Aristóteles objetó los razonamientos que sobre la virtud hiciera Pitágoras. En La gran moral lo dijo claramente: “El primero que se propuso estudiar la virtud fue Pitágoras, pero no pudo lograr su propósito, porque queriendo referir las virtudes a los números, no creó con esto una teoría especial de las virtudes; pues la justicia, dígase lo que se quiera, no es un número igualmente igual, un número cuadrado”.
A la luz de hoy, ¿pensamos lo suficiente en la vaporosa, pero palpable relación que al parecer enlaza subrepticiamente a la poesía con las cifras? Con toda certeza, más allá del reproche aristotélico, la lírica reivindica desde su algorítmico fluir el ríspido lenguaje de las magnitudes huecas. No solo en la subconsciente percepción de la belleza los números configuran virtudes.
La exactitud, bien lo sabemos, es una de las más preciadas cualidades de la matemática, aun cuando el cálculo infinitesimal, las inecuaciones, el concepto de límite le dejen abierto el pecho a la relatividad. La síntesis, la economía de recursos, el ingenio son también patrimonio de ambas disciplinas. Un simple recurso de la métrica castellana, el acento obligatorio, confirma que la regularidad, con su persistencia, además de un elemento de valor para la elaboración de postulados matemáticos, se configura con una masa molecular estética. Por eso, como concluyen muchos sabios y artistas, la sensación de disfrute que subyace en la solución de un enigma matemático y el éxtasis que despierta la lectura o escucha de un buen poema –con rima o sin rima, polimétrico o medido– comparten un área común en nuestra intimidad.
El filósofo inglés Bertrand Russell (1872-1970, Premio Nobel de Literatura en 1950), entre otros muchos que han alabado la belleza del concepto matemático, expresó:
La matemática posee no sólo verdad, sino belleza suprema; una belleza fría y austera, como aquella de la escultura, sin apelación a ninguna parte de nuestra naturaleza débil, sin los adornos magníficos de la pintura o la música, pero sublime y pura, y capaz de una perfección severa como sólo las mejores artes pueden presentar. El verdadero espíritu del deleite, de exaltación, el sentido de ser más grande que el hombre, que es el criterio con el cual se mide la más alta excelencia, puede ser encontrado en la matemática tan seguramente como en la poesía.Pudiera parecer festinada mi devoción, pero la ciencia que organiza el mundo, desde las estadísticas, la seguridad de puentes y caminos, las finanzas, el milimétrico trazado de incisiones quirúrgicas, la densidad volumétrica del tiempo, no debe situarse tan lejos de aquellas esencias a través de las cuales el alma se piensa a sí misma en la ingravidez inefable de las utopías. En su “Oda a los números” el gran poeta chileno Pablo Neruda (1904-1973, Premio Nobel de Literatura en 1971) nos pone ante la evidencia de que con números fue posible trazar un destino plausible, aunque esquivo: “Tuvimos, hombre, tiempo / para que nuestra sed / fuera saciándose, / el ancestral deseo / de enumerar las cosas / y sumarlas, / de reducirlas hasta / hacerlas polvo, / arenales de números”.Por otra parte, la poesía estructuralista usufructuó con deleite los códigos visuales de la geometría. ¿Acaso una décima bien escrita no remeda un rectángulo perfecto, bello en su disposición tipográfica? ¿Y un soneto o un romance no parecen igualmente rectángulos que se prolongan y yerguen sobre sus epifonemas? No por gusto el “hijo de Manhattan”, Walt Whitman (1819-1892), en su “Canto al cuadrado divino”, elogió con tanto entusiasmo la forma de esa figura: “Canto al cuadrado divino, avanzo desde el Único, / desde los lados, desde lo viejo y lo nuevo, / desde el cuadrado enteramente divino, / sólido, de cuatro lados (todos los lados necesarios)”.
Tampoco resulta casual que los editores, en su afán por manufacturar un libro bello, prefieran diseñarlo ateniéndose a la proporción áurea (de 3 a 2) para que, sumada a la simetría de los márgenes, las adecuadas valoraciones tipográficas y el equilibrio (quizás también contrapeso) de los cabezales, corondeles y folios, induzcan una lectura gozosa, dinámica, nutriente. La proporción es el dibujo, el lenguaje el color de las páginas impresas.
