Me he quedado pensando en si las lealtades se afianzan a base de silencio; en si es más fuerte el silencio, a veces, que la propia lealtad. Me he quedado pensando en ese silencio que nos aleja de todos aquellos que no son sujetos de nuestras lealtades pero que sin embargo es también barrera entre aquellos por quienes sentimos lealtad y nosotros. Me he quedado pensando en las lealtades que son cadenas; en el silencio que nos carcome. Me he quedado pensando en las lealtades que nos vienen impuestas y en aquellas otras que vamos adquiriendo; en la familia de origen, en los amigos que hacemos, en la familia que formamos. Me he quedado pensando en que solo cuando rompemos el silencio nos liberamos y comienza así la lealtad hacia nosotros mismos; en que tristemente esa nueva lealtad también nos aleja del resto; en si esa soledad que surge de ser leal hacia uno mismo es más fuerte o en si nos hace sentirnos menos pequeños.
"Sí, somo malhechores. Sin duda. Si a eso vamos. Negociamos sin cesar, practicamos la concesión, el compromiso, protegemos a nuestra progenie, obedecemos las leyes del clan, nos bandeamos, trapicheamos. Pero ¿hasta qué punto? ¿Hasta qué punto se puede ser cómplice del otro? ¿Hasta qué punto se puede seguirlo, cubrirlo, incluso servirle de coartada?"
Delphine de Vigan titula su última novela Las lealtades y no sé si para escribirla pensó en todo lo que he expuesto con anterioridad o si pretendía hacerlo pensar a sus lectores. Elige cuatro personajes para contarnos la historia. Son cuatro voces intercaladas a las que tenemos acceso pero que sin embargo ellas se desconocen entre sí. No es que cada una sea ajena a la existencia de los otros personajes, no es que no se relacionen unos con otros, sino que se mantienen ignorantes de algunas de sus vivencias y pensamientos. Se trata de dos preadolescentes y dos mujeres. De Vigan elige la primera persona para uno de ellos y la tercera para los otros tres. Os los presento:
Théo: doce años y medio. Hijo de padres separados. Vive una semana con cada uno. Dos vidas paralelas que no se tocan. Théo es un joven funambulista. Absorbe el dolor ajeno. Actúa como escudo frente al rencor. Silencia y oculta para proteger. Soporta la culpa y el temor de fallar a sus padres. Es un niño responsabilizándose de dos adultos que no son más que niños que no se saben recomponer.
"Théo aprendió muy pronto a interpretar el papel que se esperaba de él. Palabras vertidas con cuentagotas, expresión vaga, mirada gacha. Escurrirse. A ambos lados de la frontera se había impuesto el silencio como la mejor postura, la menos peligrosa".
"Un pensamiento fugaz le cruza por la mente: nadie sabe que está allí".
Mathis: el único amigo de Théo (y Théo el único amigo de Mathis). Se conocen en el instituto, en el primer día de clase. Mathis siente una especie de admiración por Théo. En cierta medida se siente protegido por él. Porque bajo esa apariencia de adolescente solitario y desgarbado Théo inspira respeto. Un respeto que surge del rugido que lleva encerrado en su interior.
Mathis comienza a beber alcohol con Théo. Es su juego secreto. Pero pronto comienza a dejar de disfrutar de la aventura. No es divertido contemplar como "Théo bebe alcohol como si quisiera morirse".
"Mentir, en realidad, no es difícil, cuando se poseen razones sólidas".
"Datos confusos y oscuros que no acierta ya a descifrar giran a gran velocidad en su cabeza, una avalancha de amenazas que no sabe jerarquizar".
Cècile: la madre de Mathis y mi personaje favorito. Supo romper sus cadenas y lealtades de muy jovencita. Pero es difícil volar sola. Tal vez al querer alejarse de lo que la aprisionaba cometió el error de atrincherarse en el bando contrario. Su jaula invisible se revela visible cuando descubre la cara oculta de su marido. A esa desazón se añade la inseguridad de saber que su hijo está dejando de ser niño y la inquietud que le produce ese chico del que últimamente se ha hecho inseparable y que tan poco le gusta. Se siente culpable y una impostora.
"Soy la pieza defectuosa camuflada en el corazón de un mecanismo burgués que funcionaba desde la noche de los tiempos". [...] Sí, tal vez era una gaviota embadurnada por la marea negra, pero ahora me asemejo extrañamente al cuervo de la historia que me contaba mi abuela, esa ave tosca de plumaje de ébano que soñaba con ser un pájaro blanco. Porque así prosigue la fábula: el pájaro se revuelca primero en talco, luego en harina, pero el subterfugio dura poco y no tarde en desaparecer. Entonces se sumerge por entero en un bote de pintura blanca, del que queda prisionero. Yo soy ese pájaro negro que quería ser blanco y que ha traicionado a los suyos. Me creía más lista. Me creía capaz de imitar el canto de las tórtolas. Pero yo también he perdido el uso de mis alas, y donde estoy es inútil batallar".
