Antes al contrario, la prima de riesgo -ese índice que revela nuestra solvencia- no abandona los 500 puntos porcentuales, manteniéndonos en la peligrosa zona de los países que deben ser rescatados por no poder pagar su deuda. De hecho, Mariano Rajoy ha tenido que solicitar un “préstamo” parcial de rescate, de hasta 100.000 millones de euros, para tapar el “agujero” de las entidades financieras, fuertemente endeudadas con las inversiones fallidas en el “ladrillo”. El estallido de la famosa “burbuja” inmobiliaria, que permitió construir en España más viviendas que en el conjunto de los países del entorno europeo, atrapó a los bancos con hipotecas concedidas al tun-tun que resultan morosas. Ni siquiera devolviendo una casa sobrevalorada, que tampoco se puede vender en aquellos precios desmesurados, los bancos pueden sanear sus balances, siendo verdugos y víctimas, simultáneamente, de un frenesí crediticio que lastra el pasivo de estas entidades hasta el extremo de hacerlas inviables. Un buen ejemplo de ello es Bankia, el “holding” de Caja Madrid dirigido por quien fuera el artífice de las políticas económicas neoliberales de la era de Aznar, Rodrigo Rato, hasta que fue forzado a dimitir. Tras recibir en mayo pasado 4.460 millones de euros en ayudas del Estado, el Gobierno anuncia una nueva remesa de “rescate” por 4.500 millones adicionales que tampoco serán suficientes para resolver definitivamente sus necesidades financieras, pues, según estimaciones de su actual presidente, José Ignacio Goirigolzarri, serían precisos más de 23.000 millones de euros.
Ese mercado financiero, mimado por el Gobierno, cierra ahora también el crédito a las comunidades autónomas, sin valorar las distintas situaciones en que se encuentra cada una de ellas. Obligadas a reducir fuertemente el déficit (en mayor porcentaje incluso que el Gobierno central) y sin posibilidad de recurrir al mercado secundario para la emisión de deuda pública –los bonos patrióticos y demás instrumentos de financiación-, los gobiernos regionales se ven forzados a acogerse al Fondo de Liquidez Autonómico (FLA), de cuyas condiciones se recela por la pérdida de soberanía política y financiera que puede suponer. Una rigidez presupuestaria que el propio Gobierno no se aplica con igual severidad, Así, el déficit de la Administración central del Estado, hasta finales de julio, ha alcanzado los 48.571 millones de euros, superior en más de un punto a la meta fijada del 4,5 por ciento en relación con el producto interior bruto (PIB), un porcentaje ampliado por la Comisión Europea, flexibilidad que el Gobierno no traslada hacia las comunidades autónomas. El ministro del ramo, Cristóbal Montoro, confía que “la reactivación de los ingresos en el segundo semestre del año” permita reducir dicho déficit. La subida del IVA, que entró en vigor este mes de septiembre, va encaminada a aumentar esos ingresos del Estado, aunque también puede derivar, según algunos expertos, en una contracción aun mayor del consumo, lo que repercutiría negativamente en los objetivos de recaudación previstos.
Como tampoco puede costear la sanidad de miles de inmigrantes “sin papeles” que, también desde septiembre, se quedarán sin derecho a disponer de una tarjeta sanitaria que les garantice la atención médica. En un auténtico “apartheid” sanitario, el Ministerio ha retirado la tarjeta a más de 910.000 personas que, entre extranjeros e inmigrantes, podían disfrutar de una sanidad universal y gratuita, financiada con los impuestos –directos e indirectos- que todos pagamos. También se deja sin financiación pública un total de 417 medicamentos que ahora habrán de ser abonados en su integridad por los usuarios. A todos se les garantiza una atención de urgencia, pero se discrimina en el tratamiento de afecciones que, si bien pueden no ser mortales, si deterioran la salud cuando no son corregidas a tiempo o se deja que se vuelvan crónicas. Se trata de otra reforma de la que no se cuantifica el ahorro económico que conlleva, a pesar de la discriminación que establece entre los usuarios de la sanidad.
Todas estas reformas, empero, no logran transmitir confianza a quienes atesoran las grandes fortunas de la economía española. Según estimaciones del Banco de España, los capitales “fugados” de nuestro país en los últimos 12 meses son 219.817 millones de euros, un 22 por ciento del PIB, entre la salida de depósitos de particulares y empresas. Nada mide más el patriotismo y la confianza en nuestros políticos que esa huida hacia el exterior del dinero de los ricos, acostumbrados a no fiarse de nada ni en las promesas de nadie. Saben bien que, si las reformas a los que se somete a los menos pudientes no dan resultado, ellos podrían ser el próximo objetivo de otras nuevas.
Si este curso político confirma una nueva ronda de recortes, despido de funcionarios, rebajas más drásticas en las pensiones, el mantenimiento de la recesión económica, subida de impuestos, la solicitud de un rescate total de España y la consiguiente miserización más lacerante de la población, a pesar de todas las reformas que ha emprendido un Rajoy maniatado por las directrices europeas, todo ello será algo que pronto empezaremos a descubrir tras las elecciones gallegas. Tanto Galicia como el País Vasco y Cataluña (que posiblemente adelantará sus elecciones a la primavera), depararán el grado de quebranto o solidez de la apuesta reformista del Partido Popular, circunscrita a los sectores más indefensos de la población: los trabajadores y las clases medias. Todas las alarmas están encendidas y vaticinan un otoño caliente.