El esquivo concepto de infinito constituye patrimonio común de la matemática y la poesía, entendida esta como la consumación de lo bello. El universo, ahíto de constelaciones y fulguraciones, con sus estrellas fugaces, sus concepciones siempre esféricas y girantes, sus años-luz (unidad de medida que constituye a su vez un cronotopo donde se funden las cifras con lo inasible) nos trasvasa una armonía que, de solo pensarla, expande el corazón. Nos enmudece también (o nos obliga a escribir) la certeza de que todo lo interpretable en este “Todo” admite como representación un simple guarismo.
Muchas sensibilidades ilustres han tratado de atrapar y expresar esa ósmosis celeste. Mis razonamientos llueven sobre mojado, lo sé. Veamos entonces cómo sintió ese maridaje cósmico el gran poeta español Pedro Salinas (1891-1951):
NÚMEROS
Tenías abecedario
innumerable de estrellas;
clara
ibas poniendo la letra,
noche de agosto.
Pero yo, sin entenderla,
misterio, no la quería.
Aquí en la mesa de al lado
dos hombres echaban cuentas.
Más bellas que luceros
fúlgidas, cifras y cifras,
cruzaban por el silencio,
puras estrellas errantes,
señales de suerte buena
con largas caudas de ceros.
Y yo me quedé mirándolas:
–¡qué consolación perfecta
tres por tres nueve!– olvidado
de Ariadna, desnuda allí
en islas del horizonte.Si fuéramos a hacer un inventario de todas las personalidades que han visto, tras la apariencia adusta de la matemática, su solemnidad, su magia y hasta su ternura poética, no nos alcanzarían las páginas para reseñarlas. Entre otros, no obstante, traigo a mi reflexión lo citado por Fabrizio Lorusso en el periódico mexicano La Jornada del 4 de noviembre de 2012. Destaca el articulista lo escrito en 1934 por el profesor norteamericano David Eugene Smith, matemático y profesor emérito de la Universidad de Columbia, de Nueva York, en su texto La poesía de la matemática y otros ensayos, donde aseveró: “La matemática es generalmente considerada en las antípodas de la poesía, no cabe duda. Sin embargo, la matemática y la poesía tienen una estrecha relación de parentesco, porque ambas son hijas de la imaginación. La poesía es creación, ficción, y la matemática ha sido definida por uno de sus admiradores como la más sublime de las ficciones.” En otro punto de su artículo Lorusso, refiriéndose a estas disciplinas, sentencia con acierto: “Ambas se generan a partir de un anhelo común por el conocimiento y un deseo típicamente humano de navegar incesantemente hacia nuevas metas”.
Tampoco quiero dejar de mencionar lo expresado por el húngaro Paul Erdös (1913-1996): "¿Por qué son bellos los números? Es como preguntar por qué es bella la novena sinfonía de Beethoven. Si no ves por qué, nadie te lo puede decir. Yo sé que los números son bellos. Si no lo son, entonces nada lo es".
Entre las buenas visiones apologéticas –enunciada además desde la propia poesía– sobresale el poema “El número Pi” de la polaca Wislawa Szymborska (1923-2012, Premio Nobel de Literatura, 1996).Digno de admiración es el número Pi
tres coma catorce
Todas sus siguientes cifras también son iniciales
quince noventa y dos, porque nunca termina.
No se deja abarcar sesenta y cinco treinta y cinco con la mirada,
ochenta y nueve con los cálculos
sesenta y nueve con la imaginación
y ni siquiera treinta y dos treinta y ocho con una broma o sea comparación
cuarenta y seis con nada
veintiséis cuarenta y tres en el mundo.
La serpiente más larga de la tierra después de muchos metros se acaba.
Lo mismo hacen aunque un poco después las serpientes de las fábulas.
La comparsa de cifras que forma el número Pi
no se detiene en el borde de la hoja,
es capaz de continuar por la mesa, el aire,
la pared, la hoja de un árbol, un nido, las nubes y hasta el cielo,
a través de la toda esa hinchazón e inconmensurabilidad celestiales.
