Voy a contaros una historia: la historia de una iglesia viajera.
Hace muchos años, en un país situado entre los Balcanes y el este de Europa, existió una aldea remota que no tenía iglesia. Fue por ello que sus habitantes decidieron hacerse con la iglesia abandonada de un pueblo cercano. Construyeron una inmensa sierra y, cual si de un árbol centenario se tratara, desprendieron la iglesia de sus cimientos originales. El traslado comenzó un 23 de abril, día de San Jorge, y duró aproximadamente un año. Desde el pueblo sin iglesia podía observarse el pico del sacro edificio asomar y avanzar lentamente tras la sierra aledaña. La visión era tan milagrosa que pronto llegó a oídos de los habitantes de las aldeas vecinas, los cuales, cual si de una peregrinación se tratase, acudían a presenciar el espectáculo. Así, poco a poco, la iglesia llegó al río y comenzó su avance entre las aguas hacia su destino. Sucedió, sin embargo, que ese año se adelantaron las heladas quedando, por tanto, la viajera construcción atrapada entre el hielo. Allí fue donde aquel invierno celebraron la Natividad del Señor y la Epifanía los habitantes de la aldea. Allí fue también donde su sacerdote comenzó una actividad frenética que nadie comprendía pero que todos respetaron con un punto de veneración. Se acercaba la primavera y, con ella, el esperado deshielo. Una mañana, el sacerdote llamó desde el pórtico de la iglesia a los hombres que vigilaban las riberas y les pidió que se acercaran hasta donde él estaba. Fueron doce, como los apóstoles, los hombres que en sus barcas llegaron a la iglesia. Las mujeres se quedaron en la orilla observando a sus hombres sin poder escuchar lo que el sacerdote les decía. Al principio, su actitud era paciente, pero cuando el hielo amenazó con un crujido gutural y las aguas se volvieron turbulentas, les embargó la inquietud. La iglesia comenzó un oscilante movimiento de inclinación y enderezamiento hasta que, su inclinación fue tal, que su torre casi llegó a tocar la superficie del agua. Fue entonces, cuando ya podía darse todo por perdido, que la torre, ante el asombro de los atónitos testigos, se alzó apuntando hacia el cielo y la iglesia, cual una embarcación en la que se soltaran las amarras, se liberó de las cuerdas que la sostenían y que apenas habían podido mantener su equilibrio y continuó su camino. Desde la orilla, en los momentos más delicados y peligrosos a las asustadas mujeres les llegaron las voces de los hombres desde el interior de la iglesia. Cualquiera pensaría que fueron peticiones de auxilio y manifestaciones de agonía y desesperación lo que escucharon. Sin embargo, las mujeres juraron y seguirían jurando que lo que sobre las ondulantes aguas llegó a sus oídos no fueron gritos, sino canciones.
De la historia de la iglesia viajera de Subpatria he sabido por La iglesia fantasma, el último de los cuentos del segundo de los libros de Ana Blandiana que he leído y que os traigo hoy. La escritora, en cambio, cuenta en ese mismo relato que «Esta historia de la iglesia flotante por el curso del río, que salvaba a sus héroes del martirio y a la fe de las dudas, la oí por primera vez hace mucho, al acompañar a mi padre, un cura transilvano, en uno de aquellos viajes que marcan el encanto estremecedor de mi infancia». También es en ese texto en el que relata cómo una noche de años más tarde, encontrándose por motivos laborales en el delta del Danubio, se reencuentra con esa historia de su infancia reconvertida a la sazón en iglesia errante. Y es que a la iglesia de Subpatria se la conoce en la desembocadura del Danubio como la Iglesia Muerta y su visión es acogida con temerosa veneración. Curiosamente, cuando los habitantes de Subpatria tuvieron ocasión de saber de esto por labios de Ana Blandiana, no pudieron evitar la sorpresa, así como tampoco la decepción, pues, para ellos, la suya «era no sólo una iglesia viva, sino también redentora de la muerte». Y es que la vida y la muerte se entrecruzan íntimamente en la figura de la iglesia flotante tal y como lo hacen la realidad y la fantasía en los cuentos de Ana Blandiana. Igualmente, el Danubio lleva y trae historias disonantes según para quién suenen sus aguas.
