Las fuentes de la homilía II

Por Alvaromenendez

Cómo preparar las homilías

La homilía como liturgia

El ministerio de la homilía, como ministerio en sí mismo, es diakonía. Esto debe quedar claro, como también debe quedar clara la naturaleza litúrgica de la predicación expresada en toda homilía. Ella es, por tanto, diakonía y leitourgía: servicio cultual. Para exponer todo esto adecuadamente publicaré por partes el artículo que presenté a Don Germán Martínez para el tema Palabra de Dios en la celebración eclesial. Ordo lectionum missae (OLM). Lo veremos en esta y en las próximas entregas.
1 - ¿Es la homilía ‘liturgia’? Planteamiento del problema y análisis de su repercusión eclesial

San Jaime de la Marca,
o san Jaime de Monteprandone
(c. 1394-1476)

El encabezado que preside estas líneas introductorias, formulando una pregunta así, simplemente pretende suscitar interés, remover, introducir a la reflexión, inculcar, en fin, que el ministerio de la predicación es de capital importancia en la vida de la Iglesia. Pero, para dar comienzo a nuestra exposición, será mejor que acudamos al testimonio de un gran santo predicador, san Jaime de la Marca [1]:
«¡Oh regalada y augusta Palabra de Dios! Tú iluminas los corazones de los fieles; tú consuelas a los tristes; tú colmas de bondad a las almas y desarrollas en ellas todas las virtudes; tú arrebatas de las fauces del enemigo a los pecadores, justificas a los impíos, y a los mundanos los haces santos. ¿Dónde te sientes llamado a ser santo? En la predicación. ¿Cuándo te dispones a llorar tus pecados? Acudiendo a la predicación. ¿Cómo te mueves a perdonar las injurias? Con la predicación. ¿En qué instante refuerzas tu voluntad? Al escuchar la predicación. ¿Por qué te hiciste paciente y ganaste tu alma, que se precipitaba hacia el mal? Por acercarte a la predicación. ¿Cómo adquiriste el conocimiento de Dios? Por la predicación. ¿Por qué se mantiene la fe en el pueblo? Por la predicación. ¿Qué extermina la herejía y destierra el error? La predicación. ¿A qué envió Cristo a los Apóstoles? A predicar. ¿Quién siembra la gracia y la virtud en las almas? La predicación. ¡Oh celestial palabra de Dios, más preciosa que el oro! Tú eres el sol que alumbra a toda la tierra».
Más allá de la fuerza retórica con la que vienen cargadas estas palabras, se contiene en ellas una gran verdad. Desgraciadamente, si las llevásemos siempre con nosotros anotadas en un papel, con el fin de releerlas una y otra vez después de cada ocasión en la que escuchásemos una homilía, notaríamos con demasiada frecuencia cierto desánimo, quizá decepción, al comprobar la falta de correspondencia entre lo que acabamos de oír y lo contenido en esta pequeña cita.
Ciertamente, en lo que se refiere a la misma Palabra de Dios contenida en la Escritura, ella posee por sí sola una dynamis que es la acción del Espíritu. Esto significa que estamos ante Dios mismo. Se trata de algo insuperable. Puede decirse que ella –la Escritura proclamada en la liturgia– actúa también ex opere operato. Lo comprobamos con frecuencia: una monición a la lectura de la Palabra, una homilía, una catequesis, siempre se habrán de medir con la Palabra. Ha de estar a su servicio, pues toda predicación es diakonía: está al servicio de Cristo [2], también presente en la Escritura (según la conocida cita de Sacrosanctum concilium 7 sobre los distintos modos de presencia de Cristo en la Iglesia y en su liturgia). Así, toda predicación atiende a las necesidades del pueblo de Dios que escucha. En esto, las palabras de Jaime de la Marca no fallan.
Mas en lo que atañe a la predicación, ¡qué rematadamente mal se lleva a cabo tantas y tantas veces! El desconocimiento de los Padres, de los mínimos rudimentos filosóficos y aún teológicos, la exposición zafia de teorías meramente personales, carentes de toda falta de contraste, la divagación sin objeto, la ignorancia de la teología litúrgica, la esquizofrenia entre ‘lo que se vive’ y ‘lo oficialmente establecido’, la grave y completa desconexión entre lo que se predica y la eucología del día, etcétera. Es más, muchas veces la homilía parece ser la única 'vía de escape' que encuentran algunos para expresar lo que a su individualismo le parece, casi como si por todos los demás flancos uno se sintiera constreñido, asediado y obligado a seguir ‘el patrón de la rúbrica’. Esto, cuando no ya se termina capitulando, para pasar entonces a componer las propias oraciones, a retocar la plegaria eucarística, a sacar la carpeta personal de nuestras redaccioncitas inspiradas en el tiempo libre, e, incluso, a sustituir la lectura de la Palabra de Dios por otros textos, los cuales, para más inri, encima son de baja estofa y literariamente pésimos. No exagero: estos ojos lo han visto y estos oídos –los del que esto escribe– lo han oído: en este Madrid, no hace diez ni quince ni veinte años: en los últimos meses, antesdeayer, podría decirse. ¿Quién controla esto? Si el pueblo fiel estuviera instruido, se dirigiría al sacerdote para hablar con él de lo que acaba de suceder, pero al concluir tales celebraciones, puede ser que nadie haya notado nada extraño. Digo ‘puede ser’ porque en muchos otros sitios sí sucede que alguien se acerca para tan fecundo diálogo. Todos podríamos contar algún caso similar, con anécdotas que se moverían dentro del arco que va desde la simple ocurrencia hasta la falta grave e insostenible. Es curioso que un caldo de cultivo tristemente fecundo lo constituye la celebración de bodas bautizos y comuniones. En esto, las palabras de Jaime de la Marca constituyen un acicate de denuncia y esclarecen un dilema sobre el que pensar nuestra predicación de hoy.
En el fondo, la clave del texto con el que comenzamos está en que la predicación ha de tener siempre el referente objetivo de la Palabra de Dios, desplegada en la Escritura y la Tradición. No por casualidad, en las palabras de san Jaime se observa un nexo esencial: que la predicación siempre ha de estar referida al acontecimiento-Cristo Jesús, el Hijo, Palabra eterna del Padre, y, así, ha de estar inserida en el contexto de la historia salutis. Todo lo demás no es que sea predicación más o menos mala, sino que no es predicación, sencilla y llanamente, en el sentido recto de la palabra.
Esto no elimina la posibilidad de gradación en la calidad de una homilía o de una catequesis. De la monición breve más sencilla a la altura mistagógica de las catequesis de san Cirilo de Jerusalén, hay una distancia, como es evidente. Lo importante es que esa distancia no consista en el error. Dicho de otro modo: siempre tendrá que haber homilías mejores que otras, pero todas habrían de ser buenas. La mejor reflexión teológica, el más elevado discurso catequético, siempre quedarán enanos ante la majestad de la grandeza de Dios. El propio santo Tomás de Aquino, según cuenta la tradición, pretendía quemar todos sus escritos tras la visión mística que vivió el día de la fiesta de san Nicolás –6 de diciembre– del año 1273 [3].
Además, por otra parte, la crítica no puede centrase en lo que nos gusta o conecta mejor con nuestros intereses. Escuchar a otro supone siempre salir de uno mismo, abandonar el criterio personal a la virtud de la magnanimidad, es decir, no ser estrecho de miras. Escuchar es también, en fin, una metanoia. No siempre todo ha de agradarnos ni seguir el dictado de nuestra complacencia, sencillamente porque no puede, como tampoco nuestro interés puede salvarnos. Conviene fijar la mirada en lo absoluto, para no perder el norte. San Juan de la Cruz lo expresa muy bien en sus Cautelas, cuando advierte:
«[…] Aunque vivas entre ángeles te parecerán muchas cosas no bien, por no entender tú la substancia dellas. […] Aunque vivas entre demonios, quiere Dios que de tal manera vivas entre ellos, que ni vuelvas la cabeza del pensamiento a sus cosas, sino que las dejes totalmente, procurando tú traer tu alma pura y entera en Dios, sin que un pensamiento de eso ni de esotro te lo estorbe» [4].
Planteada entonces la cuestión con la que abríamos este artículo, acerca de si la homilía es o no 'liturgia', veremos en el próximo post algunas orientaciones magisteriales que aclararán con creces cualquier duda.

