a decir que breve tiempo me pareció el que empleamos, cinco o seis horas, desde Gijón hasta el balneario de Borines, tal es de encantador y delicioso todo el camino. En la misma crónica se afirma que al pueblo, desde el establecimiento, se sube por estrechos y pedregosos senderos que destrozan los pies. Mala cosa, especialmente cuando los visitantes son distinguidos y tan de alta alcurnia que hasta El Carbayón, en 1892, llega a agradecer que, con el balneario, hubieran desaparecido del lugar los hombrinos de calzón corto y montera, y los aldeanos que por sus dolencias e indumentaria parecían la corte de los milagros tan admirablemente descrita por Víctor Hugo. La aventura del Gran Hotel de Borines solo duró hasta finales de los años veinte. El advenimiento de la guerra, y la ocupación del local por los soldados de uno y otro bando, haría el resto.

Sala de fiestas / Comedor del Balneario. Foto publicada en Nuevo Mundo, 17 de mayo de 1895.

Desde entonces, la historia de Borines es una historia de idas y venidas. De inventarse y de reinventarse. Las últimas noticias en torno al centenario establecimiento son agridulces. Este mismo año la empresa decidió prescindir del negocio de embotellado de agua que mantuvo activo el sueño de los Ballesteros durante el siglo XX, y por el que todos los asturianos asociamos al pueblo piloñés con sus aguas. Se mantiene en sus instalaciones, en cambio, un nuevo negocio: la cerveza, de la mano de la marca ‘Ordum’. Ya lo ven: nada se mantiene, pero todo puede, si así se desea, permanecer. También las tradiciones con polémicos orígenes. Aún pueden ustedes visitar el pueblo, a las faldas del Sueve, e imaginarse aquellas señoritas que, como mencionaba El Carbayón, llenaron a finales del siglo XIX a Borines de la más elevada higue life (sic) transitando por sus jardines, hoy secos, a la espera de que alguien los vuelva a regar con las salutíferas aguas del Estepazu.

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