«El Danubio, que se había difuminado en la oscuridad, estaba, de hecho, más presente en mi conciencia pasada que en la realidad de ahora. A algún lugar del Danubio mandábamos paquetes pobres, completados con mucha dificultad («tenemos que dejar esto para papá»), paquetes que a veces nos devolvían sin haber sido abiertos, y a veces no, sin que tuviéramos en ningún momento la certeza de que habían llegado a su destino. Quizás desde entonces, a raíz de aquella inseguridad existencial ante los paquetes con comida conseguida con dificultad, enviada al abismo, el Danubio, alrededor del cual se proyectaba el espacio de un destino ignoto e incomunicado, adquirió un halo de misterio que consiguió impregnar todo el espacio de mi infancia y que ni siquiera ahora ha desaparecido. No creo que el Nilo me hubiera parecido más exótico. De hecho, el Nilo me resultaba perfectamente indiferente e, incluso si hubiera pensado en él, estaba demasiado lejos y era demasiado neutro para poder espantarme con sus cocodrilos decorativos y sus cadáveres milenarios. El Danubio, en cambio, tenía con qué aterrarme, más cercano y familiar, escondía secretos terribles e impenetrables. El Danubio limitaba el Bărgană y se comunicaba con el mar a través del canal… Tal vez, el hecho de que no lo hubiera visto nunca, contribuía a esa aureola negativa, que no dejó de horrorizarme y fascinarme a lo largo de los años».
«Lo que voy a contar no me pasó a mí. Por aquel entonces yo era todavía una niña y solamente oía, de vez en cuando y sin comprender muy bien de qué se trataba, que aquello les había pasado a otros. Y si algo permaneció en mi memoria fue la palabra «Bărgană», envuelta por todas aquellas cosas que despertaban terror en la mente de una niña, que dejaba de asustarse de dragones y ogros, fantasmas y brujas para empezar a asustarse, de manera mucho más misteriosa y, por tanto, infinitamente más terrible, de las palabras corrientes, palabras que los demás pronunciaban con un espanto que, incomprensible y amplificado, se le transmitía también a ella. «Bărgană» era una de esas palabras. Otra era «llevar». «Creo que esta noche me van a llevar a mí también», oí decir a mi padre, y sin necesidad de que me lo explicaran, comprendí que era el anuncio de la mayor desgracia que podía pasarle. Después, mi padre desapareció, y el verbo «llevar» representó para mí el vocablo, pero no el significado, de aquella desaparición, el signo mágico, grabado como un estigma identificador en la cara ensombrecida de mi madre, en la voz alterada de la maestra cuando me hablaba en la escuela o en la mirada esquiva de los vecinos cuando llamaban a sus hijos para que dejaran de jugar conmigo. Por el contrario, «Bărgană» no era un signo, sino una representación. Decían «los llevaron al Bărgană», o «este ya no volverá del Bărgană»; yo me lo imaginaba como un círculo del infierno, un foso muy grande a donde, sin orden ni concierto, eran arrojados, por fuerzas oscuras pero infinitamente poderosas, toda clase de hombres y mujeres cuya culpa no acababa de comprender y a quienes todos lloraban como a difuntos. Cuando, más tarde, en las clases de geografía, descubrí con sorpresa que el Bărgană era un territorio fértil y extenso, no me quedó más remedio que admitir que se trataba de dos palabras inconexas entre sí, y cuyo parecido era completamente accidental, lo cual no me libraba de sentir escalofríos, ante cualquier encuentro con el inocente homónimo de mis representaciones».
