Mientras tú duermes, en la otra parte del mundo hay al menos una persona que piensa en ti.
Es medianoche y tañen las campanas desde lejos. Se oye porque la ciudad está tranquila, y el sonido viaja con el viento del oeste. En una habitación, mientras marcan las doce, una niña decide quién quiere ser cuando sea mayor. Está exaltada: ha estado toda la tarde llenándose la cabeza de pajaritos, pero al final se fueron y quedaron las huellas de sus patitas, y con las huellas surgió la idea de hacerse exploradora. Busca en el desván de la antigua casa en donde vive y encuentra un sombrero color caqui de ala ancha. Se lo prueba ante el espejo y se dice ¡hola! a sí misma, muy feliz. Lo siguiente que encuentra son unos antiguos prismáticos. Pesan mucho. Mira a través de ellos, pero por el lado equivocado, y se marea. Se ríe de su propio error y se tapa la boca para que los papás, que duermen, no la descubran andando por la casa a medianoche. La niña coge sus tesoros y se acuesta con ellos y en unos segundo, plácida, se duerme.
Al mismo tiempo, en Kazán dan las cinco. El hermano mayor se despierta con el cantar del gallo. Sale al corral y recoge los primeros huevos frescos para el desayuno, y al pasar va acariciando una a una a las gallinas pardas que duermen sobre postes de madera. El sol se asoma poco a poco y el hermano mayor reza: porque la chica del kiosco mejore, que tiene la gripe, porque su padre consiga hoy un trabajo al fin en la capital, porque los huevos queden como más le gustan, con la yema cremosa para poder bebérsela con pimienta y sal, y también porque el señor Karachi reciba por fin la lana de la estepa y pronto su madre pueda tejer jerseys para todos, porque el que tiene ya le viene pequeño y por las noches pasa frio. El hermano mayor siempre está pensando en las cosas que podrían ir mejor, pero al contrario que su papá, que siempre quiere quejarse (que si el gobierno, que si el precio de la gasolina, que si la espalda), él prefiere rezar. Todas las mañanas el hermano mayor pasa por delante de las cúpulas azules de la iglesia de la Anunciación y se dice que algún día él quiere poder tocarlas, porque le parece que son del color del cielo.
A las siete la ciudad de Ho Chi Minh es un hervidero. Nadie sabe que son las siete, porque en la antigua Saigón se perdieron los relojes que trajeron los americanos y los chinos, y ahora solo le hacen caso al gran astro que ilumina desde lo alto los templos. Maitena Caimán había pensado en ir a Cholon esa mañana, porque le habían dicho que solo allí podía encontrar las plantas que venía buscando desde Occidente. El anciano señor Minh le había aconsejado que cogiera una moto de alquiler para llegar temprano, pero de repente se había hecho de día y Maitena Caimán decidió que las plantas podían esperar un día más, que si había llegado hasta allí era por una razón diferente, que las plantas eran la excusa de algo más grande que tenía que venir. Maitena Caimán siempre tenía esa sensación de providencia divina. Por las noches soñaba símbolos que se manifestaban durante las horas de sol, soñaba rostros que se le presentaban en la calle y a veces (que no todas) soñaba conversaciones, que recordaba al pie de la letra al día siguiente. Cuando era pequeña, Maitena Caimán se asustaba de saber antes que todos los demás las cosas que iban a pasarle, pero poco a poco había aprendido a darle un sentido y por lo pronto podía considerarlo un don. Las calles de la antigua Saigón estaban a reventar de ruido, de olores, de gestos insinuados, y también de horas vacías de contenido, pero llenas de papel cartón. Maitena Caimán entendía las razones y, como siempre, antes que nadie.
En la isla Rawaki, a las once en punto de la mañana, una tortuga sale del agua y se pasea lentamente por la arena. La tortuga, que se llama Mawi (en su idioma significa “la que llega despacio”) lleva tres días y tres noches nadando entre los atolones y los corales, y ha notado que esta vez están un poco más blancos de lo normal. Con su hociquillo acarició los arrecifes y también los notó más puntiagudos, como si estuvieran perdiendo masa, y se entristeció, porque aunque fueran tímidos y taciturnos, los corales habían estado ahí siempre, invariables, y nunca habían cambiado un ápice (acaso, en los cien años que se conocían, había tenido pequeños coralitos que iban uniéndose a los esqueletos de sus bisabuelos y tatarabuelos para poder seguir creciendo). Mawi la tortuga pensó cuánta pena le daba que las cosas cambiasen, si ya estaban bien antes. Y después se prometió que ella nunca cambiaría.
En Dallas, sin embargo, las cosas sí iban a cambiar. George Wells estaba regando su jardín al salir del trabajo, justo a la seis, como hacía cada tarde desde que se casó con Margaret y se fueron a vivir a las afueras. Las petunias estaban espléndidas aquel año y no quería que se le marchitasen antes de tiempo. El jardín de George era la joya del barrio, y todos los vecinos vienen para admirarlo a menudo, y así además aprovechan que a George le encanta ser un buen anfitrióny siempre les invita a bebidas y a galletitas saladas con formitas de peces y de estrellas. Los vecinos de George Wells parecen amables, y en verdad lo son, pero Margaret, su esposa, a veces piensa que siempre tratan de esconderles algo y no entiende por qué. Una vez Margaret les pilló observándoles desde la ventana, mientras George y ella tomaban el té en el jardín. Sus miradas se cruzaron y ella vio la chispa. Pero cuando Margaret se lo cuenta a George, él solo se cruza de brazos y replica: tú y tus paranoias, yo y mis flores. Una mañana las petunias habían desaparecido y George también. En la casa de enfrente un camión de mudanzas recogía los muebles abandonados.
Mientras tanto la noche cae en la isla de Praia, a las diez y un minuto, pero el calor sigue sofocándolos a todos. Las paredes blancas han absorbido la luz del sol durante toda la jornada y ahora parece que siguen reluciendo en la noche, bajo la tenue luz de luna. La chica se despereza en la cama. Se llama Azucena, pero el chico siempre le dice Não en modo cariñoso, porque ella no sabe decirle a nada que no, y ya se ha convertido en un juego entre ambos reirse de estas cosas. El ventilador gira y gira y hace ese ruido metálico de cuando se corta el aire espeso, pero el chico tiene hoy un cosquilleo en la tripa, el que siempre le sobreviene cuando Não le habla de sus sueños de niña, y entonces él imagina que algún día tendrán una pequeña Não con ellos, que jugará con las cosas del desván de la familia y hablará el creolé con la abuela durante las vacaciones en Ponta Verde, y tendrá el pelo rizado como ellos. Al chico le dan ganas de hacer esa nenita ahora mismo, pero Não está dormida y él se llena de ternura al verla musitando en sueños, con la comisura de los labios abierta y la piel brillándole. Él le hace cosquillas primero, muy suaves, sobre la barriga. Se imagina que el bebé está dentro ahora mismo y entonces también le da un beso sobre su piel color arena. Apoya su mejilla sobre su ombligo y nota su profundidad. Se le cierran los ojos. Y entonces algo se mueve.
Un día en el mundo está lleno de esas pequeñas cosas. Y a eso, amigos, se le llama vivir.
Te interesa también...
- Día 24 – El desierto
- Día 23 – #VeoVeo1: El aroma de la poesía
- Día 22 – Laluna
- Día 21 – El mango
- Día 20 – Te lo deseo
If you enjoyed this post, make sure you subscribe to my RSS feed!