NOTAS [1] San Jaime de la Marca (c. 1394-1476). La Iglesia celebra su memoria el 28 de noviembre. Sus restos reposan y se veneran en la iglesia de Santa María Nova, en Nápoles. [2] Cf. CIC cc. 528 § 1; 767 § 2; son referencias expresas, pero ver también el tenor de los cánones 762-764).

[3] Respecto a lo de pretender ‘quemar’ sus escritos no hay claridad, lo que sí es cierto es que tras ese día le fue imposible seguir escribiendo: «Después de lo que el Señor se digno revelarme el día de san Nicolás, me parece paja todo cuanto he escrito en mi vida, y por eso no puedo escribir ya nada más». Murió tres meses después. Como apunta Frederick Copleston: «Aunque no permitiera su devoción y amor que se manifestaran en las páginas de sus escritos académicos, sus éxtasis y su unión mística con Dios en sus últimos años testimonian el hecho de que las verdades sobre las cuales escribió fueron las realidades por las cuales vivió». Frederick Copleston s. i., Historia de la Filosofía, vol. II: De san Agustín a Escoto, Ariel, Barcelona 21974, p. 300. [4] San Juan de la Cruz, Cautelas, § 9. El santo carmelita dejó escritas nueve cautelas, tres por cada uno de los enemigos del alma; pertenece la que citamos a la tercera cautela contra el mundo. En Id.Obras completas, edición crítica de Lucinio Ruano de la Iglesia o. c. d., BAC, Madrid 2002, p. 183.