Camino a través del Baragan, fotografía de Gabriel bajo licencia CC BY 2.0
En el Bărgană estuvo el tío Emil. Es a él al que le pasó esa historia que Ana Blandiana relata en Proyectos de pasado, relato que da título al libro que lo contiene. Es una historia mil veces contada y mil veces escuchada; una historia tan desvirtuada como real, tan mitificada como apuntalada por verdades. Allí, en esa isla rodeada de tierra, el tío Emil, junto con sus compañeros de infortunio, sobrevivió y formó una comunidad propia. Allí experimentó «la paz que nace de la falta de esperanza y la tranquilidad a la que todo se debe cuando ya no hay nada que esperar». Llegaría incluso a considerar el decenio allí vivido como «la parte interesante de su existencia [...], que para él era una experiencia fundamental y esencial, no tanto en el orden de la Historia como en el orden universal. Porque lo que verdaderamente había descubierto en su isla, y lo que ya no podría olvidar después, era la trascendencia de las leyes cósmicas de la naturaleza frente a las pobres leyes, improvisadas siempre a toda prisa, siempre insignificantes y discutibles, de la Historia».
Al padre de Ana Blandiana también se lo llevaron. Fue condenado a prisión y murió poco después de su liberación. Esa desaparición forzosa y todo lo que orbitó alrededor de ella debió de marcar profundamente la infancia de la escritora. Además, como hija de alguien considerado enemigo del pueblo, no siempre lo tuvo fácil. Aun así, consiguió labrarse una carrera tanto periodística como literaria, amén de obtener un merecido reconocimiento. Y todo ello a pesar de haber sido una voz crítica con el régimen totalitarista y comunista de su país. Su pensamiento crítico ha quedado patente para mí desde La capilla con mariposas (El invierno), el primero de sus cuentos que he leído. No es, sin embargo, hasta el cuarto de ellos y último del primero de los dos libros que de la autora he leído y que lleva por título Recuerdos de infancia (El otoño), que la memoria, la infancia y la importancia que el padre ocupa en estas cobra protagonismo.
Me he sentido a gusto y acogida desde las primeras páginas leídas de Ana Blandiana: una mujer que parece proclive al ensimismamiento, para la que la realidad de la cotidianeidad cae en el olvido mientras que los destellos que la asaltan en ocasiones por los motivos más peregrinos cobran una relevancia real, deambula por la ciudad. Sus pies o su inconsciente la guían por las calles. Algo en la forma de la narración me recuerda y me seguirá recordando de tanto en tanto a Marlen Haushofer y me abandono con placer al deambular de esa mujer sin importarme adónde me vaya a llevar. Mi confianza me premia con una iglesia milagrosa, una legión de mariposas invasoras y un manto de nieve que lo cubre todo como si fuese el olvido.
El cuento que sigue a este primero es Queridos espantapájaros (La primavera) y tiene un comienzo y una estructura similar, aunque, poco a poco, se va cubriendo de capas más complejas. Si las imágenes y elementos a los que Ana Blandiana recurre en su cuento del invierno me parecieron una maravilla, los que brotan del de la primavera son puro delirio: una ciudad de construcciones uniformes que invade el campo, un campo en el que la primavera aún es capaz de despertarse y en el que explota una exuberante vegetación, un cementerio en cuyas tierras aledañas brotan y crecen niños a la espera de que lleguen unos padres, los escojan, los lleven a sus casas y les cuenten cuentos para que olviden la verdad. Allí, la mujer que nos narra cómo deja atrás la ciudad en busca de la primavera y el campo «Corría ahogada por el llanto, y daba gracias al cielo por haber nacido algunos decenios antes, en un tiempo en el que todavía había tragedias y bosques, sufrimientos y pastos, y porque no llegaría a ver cómo desaparecen completamente de la tierra los pájaros y los pecados, las flores y la imperfección. Tal vez exageraba. Quizás todo iba a ser mejor en el mejor de los mundos posibles en la tierra, pero aquel día inacabado, que apenas había llegado al mediodía, me había robado hasta el último aliento mientras corría enloquecida hasta caer agotada con la cara escondida en la hierba, en el linde entre la ciudad y el campo».
