En El paseo en bicicleta está la infancia, el primer amor, el amor estudiantil, los amigos, el padre (abordado con una gran ternura, con una mezcla de compasión y reproche comprensivo), la madre, la memoria del Tour con algunos nombres míticos (de Bahamontes a Andy Slech, pasando por Fignon o Van Impe), está la Zaragoza de los años sesenta y la Zaragoza de vanguardia y cristal de la Expo de 2008 con sus arquitecturas en la frontera de la provocación. Está la naturaleza, Horacio Quiroga y su relación con la bicicleta, Marie y Pierre Curie y su luna de miel por la Francia de principios del siglo XX, está el conmovedor y torpe cartero que Jacques Tati interpreta en Día de fiesta, están los olores del verano de una Castilla tórrida vivida en el tránsito de cada año, desde Zaragoza a la Galicia originaria --una Castilla de olores, de sonidos, de sol crujiente e impiadoso--.
He recobrado, con Antón Castro, mi relación a lo largo de muchos años con la bicicleta. No ha sido una relación fácil, ciertamente, sobre todo en el tiempo de mi infancia. Tuve, a mis diez u once años, un armatoste más que una bicicleta. No sé de dónde lo sacó mi padre, pero recuerdo que nunca salí con ella a la calle de aquel barrio "de la ciudad sobrante" (Vázquez Montalbán dixit) donde vivíamos. Pesaba un quintal, en vez de cubiertas con cámara tenía unas ruedas de caucho macizo, sin cámara, que acrecentaban su peso, y no había forma de detener el pedal: siempre tenías que ir pedaleando. Eso era, me dijeron, el "piñón fijo". Para más inri, no tenía frenos (tenía que utilizar la suela de mis sandalias como zapata). Por eso, sólo la utilicé en el patio familiar ya que me avergonzaba salir con ella a la calle para competir con amigos que tenían bicicletas con cambio, con freno y con ruedas hinchables (las BH eternas), lo que acentuó más si cabe la frustración con que recibí aquel regalo. También he recobrado los veranos del barrio de la adolescencia, tiempo después, cuando con mis amigos alquilábamos bicicletas para desplazarnos por unas afueras que todavía eran campo, entre el barrio de Hortaleza y La Moraleja o los pinares de la Alameda de Osuna, hacia las lejanías de Barajas, o los primeros amores en las choperasFederico, hermano de mi madre, cuya mente quedó varada en la adolescencia y al que yo veía, con los pantalones remangados y cogidos, en la pantorrilla, con pinzas de la ropa y vanagloriándose de su homonimia con Bahamontes y recién llegado de largos trayectos por las carreteras próximas al Madrid de los sesenta al piso de la calle de Hermosilla donde vivía la hermana mayor de mi madre. Y las bicicletas de mis hijos, vinculadas a los veranos del valle del Lozoya, a sus primeros amores y a sus primeras salidas al río, o al embalse próximo. Y películas con bicicletas y meriendas campestres, y el film mítico de Marco Ferreri con el telón de fondo de una Italia de posguerra.
Todos sabemos que leer un libro es hacerlo nuestro. Agregar, mentalmente, piezas de nuestra memoria, experiencias vividas, lecturas, emociones propias.... Eso me ha ocurrido con El paseo en bicicleta de Antón. Todas esas evocaciones han pasado a formar parte de mi lectura de ese hermoso libro. Leámoslo. Vivamos. Un mundo, familiar y desconocido a la vez, se abrirá ante nosotros.
En tanto, escuchad y ved este vídeo en el que, con hermosas imágenes, Antón Castro lee el poema "en ruta" con que abre el libro.