Las garrapatas

Por Expatxcojones

Una de las multas que nos pusieron con D, BCN, 1997. expatriadaxcojones.blogspot.com


calle Arizala, Barcelona
Nos conocíamos de mucho antes —fuimos al mismo colegio— pero no fue hasta empezar yo la facultad que nos hicimos amigos. Fue gracias a un encuentro fortuito. No con él, sino con otro chico, Albert, que también había sido compañero de clase. Coincidimos un día en el tren de cercanías. Me contó que todavía estaba en la escuela, repitiendo el último curso.
—Por suerte, no estoy solo —me dijo —Voy con D, que también ha repetido.
D es un tipo listo pero nunca fue estudioso. Como algunas de las asignaturas que más le costaban, eran precisamente las que a mí se me daban mejor, le dije que le ayudaría con los exámenes finales. Empezamos a quedar los dos solos. En su casa. Por las tardes. Hablábamos de literatura, filosofía e historia. Pero no únicamente de eso. Las conversaciones acababan siempre derivando en temas más personales. Hasta que pasó lo que tenía que pasar. Mil días después de besarnos por primera vez, a mí me ofrecieron un contrato en la tele y fue entonces cuando se lo propuse.
—¿Podríamos irnos a vivir juntos?
Accedió. Y buscamos un piso acorde a nuestras posibilidades. Lo encontramos en la calle Arizala, que debe su nombre a María Pilar Martínez Arizala. Señora de la cual se sabe bien poco. Sólo que era una aristócrata de la época, propietaria en el S.XIX de los terreros donde ahora se ubica la calle que lleva su nombre y, también, de sus alrededores. Hay otra Martínez Arizala que aparece citada en muchos documentos. Su nombre es Elena Sanz. Dicen las malas lenguas que de todas las cortesanas, la única que conquistó el corazón del rey Alfonso XII fue esta cantante lírica. Pero nada indica que ella tuviera relación alguna con esta calle. Y si la tuvo, se desconoce.
En fin. Para conseguir que nos alquilaran el piso necesitábamos un aval, que nos hizo muy amablemente el padre de D, porque al mío ni se me ocurrió preguntárselo. ¿Para qué? Siempre nos decía que no contáramos con él para esas cosas. Que a él no le habían regalado nada en la vida, que todo lo que tenía era porque se lo había currado y que nosotras debíamos hacer lo mismo. De hecho, hay una frase que repetía siempre que tenía ocasión.
—Los hijos son como garrapatas, sólo te chupan la sangre.
Con este currículo, estaba claro que él no me iba a ayudar y, por eso, no se lo pedí. Lo que sí le pedí a mi madre es que me diera todo aquello que pudiera. Ollas, platos, vasos, cazuelas, pero también sábanas, mantas, manteles… Necesitaba de todo y, después de lo que le habíamos adelantado a los de la inmobiliaria, nos habíamos quedado prácticamente sin un duro.
La calle Arizala se encuentra en el barrio barcelonés de Les Corts. Me acuerdo que, estando de pie en el portal, metía la llave en la cerradura y podía ver —sólo bastaba con girar el cuello ligeramente a la izquierda— el Camp Nou, que quedaba a unos cincuenta metros de nuestra casa. No así desde el interior del piso, que era pequeño, cutre y apenas tenía vistas.
Formaba parte de una finca vieja y no muy grande. La escalera —pues no teníamos ascensor—era estrecha, oscura y fea. Solo un piso por rellano. Cuatro o cinco plantas como mucho. Nosotros vivíamos en la segunda. Apenas cincuenta metros habitables.
Estaba amueblado pero no se habían gastado mucho dinero. Fórmica barata y sin ningún encanto. La cama y el armario de la diminuta habitación, la única de la casa dónde entraba la luz. La mesa y la estantería del comedor, más pequeño que una caja de cerillas. Aparte de eso, teníamos una cocina —vieja y todavía más fea si cabe—, un pequeño baño y una galería para tender la ropa.
Ahora, con el tiempo, lo pienso y no me explico porqué lo alquilamos. Supongo que fue una mezcla de inexperiencia y falta de dinero. Éramos una pareja de jóvenes ingenuos jugando a las casitas. Entonces, me parecía estupenda. Era mi casa, la que yo pagaba con mi sueldo, aunque se tratara de una pocilga en un barrio periférico de la ciudad.
De la época en que viví allí recuerdo dos cosas. La primera, que iba a comprar al mercado de Collblanc con mi amiga Sandra, que vivía cerca y quien me enseñó cuáles eran los mejores puestos. El gusto por los mercados lo heredé de mi madre, que siendo yo una niña, me obligaba a acompañarla los sábados por la mañana a hacer la compra semanal. Ahora, hago exactamente lo mismo con mi familia.
La segunda cosa que no he olvidado, es que salía a correr por las calles adyacentes. Todo un espectáculo porque lo hago fatal. No tengo gracia alguna y se me pone la cara roja como un tomate pasados los cinco primeros minutos de esfuerzo. Nunca más he vuelto a hacerlo. Pero entonces no me llegaba para pagar la cuota del gimnasio y era la única manera de estar en forma.
Irnos a vivir juntos fue el principio del fin. En apenas un mes rompimos y lo hicimos — bueno, lo hice— de la peor manera que puede hacerse.
Una noche, todos los que formábamos el equipo de los informativos fuimos a cenar a un restaurante. Estaba en las afueras. Tenía jardín y piscina. En la sección de internacional había un chico de mi edad. Más que guapo, atractivo y muy inteligente. Acabé en el agua con él. Luego, me acompañó a casa. Y nos enrollamos. Llegué que estaba amaneciendo. D me estaba esperando despierto. Cabreado. Puta fue la palabra más bonita que me dijo, pero me llamó de todo. Me lo merezco. Al día siguiente, recogió sus cosas y se fue. Volvió a casa de sus padres dejándome sola en ese cuchitril.
Después de ese fatídico día, la mayoría de las noches las pasaba con el chico de internacional. Era todo un casanova. Amante experto y entregado, tenía alquilado un diminuto estudio en la Plaza Sant Jaume. Me hablaba francés en la cama mientras de fondo sonaba música brasileña. Gracias a él descubrí a Joao Gilberto y María de Bethania. También, la comida japonesa, por aquel entonces poco conocida en la ciudad y de la que hoy soy una adicta empedernida.
La aventura duró poco. Lo que dura el verano. Se acabó el contrato. Se acabó el sexo. Pero tuve suerte, mi jefe quedó contento conmigo y me recomendó a un conocido suyo, también periodista, encargado de montar una nueva televisión local en la ciudad. Me presenté al casting, superé la prueba y conseguí otro contrato, esta vez indefinido. Decidí dejar ese agujero y compartir piso con otras chicas. Mientras buscábamos algo que nos gustara, me instalé temporalmente con mi amiga Chime.