Por lo general, salvo alguna noble excepción, no suelo dejarme
entusiasmar por las opiniones de los personajes públicos, pero si caigo en el entusiasmo, si de verdad hocico en lo que cuentan, entonces las hago mías y las defiendo con absoluta firmeza.
Lo mismo podría hacer de las opiniones del panadero de mi calle en el hipotético caso de que sean las suyas las que prendan. Prefiero, las más de las veces, ignorar la persona y centrarme en lo que dice. Obvio al desagradable Cristiano Ronaldo de las ruedas de prensa y de los gestos airados y me quedo con el futbolista completo, con el profesional que marca los goles del equipo que le paga. No me gusta, en ese hilo de las cosas, el Borges que no escribe y me fascina el otro, el que hace las ficciones y construye laberintos. Hay personajes públicos en las artes o en la política que uno intuye odiosos y que respeta por el trabajo que hacen. Van Morrison y Miles Davis, el uno vivo y el otro no, no son individuos de trato alegre, gente sencilla, en fin, todo eso. Tampoco creo que haga falta. Las biografías me parecieron siempre literatura tan arrimadas a la
realidad, de tan escaso afecto a la invención, es decir, a su primordial
ingrediente, que no me llenan. Prefiero la realidad impostada de un
bloguero al que no conozco que la realidad impuesta de un escritor al
que admiro. Suele pasar incluso que me fatiga ese saber que no pido, ese
acudir a la casa y husmear los dormitorios, saberme autorizado a abrir
los cajones y mover las prendas íntimas buscando, más que objetos
previsibles, alguno sorprendente, relevante, útil para fantasear con la
posibilidad de entender mejor los libros de su dueño, la escritura que
vierte. Nunca he sido fácilmente impresionable. Bien quisiera lo
contrario. Abrir de cuajo la boca y permitir que la información recién
adquirida modifique la información antigua, la de las historias urdidas
por un señor del que no conozco absolutamente nada, excepto tal vez una
cara, una adscripción a un movimiento literario o, a lo sumo, un
contexto que me faculte para el disfrute completo de su obra. Las
obsesiones de los escritores son parecidas a las de los lectores. El que
lee, de un modo absolutamente mágico, es también un escritor. Uno
inmóvil. El que nota el peso de las palabras en la cabeza. El que se
siente conmovido o angustiado o violentado por el peso de las historias.
Hay historias que no precisan un nombre detrás, una autoría. Esa
literatura invisible es la que últimamente me interesa más. Tal vez en
eso radique mi creciente interés por buscar blogs en la red y emboscarme
en lo que otros como yo avanzan sobre lo que sienten. Yo mismo,
influenciado por esta repentina inclinación casi arqueológica, he
pensado de repente en cambiar el tono del blog. Hacer una especie de
diario muy falso, muy verdadero, muy personal. Lo mentido, lo real y lo
que resulta de mezclar esas dos texturas de la invención pueden producir
textos interesantes. Iré viendo si alguno mío, una vez releído, me
parece asunto volcado por otro. Como si no me perteneciera. Es más:
ojalá consiga que todo esto que a diario entrego sea, en el fondo, un
material ajeno. Una mentira dirigida. Por otra parte me cansa este
hablar de mí continuamente. Cierto que no poseo a nadie más cerca ni del
que tenga un conocimiento más exacto, pero esto, llevado a un extremo,
no debe ser bueno. Perdonen si molesto.