Aviso a navegantes: lo que sigue no es una reseña -si es que alguna entrada de las que aquí publico lo es-. Si alguien tiene curiosidad por Julie Hayden o por Las listas del pasado, pienso que será mejor que busque información en otra parte. Los más arriesgados y aventureros poneos cómodos. Lo que sigue no es denso, pero sí extenso.
Domingo, 23 de junio de 2024
Por la tarde
No recuerdo con qué otra editorial comparte caseta Muñeca Infinita. Solo tengo ojos para los libros de esa editorial de la que no he leído nada y a la que apenas conozco. Me fijo en un primer momento en Amor sin fin, de Scott Spencer, el único de sus libros que me suena. Después, tomo en mis manos algún otro de los expuestos y les echo un vistazo. Hay uno de ellos que me llama especialmente la atención. Y es que cómo no fijarme en un libro del que se me cuenta que ha sido rescatado del olvido gracias a la lectura de uno de sus cuentos por boca de Lorrie Moore para un podcast y a una escritora a la que se la compara con Mary Robinson -a la que momentáneamente confundo con Marilynne Robinson-, la primera Lorrie Moore -no es la primera Lorrie Moore la que yo conocí con Al pie de la escalera pero sí me gustó lo suficiente esa novela para dejarme con ganas de acercarme a su ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?, así como con intenciones de leer sus Cuentos completos- y a la Sylvia Plath de La campana de cristal -lo de Plath para mí ya son palabras mayores, muy muy grandes-.
Hay dos personas -un hombre y una mujer- atendiendo la caseta. La mujer me observa hojeando los libros y me pregunta si conozco la editorial, pues me he ido directa a ella. Le respondo que un poco. Por una mezcla de timidez, un seguir medio ensimismada en el libro que tengo entre manos y un no querer hacer esperar demasiado a mis acompañantes, que, aunque para nada me apremian, sé que no tienen ningún interés en los libros (por eso prefiero ir sola a la FeLiX, como he hecho algún que otro año, y distraerme así el tiempo que quiera sin caer en tontas consideraciones), no le doy mucha conversación, aun a sabiendas de que probablemente estoy quedando -como casi siempre- como una insulsa. Recuerdo que de pequeña alguien dijo una vez de mí que había que sacarme las palabras con un sacacorchos.
Me decido por el objeto de mi deseo y le digo a la mujer que me lo llevo. Me dice que me cobra el hombre. Cuando termino la transacción, antes de irme, este me cuenta que el libro que me llevo es muy especial para él, que es una maravilla, especialmente el cuento titulado Ratas bebé de un día de vida -el que Lorrie Moore leyó para el podcast-, y agrega que es uno de los primeros libros que publicaron (quizás me dijera que era el primero, pero no estoy segura) y que probablemente no lo vuelvan a editar. Quisiera corresponderle con algo a la altura de su comentario, pero ninguna palabra acude a mi mente ni a mi boca y tan solo acierto a responderle con una sonrisa. Me voy sin palabras, pero con la sensación de llevarme algo muy frágil y precioso que tengo que cuidar, un tesorito único.
Este año solo me llevo un libro de la FeLiX. Es mucho, si tengo en cuenta que ya pensaba que me iba a quedar sin pasar. Tras agotar el Paseo de Begoña, renuncio a merodear por las casetas de la calle Tomás y Valiente para que nos dé tiempo a tomar algo. Como estoy feliz con Las listas del pasado y con Julie Hayden, el sacrificio no me importa demasiado.
Creo que mi pálpito de que me llevé de la FeLiX algo delicado y especial se va a cumplir. Me convenzo de ello cuando al poco de comenzar Las listas del pasado leo en el prólogo de S. Kirk Walsh lo siguiente:
"William Maxwell y sus dos aprendices de esa época -Charles McGrath y Daniel Menaker- eran los editores de la ficción de Hayden. "Julie era difícil de editar en el sentido de que era muy frágil -recuerda McGrath, que escribe frecuentemente sobre literatura y cultura para The New York Times -. Estos cuentos salían con mucha dificultad y significaban tanto para ella que a la más mínima sugerencia de cambiarles una coma, empezaba a temblar y se le llenaban los ojos de lágrimas"".
