Las lágrimas lavan las penas

Publicado el 13 agosto 2009 por Eduardo Ferrón @eduardoferron

Las últimas cuatro cuadras las había corrido tan rápido como sus piernas le permitieron.

Ahora, respirando con dificultad, se apoyaba en una pared gastada y gris, como la de cualquier otra parte de la ciudad.

Miraba hacia atrás porque tenía la impresión de que lo habían seguido, aunque esto difícilmente hubiera sido posible, porque después de el espectáculo que se había armado, apenas unos minutos atrás, cada quién pareció correr por diferentes calles y en busca de diferentes cosas. Daba la impresión de que se trababa de gotas de aceite resbalando por las calles de la ciudad y esparciéndose hasta ocupar las grietas, esparcidas cual si fueran surcos en la tierra.

Miraba hacia atrás y se preguntaba el porqué lo había hecho. Se reprendió una y otra vez, puesto que no podía creer que se hubiese permitido semejante lujo, porque hoy en día una osadía como esa era considerada de extrema opulencia. Ya nadie podía permitirse expresar lo que piensa en estos días, y menos de la forma en la que lo habían llevado a cabo Julio y sus amigos.

¿Amigos?, se repitió varias veces en la cabeza. Amigos lo que se encontraran a tu lado, indicándote el camino, asegurándose que nada malo te ocurriera mientras corrías calle arriba. Amigos los que te cobijan en sus oscuros mantos, para evitar que te encontrasen y te impusieran esa pena que lastima las mentes mas intranquilas, las más innovadoras, las más peligrosas.

No tengo amigos, se dijo, solo cómplices en la lucha por la supervivencia.

Solo entonces miró hacia delante, pensando que podría encontrar una salida, o mejor dicho una entrada a un lugar en el que pudiera pasar desapercibido por lo que restaba del día, del mes o del año. Todo había salido mal, por lo que ya no importaba lo que ocurriera, mientras pudiera salvar el pellejo.

Miró hacia delante y lo que encontró fue al diablo mismo.

-No puedes huir, Julio, ahora vendrás conmigo –dijo aquel ser mitad ángel mitad demonio, cuyos cabellos dorados se expandían de forma tan gloriosa como traicionera.

Pero Julio no pudo más que obedecer. Estaba todo perdido. No le era posible regresar sus pasos y tampoco podía darle la vuelta a ese ser que nada se le escapa, ni la más miserable de las existencias.

Cansado, mirándose los pies, como arrastrando su conciencia, comenzó a caminar detrás de Satanás.

-No me extraña que sepas quien soy, si me permites ser honesto contigo –dijo el maligno, sin siquiera dignarse a mirarle a los ojos.

El diablo se limitó a caminar en pos de una de las paredes al final de un callejón y la atravesó como si esta no existiera.

Julio, quien no parecía asombrado por lo que acabara de presenciar, se acercó lenta y calladamente hasta la pared y frotó una de sus manos contra los ladrillos. Estos eran pequeños y rojizos, dañados por el paso del tiempo, casi grises por la apatía de la gente.

Frotó su mano y los percibió macizos, inquebrantables, inamovibles; y sin embargo caminó en dirección de la pared y la atravesó cual si fuera esta la superficie del agua.

Una vez estando dentro, miró en todas direcciones. Se asombró de no estar asombrado por lo que veía, puesto que su corazón parecía comprender en donde se hallaba.

Al fondo de la habitación, sentado en una butaca de fino roble, se encontraba Satanás sosteniendo una copa de jerez en una de sus manos.

-Toma asiento –ordenó, ladeando ligeramente la copa y permitiendo que un poco del licor se derramara hacia el suelo.

El jerez, una vez en el aire, se evaporó casi tan rápido como caía hacia la madera que cubría el suelo, formando una cortina de vapor multicolor que lentamente sintonizó a Julio, dos años atrás, en una de las escenas que jamás pudo superar.

Julio estaba sentado junto a Ramón, su amigo de toda la vida, y se prometían complicidad pese a todas las circunstancias. Serían amigos en la traición y en la indagación. Serían como dos gotas de agua caminando en la misma dirección, en busca del mar.

Tras unos segundos, la imagen cobró vida y Julio pudo observarse saliendo de la casa de Ramón y cometiendo lo que sería su primer acto de infidelidad. Las imágenes sucedieron unas a otras, la iluminación de la habitación pareció disminuir en intensidad, mientras aquel film se reproducía sin piedad ante los ojos de un cansado, sudoroso, asustado y arrepentido Julio, quien tan solo podía repetirse una y otra vez: “así no fue como ocurrió…”.

Pero, ¿quien puede engañar al diablo? A ese engendro del engaño que mira todo cuanto es, como es y donde esté. ¿Quién puede osar pintarle la escena de otro color, intentando que el castigo pudiera ser mucho menor? Ciertamente, Julio no era ese alguien y dudaba que existiera alguno.

El diablo se disolvió en la habitación, no sin antes torcer la cara como en una mueca, como disfrutando del momento, como aquellas veces cuando uno espera tanto por realizar algo y al final sucede, pero se muestra uno prudente, justo, paciente, condescendiente.

Satanás desapareció y dejó a Julio encerrado en esa habitación llena de recuerdos, aquel que fuera su despacho durante tanto tiempo, pero esta carecía de puertas o ventanas. No había escapatoria y probablemente no la hubiera aún que hallase algún lugar por donde salir. Estaba condenado y no importara a donde fuera, su alma estaba destinada a pagar por todos y cada uno de sus errores.

Julio calló al suelo, de rodillas, y mantuvo la mirada fija en uno de los rincones, justo donde piedra y piedra se unen en un frío y llano gris del que no hay muestra más que inicio y fin. Fin, el mismo que siempre supo que venia y que ahora tendría que enfrentar.

Las lágrimas corrieron por sus mejillas por horas, por días, meses o tal vez años. Uno nunca sabe cuanto tiempo pasa en ese lugar, porque ya no importa, sino lavar la conciencia de uno e intentar que en algún momento, por piedad, por justicia, por perdón u otro regalo de la providencia; su alma pueda liberarse del tormento y flotar libre, tranquila, hacia la paz de la exaltación.