Fezán es uno de los mayores pasos fronterizos que miles de migrantes procedentes del África subsahariana necesitan cruzar en su larga ruta hacia el norte, hacia la soñada Europa. Este pequeño pueblo en la frontera entre Libia y Níger, además de ser una región rica en recursos, es uno de los puntos donde distintas bandas armadas y mafias son los reyes de las mercancías que se mueven por allí: armas, petróleo, oro, drogas y esclavos. Tanto Italia como la Unión Europea han entendido que, para frenar la situación que se vive más al norte, con miles de personas ahogadas en las costas europeas, hay que cerrar este tipo de pasos. Para ello Italia ha optado por pagar a las autoridades —en este caso, las tribus locales— cinco millones de euros para que sean ellas las que o bien impidan a los inmigrantes seguir avanzando en su travesía o bien los internen en centros de detención recientemente creados.
Para ampliar: “El mito del efecto llamada”, Fernando Arancón en El Orden Mundial, 2018
La lógica aplicada por Italia no es una excepción en la UE. El desplazamiento de las fronteras europeas a terceros países —es decir, la externalización de las tareas de control y supervisión de las fronteras y rutas migratorias a otros Estados— no es algo reciente. Sin embargo, con la llamada “crisis de los refugiados”, ha tomado un nuevo cariz. Si en los años previos la UE ya había dado pasos en esta dirección, tras la llegada de centenares de miles de personas a Europa esta lógica se ha recrudecido. Las fronteras de la Europa actual ya no se encuentran únicamente en el Mediterráneo o en Turquía, sino mucho más allá, en países como Libia, Níger o Senegal.
Antes de las revueltas árabes
Desde sus inicios, una de las políticas claves en la Unión Europea ha sido la cuestión de las fronteras, ya sea internas o con países externos a la Unión. Más allá de su simple control y segurización, los tratados fronterizos siempre fueron un medio para lograr objetivos geopolíticos. El primer gran paso se daba en 1985 con el ahora cuestionado espacio Schengen, tras la ampliación hacia Europa del Este. Con la firma de este tratado, las fronteras internas desparecían para favorecer la libre circulación de personas, pero sobre todo de bienes y mercancías, en 26 países. La contrapartida de esta desfronterización sería un endurecimiento de las fronteras y políticas migratorias con países vecinos de la UE. En España, por ejemplo, ese mismo año el presidente Felipe González aprobaba la primera ley de extranjería y cinco años más tarde mandaba construir las vallas de Ceuta y Melilla.
Poco a poco, la UE iría sofisticando todo el engranaje que permitía mantener unas fronteras controladas a la vez que poco conflictivas. En 2003, con la llegada del nuevo siglo, se inauguraba lo que será en adelante uno de los pilares de la política exterior y seguridad europea: la Política Europea de Vecindad y, poco después, el Enfoque Integral sobre Inmigración. Ambos proyectos, además de crear políticas económicas regionales, endurecían las posibilidades de los desplazados de llegar a Europa y permitían una novedad fundamental: el despliegue de fuerzas militares europeas en terceros países no para desarrollar ninguna operación militar, sino para salvaguardar las fronteras europeas. Por primera vez, la frontera no se situaba solamente en el lugar físico que demarca el territorio europeo y se desplazaba a lugares como Marruecos, Senegal, Libia o Mauritania. El migrante ya no era el que se desplazaba para cruzar la frontera; era la misma frontera la que se movía para frenar a los migrantes desde el propio país de origen.
Para poder llevar a cabo esta externalización, se crearon dos herramientas fundamentales. La primera es el Frontex, la agencia encargada del control y coordinación de las fronteras externas europeas —en otras palabras, la policía fronteriza europea—, cuyas operaciones se extienden desde suelo europeo a países como Senegal o Mauritania, como es el caso de las operaciones Hera. Por otro lado, estarían los acuerdos migratorios. Los principales países del Magreb —Libia, Egipto, Túnez y Marruecos— poseían acuerdos con la UE o países específicos, como Italia o España, por los cuales se garantizaban contratos económicos ventajosos o el pago de una suma de dinero nada desdeñable a cambio de que estos países cortaran el paso de los migrantes africanos a Europa; la Libia de Gadafi, por ejemplo, había recibido en los veinte últimos años antes de su caída un total de 500 millones de dólares de la UE para frenar la inmigración. El control de la frontera quedaba así zanjado mediante una transacción comercial.
