Las inacreditables historias de Gonzalo Gonzáles Taboada: Investigador Culinario. Vol. 1.

Por Quelacosanoquedeenpicada

Hoy es el cuarto día de la expedición, Taboada está exhausto, el frío y el viento son inaguantables. A cada paso la cima parece más lejana. De noche en su carpa de uno cuarenta por dos metros, sueña con su colchón, su cama, su cuarto, su dos ambientes, su calle Rincón, su Constitución, su Buenos Aires.
Qué lejos se ve todo eso, aún más lejos que el monasterio de Drepung. Taboada es un tipo solitario. Se podría decir que no es el más sociable del mundo. Mucho se debe a que cada vez que conoce a alguien, sabe que le van a preguntar a qué se dedica.
Porque la leyes sociales así lo establecen. En cualquier evento social, cuando te presentan a alguien, lo primero que preguntan es en nombre y lo segundo nunca es si coleccionas llaveros, ni si tenías un amigo imaginario en la infancia o si algunas vez intentaste ir hasta uno de los extremos de un arco iris a ver que había. Taboada siempre pensó que cualquiera de esas respuestas cumpliría mejor el objetivo de conocer más a una persona. Pero no, la gente nunca hace preguntas de ese tipo. Siempre quiere saber cual es tu profesión. Y explicar eso para Taboada no es tarea fácil.
Taboada sabe de comida, pero no es chef. Sabe aplicar el proceso científico pero no trabaja en un laboratorio. Busca la verdad, pero no es un abogado.
Es un investigador privado, pero no deja que nadie lo contrate.
El trabaja sobre sus instintos. Sus sentidos. Su estomago.
Gonzalo Gonzáles Taboada es investigador culinario. Y de los mejores. Siempre está atrás de una pista. Su olfato es sigiloso y su lengua puede diferenciar la manteca de la margarina con solo lamer el envoltorio. Uno de sus casos más conocidos fue encontrar a Michael Whitaker, bisnieto de Dorothy Whitaker, quién fue no más ni menos que la primera en tirar un fideo contra un azulejo para ver si estaba pronto. Taboada es un tipo que llega a las fuentes. Dentro de su curriculum también se encuentra el caso Soviético. En el cual, en plena guerra fría, logró descubrir que la ensalada rusa, en Rusia se llama ensalada primavera.
El caso que hoy lo deja sin dormir comenzó a más de un año. Taboada estaba en su despacho investigando sobre una tribu indígena del noroeste de África, quienes desarrollaron una mutación genética que les permite cortar cebolla sin largar una lágrima. El caso no era tan jugoso, pero Taboada sabía que si lograba capturar el ADN de uno de estos indígenas, transformarlo en una solución y envasarlo, vendería millones. Eran más de las tres de la mañana, Taboada se encontraba trabajando en el caso Lagrimales Inmunes cuando recibió un sobre por debajo de la puerta. Se apresuró a abrir las ocho cerraduras, pero cuando salió al pasillo ya era demasiado tarde. El mensajero misterioso se había ido. De vuelta en su escritorio, Taboada abrió el sobre. Dentro tenía un papel con una sola línea escrita:
- “El mejor asado no habla castellano.”
Al principio Taboada pensó que era una broma, hasta soltó una carcajada. Pero dejó de lado el sobre y continuó investigando sobre los antillorones del África.
Una semana pasó hasta recibir el segundo sobre. De la misma manera miseriosa y a la misma hora. Esta vez la frase decía.
- “El mejor asado es chino.”
El segundo sobre confirmaba el primero. Hasta le daba más pistas. Taboada ya no podía hacer la vista gorda, debía investigar.
A primera hora de la mañana se tomó el colectivo que va por Av. Libertador. Se bajó una antes, caminó un poco, sacó la entrada, comenzó a recorrer el parque, a darle de comer a los peces y a entrevistar a algunos trabajadores del lugar.
Solo después de tres horas se dio cuenta que estaba en el Jardín Japonés, no Chino, y que allí no iba a conseguir muchas pistas. Así que decidió salir inmediatamente hacia una zona que seguro le sería más fructífera.
Se bajó en Barrancas de Belgrano y comenzó a caminar por el barrio Chino. Recorrió todos los restaurantes y para no despertar sospechas, comió un plato en cada uno. En total comió más de dos kilos y medio de arroz y treinta y dos empanaditas chinas. Pero en ningún menú había Asado.
