Las dos caras de la moneda: Viaje de ida (One Way Passage, Tay Garnett, 1932)

Publicado el 15 septiembre 2025 por 39escalones

De la primera etapa cinematográfica del prolífico Tay Garnett, cuya carrera se desarrolló a lo largo de seis décadas (de finales de los años veinte a mediados de la década de los setenta), quizá sea este el título más memorable, por su extraordinaria repercusión en taquilla, su Óscar al mejor argumento y su notable influencia en la obra de directores como Preston Sturges, Mitchell Leisen o Leo McCarey en su compleja y efectiva combinación de drama, sofisticado romanticismo y comedia. Y es que estos tres planos, entremezclados con mano maestra en el guion de Joseph Jackson y Wilson Mizner, escrito a partir de una historia de Robert Lord, surgen, se retroalimentan y se cargan de aristas cada vez más poliédricas y complicadas gracias a una puesta en escena que, si bien en los primeros instantes del filme resulta en exceso deudora de ciertas rutinas del cine mudo prácticamente recién abandonado, y a pesar de su directa sencillez, pronto se dota de un dinamismo y una modernidad auténticamente asombrosos por medio del empleo de unos vertiginosos travellings, una cuidada utilización del zoom y un inteligente sentido del uso del plano detalle cuya comparación en ese campo no desmerece al lado de los que Ernst Lubitsch llegó a convertir en marca de fábrica (es, probablemente, la ausencia de cinismo y socarronería en la historia lo que separa al Garnett de esta película de la obra de Lubitsch y de su discípulo Billy Wilder, por más que, de entrada, sobre el papel, compartan terreno de juego). Elementos dramáticos y formales cuya sabia integración termina por conformar una narrativa sobria y precisa que permite concentrar, en apenas 68 minutos, una abundancia de reflexiones profundas y una matizada riqueza de ideas argumentales y visuales que, aun siendo propia de la era pre-code de Hollywood, no deja de sorprender casi cien años después.

Haciendo gala de ese cosmopolitismo un tanto de cartón piedra propio de las fantasías orientales del cine norteamericano de los años treinta, la película se abre en Hong Kong, en un local para extranjeros en el que, por pura casualidad, un choque de espaldas junto a la barra, se conocen Dan (William Powell) y Joan (Kay Francis, en una interpretación de una franqueza y naturalidad muy adelantadas a su tiempo). El amor instantáneo, y un tanto increíble (por más que el cine no sea, ni deba ser, una herramienta de reproducción o imitación de la realidad, lo cual convierte en virtudes lo que el espectador más básico califica tomar por defectos), se ve prolongado en el viaje en barco que va a llevar a ambos a San Francisco a partir de condicionantes bien distintos aunque con un previsible desenlace común: Dan, capturado por el tosco policía Steve Burke (Warren Hymer), va camino de San Quintín para que se ejecute la sentencia que recayó sobre él en un juicio por asesinato; Joan, muy enferma del corazón, viaja a la ciudad californiana para encerrarse en una clínica en la que puedan salvarla avivando el último soplo de existencia que le queda. El hecho de que cada uno desconozca las circunstancias del otro facilita que la película se aleje de los negros horizontes que acechan su futuro y los acompañe en ese último intento por recuperar y saborear su vida en común, exprimir los momentos felices, deleitarse con las falsas promesas. Así, la película no discurre como un drama en que los personajes rumian con autocompasión la mala jugada de su destino, sino que se convierte en una comedia romántica vitalista con las intenciones de fuga de Dan como motor de la acción, y su amor por Joan como lastre que le retiene para impedirle llevarla a cabo. Este es un factor crucial en la riqueza caleidoscópica del argumento, puesto que es Joan, el amor que ella representa, el deseo de estar junto a ella, la mayor dificultad que afronta Dan para huir del policía que lo custodia, al que cree poder burlar sin excesivos problemas, mientras que para el corazón de Joan, según prescribe el doctor que la acompaña (Frederick Burton), cualquier shock emocional, por ejemplo, descubrir la verdadera identidad de Dan y la condena que le aguarda, puede ser determinante, irreversible, fatal. El amor, su amor, supone para ambos, por tanto, la mayor de las amenazas, una garra adicional al largo brazo de la justicia y a las sombras de la muerte.

