Las barras de Epicuro

Publicado el 25 octubre 2015 por Abel Ros

A veces, me molesta la soledad de la barra; observo rostros grises abrazados a las jarras de cerveza


yer fui al África. Estaba un mes sin dejarme caer por allí y, la verdad sea dicha, echaba de menos los taburetes de la barra; el ruido del futbolín y el olor a coñac que desprenden las amigas de Inés. Como sabéis no suelo tomar café; me altera la cafeína y después, por la noche, me cuesta horrores dormir. Por ello, prefiero ingerir manzanilla con un poquito de limón; dicen que es buena para el estómago; que calma el dolor de muelas y sana el espíritu. Mientras saboreo la infusión, suelo leer Información, un diario local con noticias sobre la provincia de Alicante y sus comarcas. A veces, me molesta la soledad de la barra; observo rostros grises abrazados a las jarras de cerveza. Me indigna que el alcohol sirva para medicar las penas del corazón. Penas, como digo, regadas por el desamor; el desempleo y un sinfín de angustias similares.

Mientras leía una noticia sobre el alcalde de mi pueblo; oí, entre el vocerío de la barra, a Epicuro – un viejo conocido de la antigüedad clásica -. Estaba sin saber de él, desde que se marchitaron las flores de mi jardín. El último día que nos vimos fue allá por el 2011, justo antes de que Rajoy ganara las elecciones. Recuerdo que hablamos sobre la correlación existente entre arte y libertad. Decía este coetáneo de Platón, que el buen artista es un esclavo de su obra. Alguien que escribe, pinta y esculpa desde las heridas del alma; es merecedor del placer. Un placer, decía Epicuro, basado en la tranquilidad del espíritu y la quietud de la mente. Gracias a él, al maestro ateniense, descubrí los diálogos socráticos sobre las hierbas del retiro. Lejos del mundanal ruido; a las orillas del río, los alumnos del filósofo conversaban sobre la manera de librarse del dolor y alcanzar el placer.

Desde la ventana del África vimos a varios niños jugando a la pelota. Uno de ellos, el más alto de todos, llevaba los pantalones remendados con rodilleras marrones. Mira ese zagal – me dijo Epicuro – sabe las artes del oficio; es hábil en la coordinación y preciso con el balón. Ojalá que algún día, la oportunidad se cruce en su camino e ilumine su talento. Un talento – querido amigo – es como un diamante en bruto. Tiene valor, salta a la vista de los demás, pero necesita un pulidor que saque el brillo de su interior. Si no encuentra a alguien que lo descubra; probablemente nunca brillará en la mente de los demás. Llevas razón Epicuro – le contesté -. En la Hispania del Pepé, muchos jóvenes con talento han emigrado a otros países en búsqueda de un tren, que los traslade a su destino. El destino – en palabras del filósofo – no existe como tal. Nadie se debe a su destino; aunque las circunstancias determinan el camino. Luego, es importante conocer el recorrido; para no confundir los espejismos del asfalto con los charcos verdaderos.

Hay hombres que buscan el placer en los excesos de la vida. Hombres – me decía el ateniense – que inundan sus penas con alcohol y se arruinan con el juego. Mientras tanto – mientras Epicuro me hablaba de los riesgos del exceso – , Antonio – un asiduo cliente del África – arrojaba el último euro de su nómina por las tragaperras del fondo. Probablemente, ese individuo de la máquina no duerma tranquilo. Su espíritu está enfermo por el vicio del juego. Es tanto el dolor que sufrirá cuando pierda lo ganado, que volverá en búsqueda de placer al lugar equivocado. Para ello, para evitar los errores del placer, es necesaria una buena educación. Y qué entiendes por "buena educación" – le pregunté al filósofo del jardín -. Una educación basada en el conocimiento de la filosofía. Una filosofía necesaria para moldear el espíritu y conseguir la sabiduría. Solamente así, con la sabiduría en nuestro interior; conseguiremos el placer y evitaremos el dolor. Algo insólito en la Hispania de Rajoy.

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