Volvió a su departamento de la calle Rincón, a descansar un poco porque el sueño post comida se estaba adueñando de él. Antes de llegar a la casa, pasó por el videoclub cercano y se alquiló todas las películas de Van Dam, como para entrar en clima con el caso. Después de ver la primera media hora de película, durmió quince horas seguidas, que fue más o menos lo que tardó en hacer la digestión. Lo despertó un golpe en la puerta con otro sobre.
- “El mejor asado es chino, chino. De China, posta.”
Medió dormido todavía habló solo:
-“Claro, ¿cómo no me di cuenta antes?, tengo que ir para allá cuanto antes.”
Al otro día fue a la tintorería de la cuadra a hablar con su amigo Javier. Javier era su nombre argentino, que le dieron cuando inmigró a mediados de los noventas. Taboada le contó de los sobres y Javier se ofreció a darle el contacto de su primo que trabajaba en la embajada China en Buenos Aires a cambio de un lavado a seco de la ropa que Taboada llevaba puesta. Cosa que le pareció razonable y además le venía bien, porque sabía que en el mundo burocrático tener buen aspecto, ayuda.
Así fue que llegó a la embajada preguntando por el primo de Javier. Explicó el caso y en menos de dos horas tenía la visa y un pasaje ida y vuelta. Resultó ser que el primo de Javier era un amante del asado criollo y necesitaba saber tanto como Taboada si la hipótesis era verdadera.
El vuelo duró treinta y tres horas y veintidós botellitas de vino tinto. Finalmente el avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Shangai. A Taboada no le gusta esperar por su valija, así que decidió viajar con equipaje de mano. Tomó un autobús que lo llevó al centro de la ciudad. Los nombres de las calles eran imposibles pronunciar, por lo que Taboada llegó al hotel gracias a su poder de comunicarse con ademanes.
Después de tomar una ducha, bajó al lobby del hotel y preguntó sobre un restaurant que sirvan el mejor asado del mundo. El funcionario del hotel quedó perplejo, gritó algunas palabras en Chino señalando hacia la puerta para que se vaya. Taboada así lo hizo y tras caminar unas cuadras, escuchó un timbre de bicicleta. Al principio no prestó atención. El segundo timbrazo estaba cada vez más cerca, Taboada decide hacerse a un lado de la calle. El tercer timbrazo ya le molestó, cuando se dio vuelta para insultar a quien sea, la bicicleta lo atropelló. Taboada, la bicicleta y el chino cayeron para lados diferentes. Taboada enfurecido se levantó para golpearlo, cuando lo tenía de las solapas de la camisa, el chino soltó una palabra:
- “Asado.”
Taboada detuvo su puño a mitad de camino y el chino repitió.
- “Asado, asado.”
“Sí, asado! ¿Qué sabes de eso pibe?” Evidentemente lo que sabía muy poco de español, por lo que le hizo señas para que lo siguiera. Taboada lo siguió hasta el fin de la calle, dobló a la derecha, luego a la derecha y luego a la derecha, llegando al mismo lugar donde estaban. Lo cual hizo enfurecer todavía más a Taboada. Cuando lo agarro nuevamente de las solapas, el chino dijo.
- “Es para despistar.”
Luego golpeó una puerta cuatro veces y maulló tres. La puerta se abrió, una escalera los llevó hasta un sótano oscuro y con goteras. El chino entró a una puerta y le dijo a Taboada que espere en el pasillo. Taboada no entendía mucho, pero su olfato le decía que estaba en el camino correcto. Después de unos minutos la puerta se abrió y Taboada entró a una habitación más oscura y con más goteras aún. La única luz apuntaba al rostro de un anciano vestido de kimono que estaba intentando atrapar un grillo con un hisopo.
- “Típico, pronosticaron lluvia y yo me dejé el paraguas en casa.” Dijo Taboada para cortar el hielo.
- “Bienvenido Sr. Taboada. Siéntese por favor. Escuché que usted está buscando algo.”
- “Sí, ¿quién es usted? ¿Qué sabe del asado?”
“- Calma Sr. Taboada. Todo a su tiempo. Si quiere respuestas, va a tener que ganárselas.”
- “¿Ganármelas? ¿A qué se refiere?”
El viejo sacó un mazo de cartas y dijo:
- “Un partido a treinta, sin jardinera. Cortá, vos sos mano.”