Como complemento y espejo de la pareja protagonista, el guion presenta a Betty (Aline MacMahon), una timadora profesional camuflada de falsa condesa para sacarle los cuartos a un estirado inglés con monóculo, y el borrachín Skippy (Frank McHugh), su compinche, viejos conocidos de Dan y con el que, sobre la base de sucesos del pasado acaecidos en Singapur, se sienten en deuda. Pero la asistencia de Betty y Skippy en los planes de escape de Dan para cuando el barco haga escala en Honolulu chocan con el principio de realidad: el policía se siente atraído por la condesa, y la falsa condesa, harta de su vida de mentiras y huidas, se enamora del policía. Así, una trama que podría reducirse a un mero drama romántico y crepuscular en el que unos amantes luchan frente a una invencible adversidad que imposibilita su amor se convierte en una comedia criminal sobre la base de un juego de falsas identidades que, antes que un desenlace fatal, narra el proceso de redención y recuperación vital de todos los personajes (excepto Skippy, contrapunto bufonesco que permanece inalterado de principio a fin: sobre la base de dos secuencias paralelas, una en Hong Kong y otra en Hawai, se muestra la nula evolución del personaje: en ambos lugares logra subir al barco en el último segundo, lanzándose a la pasarela mientras es perseguido y hostigado por policías locales).

Ese contrapunto de enredo de identidades y de comedia criminal logra que el, no obstante, exacerbado romanticismo del filme no resulte empalagoso ni almibarado. Atrapados en la celada de sus respectivos destinos, su puesta en común en forma de una vana promesa de reencuentro (volvemos a McCarey y sus dos versiones de Tú y yo, Love Affair, de 1939 y An Affair to Remember, de 1957) en México, una vez liberados ambos de las oscuridades que los acechan, pone en primer plano esa paradoja argumental del amor como máquina inexorable de muerte para ambos, de puerta cerrada que impide que cada uno pueda por separado salvaguardarse, agarrarse a su última esperanza de vida, el uno mediante la fuga, la otra a través de un largo e incierto tratamiento médico, tal vez, en ambos casos, abocados igualmente al fracaso, pero además, solos. La alternativa, el disfrute de su escaso tiempo juntos, toda una lección de vida, se refleja en la historia de Steve y Betty, en su manera de dejar atrás sus respectivas vidas en los escalafones más bajos de los crímenes más vulgares. Vidas narradas a través de un puñado de pinceladas, sin ninguna épica ni traumatismos del pasado. Todo lo que sabemos es muy vago: Dan mató a un hombre, un canalla, un acto violento contra alguien que a buen seguro lo merecía y por el que ninguna ley justa, probablemente, debería condenarlo; Joan viaja con unos amigos, que aparecen al principio y ya no vuelven a asomar durante todo el metraje, pero no se cuenta nada de su pasado, su familia, su actividad; Betty se siente en deuda con Dan porque este la ayudó en un oscuro e indeterminado lío en Singapur; Skippy es un bufón. Nada más sabemos, pero no importa, porque a la historia no le importa ser verosímil, pero sí creíble. No son carencias de guion, datos fundamentales para instalar la trama en las servidumbres y esclavitudes del «realismo»; es un guion que, simplemente, va de otra cosa: de mostrar el auténtico sentido de la vida, y de lo que, por lo común, el ser humano tarda en darse cuenta de que nuestro paso por el mundo cuenta con un único billete para un viaje de ida.

Esa narrativa sutil queda subrayada por la penetración de la mirada cinematográfica que Garnett confiere a sus planos detalle. Los cigarrillos arrojados a la arena funcionan como excelente metáfora visual de lo que está aconteciendo fuera de campo, la consumación sexual de un amor que se consume. Las copas rotas sobre la barra, motivo visual repetido en dos ocasiones (en una de ellas, además, con una carga adicional como gag cómico), alcanzan una naturaleza casi mágica en el epílogo de la historia, mucho tiempo después de haber abandonado el barco, durante una Nochevieja en Agua Caliente, en México, lugar de la futura promesa de reencuentro de los amantes, cuando la historia adquiere los tintes fantásticos de un romance más allá de la muerte y nos brinda la clave del sentido de la vida. No uno cualquiera. Uno puro, desinteresado, ajeno a condicionantes sociales y materiales. El amor.