Me encantan los perros, siempre me han gustado (discrepo, debía de tratarse de algo platónico, porque acercarse le dio miedo hasta que llegó a la adolescencia), y siempre creí que no me gustaban los gatos hasta que Mun llegó a nuestra vida. No puedo decir nada más que le adoro, es un gato precioso, cariñoso, juguetón, cotilla, fiel, dormilón y ha sido un consuelo para mí muchiiiísimas veces después de tener un mal día. No habla pero se hace entender: rasca la puerta para que le abras, cuando cuñadísimo se marcha, se pasa más de una hora rascando la puerta de la calle cada 5 minutos para decirnos que su favorito no está y que quiere que vuelva. Si alguno cae enfermo, se va a su cama a hacerle compañía. Cuando nos marchamos durante unos días, se queda tan triste que se le cae el pelo, pierde brillo y no come. En cuanto me levanto, se pone panza arriba para que le rasque la tripita y se viene a mi lado, sin despegarse de mis piernas, esté donde esté (lo que incluye baño, ducha, hasta conseguir que le sirvas el desayuno el primero). Es verdad que se sube a la mesa pero es porque es de cristal y está fresquita. No araña a nadie aunque sí que mordisquea jugando.
También le ha dado alguna lección a sus pequeñas dueñas cuando no le han cuidado convenientemente. Recuerdo una vez que, las muy marranas, no le limpiaron la caja en varios días. Como el pobre no podía entrar porque aquello parecía un campo de minas, se metió en la bañera de las dos descuidadas y se hizo caca dentro. Jejeje, ganas me dan de imitarle cuando entro a su baño o veo el montón de ropa sucia en un rincón de la habitación a la que ellas llaman "la leonera".
¡Cuánto tenemos que aprender de los animales! ¡Ellos nunca nos dejarían tirados como hacen algunos!