Delta del Danubio, fotografía de Pyretus en dominio público
También descubre el campo la mujer de —valga la redundancia— En el campo (relato este contenido en Proyectos de pasado). Va a allí por primera vez (es decir, por primera vez en su vida adulta). Regresa a la casa de sus abuelos (una casa que me recordará a la del final de Recuerdos de infancia (El otoño)). Tanto la casa como el terreno parecen abandonados hasta que comienzan a aparecer ancianos por doquier. Son viejos ansiosos por alguien joven y que en mi mente se materializan como un reverso de los niños del cementerio del cuento de la primavera. En el campo termina con una iglesia, unos pájaros y un campanario y el devenir de esa mujer escapando de los viejos. Es uno de esos cuentos en los que Ana Blandiana crea imágenes poderosas y evocadoras y que yo leo en mi cabeza como si fuese un cuento ilustrado.
La ciudad derretida (El verano) me gusta algo menos que sus dos predecesores, pero, aun así, no puedo dejar de admirar la imagen de los dos soles en pugna por reinar en el orbe, así como la de los libros convertidos en fluido por el calor.
Los libros también cobran relevancia en Recuerdos de infancia (El otoño) con ese desván en el que el padre de la protagonista instala amorosamente sus libros, los cuales más tarde tiene que destruir. La mujer de ese cuento acude a un depósito a recoger unos libros para la biblioteca en la que trabaja. A medida que se va acercando al almacén, situado en el extrarradio de la ciudad, comienza a asaltarla una sensación cada vez más acuciante de irrealidad. Es como si hubiera ingresado en otro mundo. Cuando llega al edificio que alberga el depósito accede a una estancia en la que se encuentra una anciana haciendo la colada a la antigua usanza. Esta le indica que el depósito de libros está arriba, pero que ha de esperar a que el administrador baje. Cuando la mujer se cansa de esperar, decide subir ella misma a pesar de que la anciana le advierte de que el administrador es difícil de encontrar. Sube por unas escaleras de dimensiones muy diferentes a las que un primer vistazo da a entender. La mujer camina y camina por estrechos pasillos cargados de libros. Ni rastro del administrador. El olor a libros viejos abre una compuerta de su memoria que la devuelve a la casa de su infancia, a un lugar que se me antojará parecido al de En el campo y a una casa de la que me acordaré cuando lea El traje de ángel. Este cuento otoñal me entusiasma. Es como una mezcla entre El proceso de Kafka y El océano al final del camino de Neil Gaiman. Además, y como me ocurrirá con otros cuentos de la escritora rumana, con el regreso memorialístico a la infancia de Ana Blandiana me parece estar asistiendo a la escena de algún cuento de Cristina Fernández Cubas.
