“¡Nos han desangrado, los muy cabrones! ¡Nos han quitado todo lo que teníamos y no solo a nosotros, sino a nuestros padres y a los padres de nuestros padres!” Decidido a expulsar a los romanos de su patria, Reg, el líder del Frente Popular de Judea, pregunta: “¿Y a cambio, los romanos qué nos han dado?” Cuando sus seguidores enumeran la herencia de la civilización romana, Reg insiste: “Bueno, pero, a parte del alcantarillado, la sanidad, la enseñanza, el vino, el orden público, la irrigación, las carreteras y los baños públicos, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?”…
“Nos han dado el concepto de guerra civil”, podría añadir David Armitage, colándose en este gag inolvidable de ‘La vida de Bryan’. “El legado de Roma al mundo no consta únicamente de columnas y capiteles, anfiteatros y acueductos, leyes y la propia lengua latina – escribe el historiador británico en ‘Las guerras civiles. Una historia en ideas’ – . Entre lo más duradero y más inquietante de ese legado se encuentra el concepto de guerra civil”. La ‘stasis’ griega precedió a la `bellum civile´ romana, pero compararlas es imposible, esencialmente, por una cuestión de escala.
Poco tienen que ver los conflictos internos de las polis griegas con las grandes guerras que destruyeron la República romana. La primera referencia escrita conservada es de un discurso de Cicerón del 66 a.C, y aunque César dedicó un libro a la guerra que le llevó al poder su título fue muy posterior. Acostumbrados a masacrar al enemigo, los romanos sabían que en esta guerra la victoria se lograría matando a padres y hermanos. “Para muchos romanos, la guerra civil seguía siendo la guerra que no se atrevía a decir su nombre”, como si así dejase de existir.
Con la llegada del Imperio, la guerra civil sería la enfermedad de la República; con la del Cristianismo, el pecado de los impíos. Esta visión de la guerra civil como el mal del enemigo continuó en la Europa Moderna, cuando los republicanos la atribuyeron a las monarquías absolutas. Si la revolución (útil) aún tiene un halo de idealismo y esperanza, la guerra civil (estéril) se vincula a una violencia absurda. Y, sin embargo, “el núcleo de la mayoría de las grandes revoluciones modernas fue la guerra civil”, afirma Armitage, invitándonos a revisar tanto la Guerra de Independencia de EE.UU. como la Revolución Francesa.
De las 484 guerras libradas entre 1816 y 2001, 296 fueron civiles, aunque no siempre sus contendientes lo admitieran. La estadounidense (1861-1865) no se definió oficialmente así hasta 1907: los derrotados confederados se sentían ciudadanos de otra nación. Y en los relatos inmediatos de la española, vencedores y vencidos solo coincidieron en negar lo que fue. Aunque la definición oficial de la peor de las guerras (“conflicto armado que no sea de índole internacional”) sea más clara en la teoría que en la práctica, Armitage sentencia: vivimos en “un mundo en guerra civil”.