Hélène: profesora en el instituto al que acuden Théo y Mathis y la voz en primera persona. Hélène ve. Hélène sabe. Hélène conoce a Théo porque ella fue él. Ella fue una niña maltratada y está firmemente convencida de que Théo está sufriendo maltratos. No sospecha de la coraza que para él supone el consumo de alcohol. Pero tal vez no esté tan equivocada y lo que Théo está sufriendo es otro tipo de maltrato diferente al físico.
Hélène se salta sus atribuciones como profesora. Se muestra obsesionada y desesperada. Tiene que proteger a ese niño. Porque nadie la protegió a ella. Porque ella no se supo proteger. La invade la impotencia de no llegar hasta él. Salvarle es como salvarse a sí misma y conseguir perdonarse.
"Cuando me despierto de noche, suele volverme esta pregunta. ¿Por qué no dije nada? [...]
Pero en el fondo lo sé.
Sé que los hijos protegen a los padres y qué pacto de silencio los conduce a veces a la muerte.
Ahora sé algo que los demás ignoran. Y no debo cerrar los ojos.
A veces me digo que hacerse adulta tan solo sirve para eso: reparar las pérdidas y los daños del comienzo. Mantener las promesas del niño que hemos sido".
Supongo que ahora que os he presentado a los cuatro personajes principales lo que toca es hablaros de quien les pone voz. Pero no creo que a esta alturas Delphine de Vigan necesite presentación en este blog. Este es el cuarto libro de su autoría que asoma por aquí. Los tres anteriores forman mi personal trilogía (sin serlo en la realidad) de Vigan. Este último supone para mí una ruptura con ellos y aunque en parte lo lamento está bien que sea así.
Resultaría tentador afirmar que he leído Las lealtades por lealtad hacia su autora pero también sería oportunista pues no ha sido así. Fue la curiosidad la que me llevó hacia esta novela pero fue la lectura de su sinopsis la que me creó la necesidad de leerla. Porque la francesa sigue tocando temas que me interesan y porque tras leer este libro puedo constatar que su prosa continua siendo impecable. Sin embargo...
Leo esta novela con mucha más distancia de la esperada. Hay fragmentos en los que me sumerjo y me maravillo, que bebo con una mezcla de deleite y desazón, embriagada y anestesiada como si fuera Théo deseando no volver a emerger de su estado etílico. Pero en otros (y me da rabia porque no encuentro el motivo) me mantengo tras la barrera cuando no debería ser así dado lo que me están contando que, además, y desgraciadamente, cada vez es más frecuente más allá de la ficción. Me siento congelada, como si fuera la noche fría y helada en la que concluye esta novela.
Respecto a esa noche y a ese final, he leído referirse a él como giro sorprendente pero yo no lo he visto así. Más bien me ha parecido un desenlace inevitable urdido inconscientemente entre todos los personajes. Sí lo he sentido abrupto, como si me hubieran echado sin contemplaciones de la lectura, como si el libro que estaba leyendo hubiera quedado inconcluso. Porque al final sí que creo haber entendido lo que me ha pasado con esta lectura.
Para mí Las lealtades no es una novela corta con un final impactante sino el comienzo de lo que debería haber sido un libro más extenso. Me parece tan explorable lo que sucede a partir de la citada noche de autos como lo acontecido con anterioridad. Y, aunque soy muy partidaria de eso del menos es más, en este caso el menos se me ha hecho corto y me he quedado con ganas de más. Sé que soy muy exigente con de Vigan pero también estoy segura de que ella puede con eso y con más.
Sin embargo, siendo justa con ella he de decir que he terminado su novela y que me he quedado pensando. Y eso (valga la redundancia) me ha hecho pensar que me llevo de esta lectura mucho más de lo que en un principio había creído.
Me he quedado pensando en si nos cuesta tanto romper con las cadenas de las lealtades porque ello supone en realidad asumir nuestro fracaso, afrontar la pérdida de lo invertido en forjar los lazos con aquellos a quienes debemos lealtad; en qué porción de egoísmo conlleva todo altruismo. Me he quedado pensando en que los cuatro personajes sobre los que se sustenta esta novela buscan escapar y en que cada uno lo consigue a su manera. Me he quedado también con ganas de acompañarles en su huida. Y me he quedado, de manera insospechada dado que no suelo abogar por los finales necesariamente felices, deseando para esa continuación no escrita cuatro desenlaces felices para Théo, Mathis, Cécile y Hélène. Porque al final, Delphine, siempre me embaucas. Y porque has creado a los cuatro con unas circunsancias tan reales que, sin darme cuenta, al ir leyéndote he forjado hacia ellos unas lealtades tales que me impiden soltarles de la mano.
"Me tumbé. Apagué la luz y me vino a la mente esta frase, tan claramente como si la hubiera pronunciado en voz alta: quiero bajarme".
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