Así quedó Hiroshima (e igualmente Nagasaki) tras el bombardeo atómico, y así hubiera quedado todo Japón en caso de no haberse lanzado esas bombas.
Mucho se ha tratado el asunto de la legitimidad e incluso la moralidad de dichos ataques, de manera que no son pocos los especialistas o los simples aficionados a la Historia que piensan en Japón como víctima. Sin embargo, como casi siempre, las cosas no son tan sencillas.En primer lugar hay que recordar (aunque parezca innecesario) que fue la aviación japonesa la que atacó Pearl Harbour, ataque con el que Japón declaró la guerra a Usa (la declaración formal y escrita llegó después de esa batalla). Sin embargo, en contra de lo que se piensa y en contra de la devastación sufrida por el ejército americano (2.500 muertos, 190 aviones destruidos, 5 barcos hundidos), ese famoso bombardeo fue un completo fracaso: los aviones atacantes no pudieron hundir ningún portaviones porque no estaban allí; tampoco destruyeron los depósitos de combustible (millones y millones de litros), según ordenaron los generales nipones, porque se produciría tal cantidad de humo que los aviadores no tendrían visibilidad; y finalmente se dejaron intactos los diques de reparación, con lo que los barcos americanos que no se hundieron estaba en servicio unos pocos meses después.
Una vez metidos en la guerra, los marines Usa (con más exactitud, los aliados) pudieron comprobar por sí mismos la combatividad suicida de sus enemigos. Y aunque se supieron después, han quedado documentadas, demostradas y reconocidas las incontables barbaridades cometidas por el ejército japonés: matanzas en masa, crudelísimas atrocidades, salvajadas equiparables a las de los nazis en Nankín, en China, en Corea, en Filipinas, en Manchuria… Tales hechos permiten hacerse una idea de lo que hubiera ocurrido en gran parte de Asia de no habérseles parado los pies, es decir, en caso de no haberlos derrotado militarmente. El alto mando estadounidense sabía que para lograr la rendición japonesa había que hacerse a la idea de miles y miles de bajas, y convertir cada una de las infinitas islas ocupadas por los nipones en un campo de batalla: las Filipinas, Marianas, Carolinas, Marshall…, además de durísimas batallas aeronavales.
También se pudo comprobar el fanatismo con que se conducían los soldados imperiales durante los incontables combates, puesto que peleaban hasta la última bala aunque se supieran derrotados, llegando en muchos casos a obligar al suicidio a la población civil (se les entregaba una granada y se les ordenaba hacerla estallar entre las manos). Así se llega al año 1945. Tras el tremendo desgaste del ejército de Usa al ir conquistando isla tras isla, se toma la decisión de atacar sólo las que tuvieran interés estratégico o poseyeran aeropuerto o estaciones de radar. Iwo Jima tiene apenas 20 kilómetros cuadrados, pero era importante para ambos bandos por su situación y sus instalaciones; en febrero-marzo, la emblemática toma de esta islita (con el famoso izado de la bandera de las barras y estrellas) costó casi 6.000 muertos y 20.000 heridos a la infantería de marina (más de 20.000 muertos entre los defensores). A continuación (abril-junio) tocó el turno a Okinawa, de 1.200 kilómetros cuadrados; tomarla supuso la muerte de unos 13.000 soldados estadounidenses, así como más de 36.000 heridos, mientras las bajas del ejército japonés ascendieron a ¡110.000!; en total, entre muertos y desaparecidos, civiles y militares, japoneses y estadounidenses, la cifra alcanzó los 240.000.
Así las cosas, Harry Truman, el presidente de Estados Unidos, sopesó lo que significaría la invasión terrestre de Japón: se calculó que el desembarco y posterior avance hasta tomar Tokio significaría el sacrificio de alrededor de medio millón de soldados estadounidenses y no menos de millón y medio de japoneses (incluyendo civiles). En ese punto, Truman, en contra de la opinión de algunos de sus más destacados generales que aseguraban que sería más eficaz el bombardeo convencional de las principales ciudades japonesas, toma la decisión: la bomba atómica. Sin embargo, la horrorosa devastación sufrida por Hiroshima no terminó de convencer al alto mando japonés: jamás habían perdido una guerra ni había sido invadido su territorio, y por supuesto, la rendición era mucho peor que la muerte. Además, los generales convencieron al emperador de que los norteamericanos sólo tenían una bomba, la que habían detonado sobre Hiroshima, por lo que, afirmaban, era preciso seguir resistiendo. Truman les advirtió de que, en caso de no rendirse, el horror atómico volvería a caer sobre otra ciudad. Pero Hiro Hito y sus ministros seguían sin pensar en la rendición. Por eso, tres días después de ‘Little boy’, la segunda bomba atómica, ‘Fat man’, asoló Nagasaki (iba a ser Kokura, pero las nubes impedían una buena visibilidad y se salvó).
Piénsese e imagínese en la decisión a tomar: teniendo en cuenta que si no se le derrota totalmente, el enemigo se reorganizará, se rearmará y volverá al combate; teniendo en cuenta que en su territorio luchará cuerpo a cuerpo, casa por casa, de modo fanático y suicida (los antecedentes así lo demuestran); teniendo en cuenta, en fin, el coste en vidas (propias y del adversario) y recursos, así como en la prolongación indefinida de la guerra, ¿cuál es la mejor opción?, ¿usar el horror atómico con un coste instantáneo de 120.000 vidas (más otras tantas en los meses posteriores) y dos ciudades arrasadas, o usar armamento convencional para invadir por tierra con no menos de dos millones de muertos y el país totalmente destruido? Hay que tomar esa decisión, fríamente, ¿qué hacer?, ¿qué es lo menos malo? Se hagan las consideraciones que se hagan y sin atribuir a Usa el papel de bueno, es un error pensar en Japón como víctima.
CARLOS DEL RIEGO