¿Cómo olvidar al reportero del peinado gracioso que, acompañado por un equipo impensable (un capitán alcohólico, un genio sordo y un perrito blanco) resuelve algunos de los casos más difíciles, enfrentando situaciones imposibles y personajes peligrosísimos? Tengan por seguro que cuando Hergé se sentó a escribir la primera tira de Las aventuras de Tintín no estaba haciendo poca cosa: al menos para mí, se trata de uno de los héroes más importantes de mi juventud, y pocas cosas he disfrutado tanto como leer sus diferentes historias (y, luego, verlas en la televisión, cuando las pasaron a dibujos animados). Oigan, ¿es que acaso soy el único que ha crecido pensando que el Capitán Haddock es un ídolo y un ejemplo a seguir? ¿Ya nos entendemos?Pero no hablemos sólo de juventud, porque nos va a crear una falsa idea. La pura verdad es que, para leer este tipo de historias, no hay edad límite: hace poco, de hecho, estuve releyendo algunas de las aventuras de Tintín (que hacía muchos años no tenía en mis manos), y las he disfrutado con toda la alegría de un niño. Todavía puede cortárseme la respiración ante el peligro inminente, como puedo reír a carcajadas con las torpezas de Hernández y Fernández, las maldiciones de Haddock o los malentendidos del Profesor Tornasol. Y no veo por qué dejar de hacerlo: ya que hay que envejecer, bien podría hacerlo leyendo Las aventuras de Tintín. Por todo esto, que no es todo, quería darme un momento para recordar a estos personajes, estas historias, estas lecturas. Yo le estaré agradecido por toda mi vida a Hergé. E insisto en que sé muy bien que no soy el único.