La historia de las brujas de Salem nos ha llegado a casi todos, bien a través del cine, bien a través de la televisión, más de una vez. Así que el proyecto teatral que se planteó el norteamericano Arthur Miller en esta pieza de 1952 no podía centrarse sin bostezo en los ángulos más planamente argumentales: aquellos que nos hablan de una pequeña población puritana de Massachusetts que, a finales del siglo XVII, pareció enloquecer con un brote de acusaciones generalizadas de brujería.Las informaciones históricas son muy claras: desde que comenzaron a circular los rumores a través de Betty y Abigail (hija y sobrina, respectivamente, del oscuro reverendo Parris) todo se fue llenando de fango en aquel entorno rural: vecinos que se acusaban entre sí por cuestiones personales (envidias, avaricias o rencores), tribunales poco preparados y propensos a la credulidad, sensación generalizada de pánico, supersticiones, intransigencias religiosas… Al fin, hubo diecinueve personas ahorcadas, una que murió mientras era torturada para que confesase y otros varios que fallecieron en calabozos inmundos. Un balance sin duda aterrador.Miller nos retrata con su habitual maestría aquel ambiente enrarecido, en el que la hipocresía, las delaciones, el histerismo, la astucia rencorosa y las venganzas solapadas se van superponiendo para asfixiar a los lectores, quienes notan cómo los hilos de la trama se enredan de forma inextricable hasta formar una malla tan tupida como pegajosa.“La ley que lleva al sacrificio es una ley equivocada”, indica con amargura uno de los personajes, justo antes de que la soga oprima su cuello. Y ésa es la conclusión que se nos instala en la mente, mientras avanzamos por las páginas del libro: las atrocidades que se cometen en nombre de la religión cuando ésta, inflexible y bárbara, se convierte en dueña e intérprete de Dios y en juez inmisericorde de los seres humanos.
La historia de las brujas de Salem nos ha llegado a casi todos, bien a través del cine, bien a través de la televisión, más de una vez. Así que el proyecto teatral que se planteó el norteamericano Arthur Miller en esta pieza de 1952 no podía centrarse sin bostezo en los ángulos más planamente argumentales: aquellos que nos hablan de una pequeña población puritana de Massachusetts que, a finales del siglo XVII, pareció enloquecer con un brote de acusaciones generalizadas de brujería.Las informaciones históricas son muy claras: desde que comenzaron a circular los rumores a través de Betty y Abigail (hija y sobrina, respectivamente, del oscuro reverendo Parris) todo se fue llenando de fango en aquel entorno rural: vecinos que se acusaban entre sí por cuestiones personales (envidias, avaricias o rencores), tribunales poco preparados y propensos a la credulidad, sensación generalizada de pánico, supersticiones, intransigencias religiosas… Al fin, hubo diecinueve personas ahorcadas, una que murió mientras era torturada para que confesase y otros varios que fallecieron en calabozos inmundos. Un balance sin duda aterrador.Miller nos retrata con su habitual maestría aquel ambiente enrarecido, en el que la hipocresía, las delaciones, el histerismo, la astucia rencorosa y las venganzas solapadas se van superponiendo para asfixiar a los lectores, quienes notan cómo los hilos de la trama se enredan de forma inextricable hasta formar una malla tan tupida como pegajosa.“La ley que lleva al sacrificio es una ley equivocada”, indica con amargura uno de los personajes, justo antes de que la soga oprima su cuello. Y ésa es la conclusión que se nos instala en la mente, mientras avanzamos por las páginas del libro: las atrocidades que se cometen en nombre de la religión cuando ésta, inflexible y bárbara, se convierte en dueña e intérprete de Dios y en juez inmisericorde de los seres humanos.