La vegetación, la nieve, el mar, la playa, el dorado de los membrillos que es para mis ojos como un horizonte de atardecer cegador son elementos habituales en los cuentos de Ana Blandiana. También siente la escritora rumana alguna especie de querencia por los ángeles, los cuales aparecen en distinas formas en cuentos como Aves voladoras para el consumo, La gimnasia nocturna o el ya mencionado El traje de ángel. Asimismo, el sentir que se desprende de sus narraciones oscila entre el letargo y el despertar, entre la rendición y la rebeldía, entre el olvido y la memoria. Uno de los cuentos en los que mejor se percibe esa ambigüedad o, mejor dicho, esa certera por contradictoria complejidad es Lo soñado. En él la narradora camina por un paseo marítimo a orillas de una playa. Se trata de un paisaje invernal en el que la mujer avanza pensando en la diferencia con esa misma playa abarrotada durante la temporada estival. Al llegar a la zona prohibida da media vuelta y descubre que sus huellas han sido borradas por la ventisca. Siente entonces que su existencia ha sido anulada junto con la desaparición de sus huellas. En un momento dado, la mujer se da cuenta de que está en un sueño. Está siendo soñada y está por tanto a expensas de los caprichos del sueño del soñador. Comienza entonces a preguntarse si cualquier acto de rebeldía, como un grito o un pueril pataleo, no haría más que despertar al soñador, el cual dejaría de soñarla y, por tanto, ella dejaría de existir. Comienza a fantasear con la opción de la rendición y a antojársele que puede ser «tan simple dejar de resistirse al cansancio y a la nada, dejarme deslizar despacio hacia la tierra, tumbarme obediente en la nieve y, con el oído tendido al eterno susurro del mar y con los ojos perdidos en las nubes apoyadas en las últimas ramas de los árboles, caer en el sueño, dormir y soñar, a mi vez, con un ser suspendido en el temblor de mis párpados adormecidos y obligado a narrar la revelación del centro de la soledad de unas grandes multitudes soñadas, decididas a soñar, a su vez…»
Iglesia de madera de Subpiatră, actualmente iglesia de la ermita de Poiana Florilor,
fotografía de Bogdan Ilieş bajo GNU Free Documentation license, version 1.2 y CC BY 3.0
Nada sabía de Ana Blandiana hasta que le fue concedido el Premio Princesa de Asturias de las Letras del presente año. Fue saber de ella que era una poeta y ensayista rumana y ya, con esos tres datos (poeta, ensayista y rumana) decidir al instante que tenía que leerla. La poesía quedaba prácticamente descartada, por no ser esta que aquí escribe propensa a leerla. Como ensayista, a saber por qué (supongo que por la también visión crítica de su propio país), pensé que me encontraría con algún libro del estilo de La edad de la piel, de la croata Dubravka Ugrešić. Pero hete aquí que, una vez que me puse a indagar qué podía leer de la flamante premiada, lo único que encontré traducido al español fueron estos dos libros de cuentos y, bueno, ya sabéis que me gusta leer cuentos. Además, fue leer las sinopsis de ambos proporcionadas por la editorial (Periférica) y ponérseme los dientes largos. Incapaz de decidirme por uno de ellos, y no siendo ninguno demasiado extenso, decidí leer los dos. Doble acierto. Doble disfrute. Doble descubrimiento.
La ensayista Ana Blandiana está presente a lo largo de estos dos libros: su capacidad de observación, la narración en primera persona, las largas introducciones al inicio de sus cuentos que hace que alguno de ellos parezca que tarda en arrancar, la mirada crítica incluso en los sucesos y ambientes que pudieran parecer más irreales. La poeta lo está en las imágenes que crea con sus palabras y que no me he cansado de elogiar a lo largo de esta reseña, en sus metáforas y alegorías. Sus cuentos están considerados como fantásticos. Ciertamente, en muchos de ellos la realidad parece sufrir cierta perturbación, una distorsión que abre la puerta a un mundo que si nos lo cuenta otro pudiera parecer extraño, pero que si lo hace Ana Blandiana lo damos por real y verdadero. En algunos de ellos, los escenarios parecen incluso distópicos. También hay unos pocos en Proyectos de pasado que son más ensayísticos. La habilidad con la que la autora mezcla realidad, fantasía y memoria es envidiable. No debemos olvidar que la realidad que se vive o se ha vivido en países sometidos a un régimen totalitario es irrealidad para aquellos que nunca la han conocido. Pienso que Ana Blandiana escribe contra el olvido y por la memoria. Escribe para rescatar a la niña de antes de que se llevaran a su padre. Escribe para dejar crecer a los niños en que los dirigentes de los países totalitarios convierten a sus habitantes al no dejarlos crecer negándoles la capacidad de tomar sus propias decisiones al engañarles con una falsa seguridad. Esos dirigentes son como los padres que se llevan a casa a los niños que nacen silvestres en el cuento de la primavera y les cuentan cuentos para que olviden la verdad. Esos dirigentes convierten a los ciudadanos en transmisores e incluso creadores de esos cuentos. Ana Blandiana, en cambio, escribe para rescatar esa verdad. La presenta con sus contradicciones y su complejidad. La viste con literatura de altos vuelos. Su crítica no es directa ni siempre evidente, sino que se entreteje con la riqueza de sus historias. Tan solo el final de Queridos espantapájaros (La primavera) suena como un alegato, como una súplica desesperada, una impotencia ante la incomprensión y a la vez una declaración de resistencia y una reivindicación de la creación literaria como baluarte de la libertad. Con él despido esta entrada dedicada a la merecidísima Premio Princesa de Asturias de las Letras de este año.