Oh qué corto, francamente rabicorto es el cometa.
¡En cualquier espacio se curva el débil rayo de una estrella!
Y aquí dos treinta y uno cincuenta y tres diecinueve
mi número de teléfono el número de tus zapatos
el año mil novecientos setenta y tres piso sexto
el número de habitantes sesenta y cinco céntimos
centímetros de cadera dos dedos charada y mensaje cifrado
en la cual ruiseñor que vas a Francia
y se ruega mantener la calma
y también pasarán la tierra y el cielo
pero no el número Pi, de eso ni hablar,
seguirá sin cesar con un cinco en bastante buen estado,
y un ocho, pero nunca uno cualquiera,
y un siete que nunca será el último,
y metiéndole prisa, eso sí, metiéndole prisa a la perezosa eternidad
para que continúe.¿Podríamos imaginarnos un concepto tan esquivo y abstracto como la Nada si no existiera el número cero? El vacío, la pérdida, el abandono, la desolación, la muerte quedan simbólicamente expresados de manera plena en ese dígito. Notable resulta el siguiente texto del español Enrique Morón (1942):
ODA A L NÚMERO 0
Redonda negación, la nada existe
encerrada en tu círculo profundo
y ruedas derrotado por el mundo
que te dio la verdad que no quisiste.
Como una luna llena es tu figura
grabada en el papel a tinta y sueño.
Dueño de ti te niegas a ser dueño
de toda la extensión de la blancura.
Tu corazón inmóvil y vacío
ha perdido la sangre que no tuvo.
Es inútil segar donde no hubo
más que un cuerpo en el cuerpo sin baldío.
Redonda negación, redonda esencia
que no ha podido ser ni ha pretendido.
Sólo la nada sueña no haber sido
porque no ser es ser en tu existencia.Dos poetas españoles de la Generación de 98, Antonio Machado (1875-1939) y Miguel de Unamuno (1864-1936), se refirieron a la matemática, acogidos a la estampa, siempre encajonada en el espacio del aula, donde los niños debían lidiar con sus complejidades, a veces como expresión del tedio que se respiraba en el aula o la invadía desde el frío entorno. O como juego que hacía posible la divagación. Veamos, primero, la de Machado, titulada “Recuerdo infantil”:Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección;
mil veces ciento, cien mil,
mil veces mil, un millón.
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.La de Unamuno resulta menos sombría, pero al igual que la de Machado, es deudora de un pintoresquismo de auténticos valores. En ambas, de igual forma, se siente latir como trasfondo el sino trágico del alma española:2x2 son 4,
2x3 son 6,
¡ay qué corta vida
la que nos hacéis!
3x3 son 9
2x5 10
¿volverá a la rueda
lo que fue niñez?
6x3 18
10x10 son 100.
¡Dios! ¡No dura nada
nuestro pobre bien !
infinito y 0
¡la fuente y el mar!
¡Cantemos la tabla
de multiplicar!Estas reflexiones, más que divertimento, me han llegado tras recordar cuánta afición sentí por la ciencia antes de que la poesía me hipnotizara. De ahí su tono de homenaje. La matemática siempre despertó en mí pasión, deseos de traducir del mundo sus rutilantes leyes. La matemática me cautivó con su libertad ceñida a la metódica mientras la poesía me transmitió esa misma conciencia, solo que valiéndose de un método más heterodoxo y a veces anárquico, ceñido al travieso y lúcido dictado de lo subconsciente.
No es de extrañar entonces que, amparado por dos compatriotas: José de la Luz y Caballero, y –¡no faltaba más!– José Martí, terminara yo optando por la poesía, aunque lejos aún de los ejemplos notables que he citado. Me ayudaron a escoger ese camino, entre otras muchas y variadas motivaciones, sus respectivas frases: “El método es el constante apoyo de la razón, pero el talento de la observación es el germen de la superioridad” (Luz), y “No se puede abrir un libro de Ciencia sin que salten en montón ilustraciones preciosas de los hechos del espíritu” (Martí).
Ricardo Riverón Rojas