La semana pasada se publicaron dos interesantes entrevistas en la sección de "Cultura" de El País: la primera, a José Manuel Caballero Bonald; la segunda, a Jorge Herralde. Ambas contienen declaraciones que merecen consideración. Me detengo en estas frases del autor de Entreguerras: "-¿Lee novedades? -Pocas, pero me alarma que se esté llevando a los altares a escritores que confunden la literatura con la crónica de sucesos. Nuestra literatura está plagada de mediocres encumbrados. Pasa como con los políticos. Hay mucho fantasmón en funciones de líder. También hay muchos equívocos a la hora de enjuiciar a escritores... -¿A quién? -A Gil de Biedma, por ejemplo, aunque en otro sentido. Gil de Biedma es un gran crítico de la cultura, pero un poeta menor, de alcance verbal muy limitado. Los grandes poetas de esa época son Valente y Barral. -¿Y Claudio Rodríguez? -También. Sobre todo, el primer Claudio Rodríguez. Y pare usted de contar". Para atender a los juicios de Caballero Bonald, hay que superar una primera contradicción: lee pocas novedades, pero se considera autorizado para juzgar lo que se escribe hoy. Para saber lo que de verdad está pasando, en la poesía como en cualquier otro ámbito literario, hay que leer muchas novedades y seguir releyendo a los clásicos. El conocimiento del medio exige que se tenga un pie en la actualidad y otro en la historia. Pero, suponiendo que lea las suficientes novedades como para que su juicio no sea una mera boutade, y dando por descontado que conoce bien a los poetas de los que está hablando —al fin y al cabo, son los de su generación—, vale la pena prestar oído a su peritaje. Que abunden, tanto en literatura como en política, los mediocres encumbrados no es extraño: es lo normal. Siempre ha sido así y sospecho que lo seguirá siendo. La mediocridad de los autores corresponde a la medianía de los ciudadanos. Para gustar a muchos, hay que corresponder a su perfil, y ese perfil, me temo, no es exquisito. La lista de preferencias de Caballero Bonald, como cualquier otra opción estética -como también la que voy a formular yo a continuación-, es subjetiva y discutible. Estoy de acuerdo en que José Ángel Valente y Claudio Rodríguez eran dos de los grandes poetas de la época, aunque no establezco, como hace Caballero, distinción alguna en la obra del segundo: para mí, todo Claudio es Claudio, y no solo Don de la ebriedad; el desarrollo coherente de su poesía es, en mi opinión, impecable. Creo, no obstante, que se queda corto —los autores de edad suelen ser parcos en elogios, quizá porque creen que elogiar demasiado a otros los disminuye a ellos— y que otros autores están, como mínimo, a la altura de los dos citados: Antonio Gamoneda, aunque más tardío en darse a conocer, es uno de ellos, y Manuel Álvarez Ortega, recientemente fallecido, con la oprobiosa ignorancia de muchos, es el otro: un gran, un enorme poeta, desdibujado por su rareza, su soberbia y su aversión a las estrategias publicitarias. Discrepo, en fin, de la estima de Caballero Bonald por Barral, un poeta pedantesco y liviano, como casi toda la denominada Escuela de Barcelona. Y aquí está, precisamente, lo más valioso, a mi parecer, de las manifestaciones del gaditano: su precisión de que Gil de Biedma es un valioso hombre de cultura, pero un poeta menor. No puedo estar más de acuerdo. Y no es frecuente que se diga algo así. Como poeta, Gil de Biedma ha sido uno de los referentes del neofigurativismo que ha arrasado la poesía española en las últimas décadas del siglo pasado y la primera del presente: el poeta que acumulaba todas las virtudes, con independencia de que fueran o no virtudes poéticas, y del que se cantaba una palinodia incesante. Hasta se han hecho películas sobre su vida. Gil, como señala Caballero Bonald, fue un estimable hombre de letras —buen traductor y fino prosista—, pero un poeta de escasa sustancia y nula energía verbal. Sin pretender atribuirme el mérito de la anticipación, esto escribí sobre su figura en la entrada "La heladería", de este mismo blog, publicada el 22 de julio de 2014: "En otra