Las revoluciones árabes y el fin del equilibrio
Con el estallido de las revueltas del norte de África en 2011, este cómodo equilibrio que mantenía a raya las oleadas de inmigrantes y los intereses económicos de la UE se acabó. La caída de los autócratas Mubarak, Gadafi y Ben Alí supuso no solo el inicio de conflictos violentos que obligarían a miles de personas a exiliarse, sino también el fin de estos acuerdos migratorios. La caja de Pandora se había abierto. La respuesta de la UE a este caos no fue inmediata, pero cuando respondió profundizó aún más la línea que había trazado en los años previos de desplazar el conflicto lo más lejos posible de su territorio europeo. En 2015, pico de la “crisis de los refugiados”, se aprobaba la Agenda Europea de Migración, que se ha traducido en dos cuestiones muy concretas: la nueva firma de tratados de repatriación —que pretenden restablecer los acuerdos migratorios anteriores a la crisis, pero en un contexto mucho más acuciante— y el aumento de cuerpos y operaciones militares en terceros países. Eso sí, ni una palabra sobre el origen de los refugiados: las guerras.
El aumento de cuerpos militares y la seguridad en las fronteras está siguiendo dos caminos. Por un lado, se han creado nuevos organismos, como la Guardia Europea de Fronteras y Costas, anunciada en diciembre de 2015, una nueva agencia semiautónoma dotada de una financiación superior que el Frontex —solo para 2017 se destinaron 269 millones de euros— y mayores poderes de actuación y decisión respecto a los Parlamentos nacionales. Por otro lado, se ha transferido parte de esta segurización a empresas privadas mediante contratos millonarios en los que los abusos y violaciones de derechos humanos no son una prioridad que investigar y perseguir.
Para ampliar: “El negocio de la seguridad en zonas de conflicto”, Clara Rodríguez en El Orden Mundial, 2017
Tras la caída de varios regímenes del Magreb, muchos acuerdos bilaterales se vieron frustrados; de ahí que se haya tratado de poner un parche a esta situación a través de la firma de nuevos memorandos y acuerdos bilaterales. De entre ellos, el primero reformado ha sido el Acuerdo de Schengen. Desde su entrada en vigor, se ha permitido que los países europeos, si lo consideran necesario, vuelvan a realizar controles de pasaporte en sus fronteras nacionales “por un periodo determinado”, que lleva ya desde julio de 2012. Países como Dinamarca o Suecia son ejemplos de esta suspensión de facto de la libre circulación de personas dentro del área Schengen. En cuanto a los acuerdos puntuales con cada país vecino, la mayoría han sufrido importantes transformaciones; para ilustrar estos cambios, debe atenderse a la situación en las tres principales rutas migratorias de Europa.
Las tres rutas
La ruta occidental —el acceso a Europa a través de las vallas de Melilla y Ceuta, las islas Canarias o Cádiz— es quizás la que menos cambios ha sufrido a raíz de la “crisis de los refugiados”, dado que históricamente ha sido la avanzadilla del sistema de fronteras externalizadas. Ya desde los años 90, España construyó las vallas de Ceuta y Melilla e inició las operaciones Seahorse, un conjunto de intervenciones que persiguen controlar la totalidad de la ruta migratoria occidental en lugar de únicamente puntos fronterizos estratégicos. España fue de las pioneras en firmar acuerdos bilaterales en los primeros años del siglo XXI con países de África occidental como Marruecos, Mauritania, Gambia o Senegal, con programas como Plan África, West Sahel o Hera. Desde hace años, la Guardia Civil española y el Frontex operan mano a mano en suelo norafricano con los cuerpos de seguridad de varios países para impedir que caravanas o pateras de migrantes suban hacia el norte internándolos en centros de detención a lo largo de sus rutas. A pesar de considerarse un éxito, no han evitado que sigan llegando personas a costas españolas —en 2017 se alcanzaba la cifra de 22.100 personas— ni que se sigan cometiendo abusos, como los últimos asesinatos de Tarajal.
