Fachadas que representan la dejadez nostálgica o la melancolía de los enamorados; un silencio latente que se enfrenta a los ruidosos juegos infantiles que quizá las inundaron en un pasado no tan lejano; vidas no vividas que se quedaron en simples vidas soñadas; cuerdas de tender que sujetan ropas inertes como señales de una vida que existe tras sus ventanas, quizá la de los artistas que han compilado todo su talento en sus grandes espacios abiertos. Calles estrechas, que como un desfiladero, dejan pasar un pequeño haz de luz, justo el suficiente para transmitirnos esa sensación de linealidad vertical que nos invita a escalar a lo largo de sus paredes en busca del cielo. Un cielo azul e intenso que se comporta como el estandarte de un espacio donde sólo existe la contemplación, la mirada fija y la mirada perdida en espacios únicos y lugares mágicos, que sin necesidad de llevar la firma de ningún gran artista, nos transportan a ese otro lugar que guardamos para nosotros solos en nuestro imaginario colectivo, que en esta ocasión como en tantas otras se encuentra repleto de música e imágenes que no nos permiten mirar con la suficiente desnudez aquello que contemplamos, y que sintiéndonos víctimas de nuestro pasado, intentamos atrapar mediante sensaciones que creíamos perdidas y que de pronto vuelven a nuestro ser para despertamos esa parte que se encontraba dormida. La belleza… la belleza… como canta Luis Eduardo Aute, aunque en esta ocasión sea la de las calles perdidas de la ciudad de Roma.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.