heladería, ya desaparecida, en la calle Aribau con Granvía, recuerdo haber leído por primera vez a Gil de Biedma. En un verano caluroso y solitario, cuando vivía en Muntaner, acudí a su terraza con una antología del poeta, publicada por Alianza. Si la obra completa de Gil de Biedma es brevísima, aquella antología era poco más que una plaquette. Llegué muy predispuesto —los amigos se habían hecho lenguas de sus versos—, y quizá por eso mi decepción fue mayor: el granizado que me estaba tomando tenía más sabor que su palabra. ¿Cómo es posible que esto atraiga a nadie?, recuerdo haber pensado. Luego he descubierto en Gil de Biedma a un prosista elegante y a un notable traductor, pero aquel chasco no se me olvida. Y he sido incapaz de superarlo, pese a que creo haber aprendido, con los años, a domar mi sensibilidad: Gil de Biedma me produce siempre un tedio inacabable y la misma sorpresa que entonces: ¿cómo puede ser que algo tan parco, tan endeble, tan insulso, haya encendido de entusiasmo a tantos?".Las segundas declaraciones corresponden a Jorge Herralde. Dice el editor de Anagrama: "-Este país no lee. Solo hay que ver los índices de lectura comparados con otros países. -Ah, pero es que nosotros venimos de la Inquisición, del nacionalcatolicismo y del peso de la Iglesia. -¿Más de cinco siglos después aún le vamos a echar la culpa de todo a Torquemada? -Mire, la influencia clerical en España ha sido nefasta. Nadie ha sido capaz de cambiar eso. Zapatero intentó meter en cintura al Concordato, pero no pudo. -La Constitución dice que somos un país aconfesional. -Aconfesional ma non troppo, ¿eh? Y con este Gobierno y su apoyo a la educación católica, pues... Esto es un retroceso: volvemos a las cavernas". En efecto: el trogloditismo de los curas y los creyentes reaccionarios nos devuelve a todos al Paleolítico. El pernicioso influjo de la Iglesia en la sociedad española se ha consolidado a lo largo de los siglos, gracias a la cazurrería de nuestros gobernantes y a la resignación pasmosa, o más bien pasmada, de la población. Y no es fácil quitárselo de encima, ni se consigue de un día para otro. Herralde apunta dos medidas muy saludables para conseguirlo: la denuncia de los Acuerdos con la Santa Sede de 1976 y 1979, que prolongan, de hecho, el Concordato franquista de 1953 y consagran —nunca mejor dicho— la posición de privilegio de la Iglesia Católica en nuestro país; y el fin de la educación en sus manos. De las dos cuestiones esenciales en los últimos tiempos para la Iglesia, que defiende con la ferocidad de un apache, la oposición al aborto (y, en general, todo lo que tenga que ver con la moral sexual y, por lo tanto, con los límites de la vida: reproducción asistida, homosexualidad y matrimonio gay, eutanasia) y la defensa de la enseñanza religiosa, esta es, en realidad, la más importante. La Iglesia ha poseído la llave de la educación en España hasta hace muy poco, y sigue detentando un enorme poder en las aulas, tanto en las de los colegios privados —y concertados— que difunden su doctrina, como en las de las escuelas públicas, donde el gobierno del PP ha conseguido que se enseñe de nuevo, como asignatura evaluable, el catecismo. Y sabe muy bien que esta transmisión de los prejuicios, la mitología y, en fin, la logomaquia de su fe resulta imprescindible para su pervivencia: es vital que se verifique en los estadios más tempranos del desarrollo personal, cuando la inteligencia es aún niña y no ha desarrollado la distancia raciocinante y los cedazos críticos que le permitan someter a escrutinio lo que se le inculca. La Iglesia sabe bien que, si le metes en la cabeza a un niño la fábula de la fe, será muy difícil que consiga arrancársela nunca. Einstein decía que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. Y también que la diferencia entre el universo y la estupidez humana es que el universo es finito. Se trata, pues, de reducir el uso espurio de la educación, y de devolverla a las manos en las que siempre debería estar: las de los ciudadanos, las de los maestros nacionales, las de los profesores laicos.