La ruta central mediterránea es la más transitada y donde más personas se están dejando la vida. Solo en el primer semestre de 2018, 13.808 personas lograron cruzar el Mediterráneo —una cifra sensiblemente más baja que la del año anterior para este periodo: 61.201—. Con la caída de Gadafi, los acuerdos migratorios y el número de cayucos que partían hacia las costas italianas se descontrolaron. Una vez más, Italia firmó acuerdos bilaterales para volver a poner la situación bajo control y desplazar el conflicto lejos de sus costas. En 2017 firmaba con Libia el Memorando de Entendimiento, que establecía el pago de una suma de dinero a las autoridades locales para crear y mantener “centros locales de recepción de migrantes” —de facto, cárceles de esclavos controladas por el Gobierno libio— y la intervención directa en la frontera sur libia. Ante la inestable situación del Gobierno libio y su incapacidad para controlar la frontera sur, Italia ha optado por una intervención directa con la creación del Fondo Italiano para África, con un presupuesto de 200 millones de euros. La ONU también ha decidido tomar cartas en esta frontera en particular y ha desplegado sus fuerzas: una misión dotada con 364 millones de euros para 2018 para la “ayuda al desarrollo en Libia” —o, lo que es lo mismo, la securitización de la frontera entre Libia y Níger—.
Para ampliar: “El largo camino del refugiado: esclavos a las puertas de Europa”, Gemma Roquet en El Orden Mundial, 2018
Italia también trató de restablecer rápidamente los tratados migratorios con Egipto y Túnez, los otros dos países claves en la ruta central mediterránea, tras las revueltas árabes. Con Egipto se mantuvo en términos similares: el Gobierno interino de 2011 aseguró que el acuerdo firmado con Italia en 2009 seguiría vigente, lo que implica la repatriación automática de egipcios en cuanto pisan suelo italiano y una persecución de los migrantes subsaharianos. Túnez también renovó los acuerdos de repatriación y en la actualidad se ha convertido en el destino de muchos refugiados africanos al ser considerado el más estable de los países del Magreb. La consecuencia es que 57.000 refugiados están atrapados en el país con pocas posibilidades de llegar a Europa y muchas de ser expulsados. En Argelia la situación también es alarmante: desde octubre de 2017 se están llevando a cabo expulsiones masivas de inmigrantes. Las autoridades argelinas abandonan a todo subsahariano irregular en el país —incluso los que poseían un negocio en él— en la frontera sur argelina, una franja en medio del desierto del Sáhara a unos 30 kilómetros de la fuente de agua más cercana. De los 14.500 subsaharianos que se calcula que han sido expulsados, pocos sobreviven.
Por último, la ruta oriental, que transita de Turquía a Grecia, se ha visto radicalmente transformada con el sonado acuerdo de la UE con Turquía de 2016. Este tratado suponía el pago de 3.000 millones de euros a cambio de que Erdoğan no solo aceptara la devolución de refugiados, sino que previniera el flujo hacia territorio europeo. El acuerdo contempla que parte del dinero se dedique a financiar la segurización y militarización de las fronteras turcas, incluida la compra de vehículos militares armados, barcos patrulla, torres de vigilancia con sofisticados sistemas de seguridad y la construcción de una valla de 911 kilómetros, que hace la frontera prácticamente infranqueable, a excepción de los tramos más peligrosos —montañas y ríos—. El coste para la UE ha sido elevado, pero ha conseguido que la llegada de refugiados a costas europeas haya disminuido considerablemente, con la consiguiente rebaja en la presión mediática. Además, los abusos y maltratos en la frontera sur o en aguas turcas no dependen de la Unión, por lo que moralmente los europeos pueden dormir tranquilos.
Para ampliar: “La ruta de los Balcanes: cambios en la política fronteriza europea”, Alejandro Salamanca en El Orden Mundial, 2017
¿Hasta dónde se pueden desplazar las fronteras?
La estrategia de desplazar cada vez más las fronteras parece no tener límite de momento; no obstante, la legalidad de estas operaciones, auspiciadas por la Comisión Europea, es difusa. En la actualidad, el Derecho internacional se está aprobando a golpe de memorandos de entendimiento, acuerdos bilaterales puntuales que obtienen carácter de ley fundamental sin haber sido discutidos en los Parlamentos nacionales. A pesar de ello, la UE ha conseguido su propósito hasta la fecha; delegar el trabajo sucio de frenar a los refugiados bajo cualquier circunstancia a cambio de unos millones de euros parece que sale a cuenta. El número de refugiados que logran llegar a Europa está disminuyendo, pero simplemente porque cada vez son más los que dejan su vida a lo largo de esas rutas. Europa opta por una táctica de echar balones fuera y cerrar los ojos ante un problema que no son los refugiados ni las fronteras, sino aquello que obliga a las personas a tener que cruzarlas.
Las fronteras europeas se desplazan hacia el sur fue publicado en El Orden Mundial - EOM.