«Queridos espantapájaros, puede que no estéis acostumbrados a que alguien se dirija a vosotros de forma tan directa y humana, pero, al fin y al cabo, ¿no sois vosotros también una especie de hombres? ¿No lleváis ropa, sombreros y bufandas agitados por el viento? ¿No lleváis vestidos, puros, pipas y uniformes? Es verdad que en vuestro interior, en lugar del cuerpo de carne y hueso, no ha quedado más que un trozo de madera rígida y chirriante, pero al fin y al cabo, el traje hace al hombre, y tal vez el alma se os ha quedado atrapada en el palo que os sujeta, en la ropa que ondea amenazadora en el viento. Porque tenéis que tener un alma, no tengo duda de ello, un alma mala o buena, simple o compleja, pero existente, porque de otro modo no podríais manteneros aquí bajo el viento y no tendríais por qué hacerlo. Queridos espantapájaros, por favor, decidme, ¿por qué lo hacéis? ¿A quién queréis asustar? ¿A quién queréis espantar? ¿A quién queréis meterle el miedo en el cuerpo? A causa de vuestra ropa larga ya no se ven los horizontes, vuestros sombreros inmensos impiden que vea el cielo, los tallos de trigo empiezan a doblarse y las rojas amapolas se han marchitado desde hace mucho. ¿A quién defendéis? Os miro. Sois feos y lamentables, tristes imitaciones de hombres, ridículos simulacros del terror. Sois unos adefesios espantosos. Estáis clavados en la realidad, y la realidad quizás se asuste de vosotros. ¿Pero la irrealidad? ¿Y los sueños, las alucinaciones y las maravillas de los que soy testigo sin cesar? Me habéis quitado el campo, es verdad, pero ¿qué podéis hacer en contra de los terrenos sin límite que siempre puedo imaginar? ¿Cómo vais a poder seguir espantando a los pájaros de mi mente, cómo vais a poder marchitar el trigo que me crece en el sueño y las abejas que vuelan en mi imaginación? Os miro y creo que no os odio. Incluso si conseguís derrotarme, solo siento compasión por vosotros, un desprecio triste. Y, sin embargo, fascinada no por el mal que hacéis sino por la imposibilidad de entenderlo, no puedo desprenderme de vuestro rostro. ¿Por qué lo hacéis? ¿Para quién lo hacéis? Me levanto para irme y me vuelvo una y otra vez —y tal vez así sucederá hasta el fin de mis días— para miraros nuevamente y suplicaros: queridos espantapájaros…»
Fruto similar al membrillo, fotografía de mmm huele a jamaica...f3do bajo licencia CC BY-NC-SA 2.0
Ficha de los libros:Títulos: Las cuatro estaciones / Proyectos de pasadoAutora: Ana BlandianaTraductores: Viorica Patea y Fernando Sánchez MiretEditorial: PeriféricaAño de publicación: 2011 (1977) / 2017 (1982)Nº de páginas: 152 / 304ISBN: 978-84-92865-35-2 / 978-84-16291-49-6
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