El día después del nacimiento, cada niño recibía una caja de bienvenida del Gobierno. Dentro, pañales, su DNI cumplimentado con la foto que les hacían en la maternidad aún con carita de susto y una bolsa de loneta, vacía, que debían devolver al Ministerio de las Personas al cumplir la mayoría de edad.
La bolsa debía estar siempre cerca, dentro o fuera de casa, en vacaciones o en días normales, bajo ningún concepto podía estar a más de 50 metros del niño. Al principio era fácil, la bolsa vacía no suponía un incordio pero crecía sin parar y llevarla ya no era tan sencillo. Cada mañana era un poco más grande que la anterior, se iba llenando al tiempo que los ciudadanos entristecían.
El día que se cumplían los dieciocho años, un funcionario del Ministerio de las Personas, llamaba a la puerta. Daba lo mismo que estuvieran en casa o de vacaciones, en el país o en el extranjero, a las ocho en punto, ni un segundo antes ni un segundo después, tres golpes secos en la puerta y un señor con traje negro qué pedía amable, pero firmemente, la bolsa.
El cumpleañero hacía la entrega y mientras el funcionario cargaba con la bolsa, el recién estrenado en la mayoría de edad se volvía gris y comenzaba a deambular por las calles como un autómata.
Los padres, conocedores del triste futuro de sus retoños, intentaban sin éxito que las bolsas no se llenaran haciendo vanos esfuerzos porque nadie sabía qué atrapaban entre sus fibras. En un país de personas grises, con edificios grises y calles grises, sólo de las grandes fuentes del Ministerio manaba agua con los resplandecientes colores de los sueños robados, esos que llegaba en bolsas de loneta y se almacenaban en grandes depósitos para surtir las fuentes.