Taboada seguía atentamente las manos del anciano, no sea cosa que le vengan a meter la mula justo a él.
Recibe las cartas: Un tres de oro, un siete falso y un sota.
Juega el sota.
El anciano canta envido. -“Envido-envido.” Apura Taboada. El anciano no se arriesga y la deja pasar. Dos puntos para Taboada. El anciano juega un tres y un seis de copas. – “Truco, quiero retruco, quiero.” Taboada coloca las dos cartas una exactamente encima de la otra. El anciano corrobora con su dedo que la carta de abajo mata su seis. Taboada sonríe. “- Quiero vale cuatro.” Taboada miró profundamente en los ojos del anciano. No podía ver mucho por la falta de luz y el agua cayendo del techo sobre su frente.
–“Quiero.” El anciano jugó las cartas sobre el mazo. Primera mano, seis puntos para Taboada.
En la segunda mano el anciano ligo tanto y Taboada tres sotas. El partido fue más parejo de lo pensado. Taboada ganando por cinco, después el ansiando entrando a las buenas con tres punto arriba por un vale cuatro no querido. Así llegaron a estar veintisiete a veintinueve.
Le tocaba repartir a Taboada. El anciano sonríe con la primera, con la segunda y no tanto con la tercera. El chino juega un seis de basto. Taboada canta envido. – “Real envido. Falta envido. Treinta y tres. Me ganaste de mano.” El anciano se levantó para festejar su victoria mostrando sus cartas, sin recordar que solo había ganado un punto que era lo que separaba a Taboada del triunfo. El anciano dejó ver sus otras dos cartas: un siete de copas y un caballo. Taboada sonrió. Los suyos eran de espada y además tenía el ancho.
Entre llantos, el anciano explicó a Taboada como llegar al monasterio de Drepung, en lo alto del Tíbet.
En el cuarto día de la expedición, Taboada está exhausto, el frío y el viento son inaguantables. Taboada y el chino, que se ofreció a acompañarlo a cambio que le enseñe a jugar al truco, continúan subiendo la cuesta. Una ráfaga de viento golpeó la montaña. El cielo se despejó y entre dos nubes apareció el monasterio. La cara de Taboada se iluminó. Sabía que estaba cerca. Infló su pecho de aire. Olía a verdad.
Llegaron al monasterio justo a la hora del almuerzo. Una vez dentro, el chino hizo las veces de traductor. El monje les dio las bienvenidas y los invitó a comer con ellos.
Taboada aceptó. – “Preguntale que hay de comer.” El chino preguntó y recibió la respuesta con una sonrisa. Taboada no precisaba saber más.
Entraron al salón comedor. El olor a carbón, humo y carne invadían el recinto.
A Taboada se le hacía agua la boca. Lo que había sido un murmullo de gente ahora era silencio. Todas las miradas estaban sobre Taboada y su compañero de viaje. Ellos saludaron y se sentaron a la mesa. La primera porción de asado fue para el monje principal, la segunda para Taboada. No lo podía creer. Lo que podría ser el mejor asado del mundo estaba frente a sus ojos. Dio el primer bocado. El punto justo, cocido y hasta medio crocante por fuera, jugoso por dentro. Tal como lo decía la carta. Taboada no necesitaba masticar para que la carne se deshaga en su boca. Fue ahí cuándo se dio cuenta que solo había tenedor y cuchara para comer. Cualquier cuchillo estaba de más. Taboada comió su porción y pidió repetir tres veces. Era verdad, todo era verdad. La textura, el aroma. Nunca había comido un asado así. Era una verdadera explosión de sabor. Cuando estaba terminando su tercer plato, sonó una campanada. Todos en el recinto se levantaron y miraron hacia la puerta de la cocina, Taboada también. Las puertas se abrieron y salió un monje gordo con un delantal blanco manchado de grasa y cenizas. Ante el gesto de reverencia de todos sus compañeros, el monje gordo dijo:
- “Un aplauso para el asador, no sean culeados.”
La ovación fue masiva.
Para la sorpresa de Taboada el asador era el gordo Toti, un cordobés de Río Tercero, que se había rajado de la Argentina justo antes del quilombo del corralito.
Los dos se quedaron entre Fernet y Fernet, contando cuentos hasta altas horas de la noche. Así fue que Taboada desmitificó que el mejor asado del mundo en verdad era chino, pero de Río Tercero.
Fotografía: Damián Nuñez.