También leyendo el prólogo me entero del porqué de la división en dos partes de los cuentos de este libro. "La primera, "Vidas breves"" -me cuenta S. Kirk Walsh-, "incluye cuentos que van desde recuerdos infantiles durante la guerra a amores no correspondidos". "La segunda parte de la colección, titulada "Las listas del pasado"" -agrega un poco más adelante la escritora y editora-, "presenta una serie de cuentos interconectados sobre una familia y la muerte de su patriarca".
Comienzo ilusionada el primer cuento. Se titula Paseo con Charlie y su trama es tan aparentemente sencilla como la narración sobre una treintañera que lleva a su sobrino al parque. Es una toma de contacto con Julie Hayden interesante, que me complace, me interroga y me deja a la expectativa. El final del cuento me deslumbra. Dice así:
"Tengo treinta años y no tengo hijos ni ataduras. Si Robert viniera descalzo hacia mí por el prado, le daría la espalda, consciente de que se puede amar a alguien y no ser capaz de vivir con él, y de que no hay adultos que te puedan decir lo que hay que hacer".
Miércoles, 24 de julio de 2024
Mediodía (antes de comer)
Leo Una pizca de naturaleza. Es un cuento en el que abundan los niños, la naturaleza y los cementerios de animales. Subrayo: "¿Todos los funerales se parecen?"
Me acuerdo de Emily Dickinson y de su poesía tan estrechamente unida a la naturaleza.
Leo despacio, como casi siempre hago. También porque la prosa de Julie Hayden no es de esas que me arrastran. A veces tengo que detenerme y volver un poco hacia atrás antes de continuar. Es muy descriptiva, pura sencillez o más bien pura naturalidad (como si fuera agua que brota de un manantial). Abunda en detalles y está íntimamente ligada a la naturaleza. Me acuerdo de Paco. Pienso que este sería un cuento ideal para acompañarle en uno de sus habituales paseos y que sabría apreciar sinceramente su lectura.
En estructura narrativa es un relato más complejo que el que he leído la pasada noche en el sentido de que cuenta la historia de un lugar a la vez que la historia de las gentes que han vivido en él. Son varios, pues, los personajes que se superponen, pero hay uno que se llama Andy y que me toca especialmente.
Algunas cosas que subrayo sobre Andy:
"[...] tenía seis o siete años pero parecía más pequeño, era algo diferente; la naturaleza le había otorgado un indulto (o quizás una colección de genes externos). [...] parecía el sustituto de un hijo verdadero, [...]. Era flaco, probablemente agusanado, un niño triste que no ocupaba mucho espacio".
"Nadie en la casa de Andy le había leído jamás un libro. Pero resultó que Andy sabía leer".
"Andy leyó casi todo lo que tenían. Adoptó los libros y nadie lo molestó para pedirle que jugara o lo previno de que leer en la oscuridad es malo para la vista".
Como Andy, yo adopté los libros. Todos a mi alrededor parecieron adoptar mi adopción.
Mi madre me ha llamado hace tres días para preguntarme si quería que me trajera el libro, que es como ella llama a mi kindle. Ingresé en el hospital por urgencias el domingo 21 de julio y me estaba preparando una pequeña bolsa de viaje con cosas para traerme. Acababa de hablar con mi hermana, que fue quien tuvo la idea. Dudé ante su sugerencia. No he leído nunca en mis anteriores estancias hospitalarias. El trajín hospitalario, los compañeros de habitación y las visitas propias y ajenas (desde el COVID, por lo que estoy comprobando esta vez, más restringidas) no contribuyen a fomentar un ambiente propicio para sumergirse en la lectura. Pero también es cierto que este ingreso es diferente a los anteriores, en los que mi estado no favorecía para nada la concentración. Es cierto que soy plenamente consciente de que, a pesar de mis circunstancias, soy una privilegiada porque:
*Estar en un hospital y sentirse bien es un privilegio
*Estar en un hospital y aburrirse es un privilegio
*Estar en un hospital y comer con apetito es un privilegio
*Estar en un hospital y poder leer es un privilegio.
Así que me lo pensé. El móvil me cansa, la tele me aburre, a ver cómo iba a llenar las horas (días) que me esperaban. Pero me preocupaba la carga del kindle (estar en un hospital y pensar en cosas banales es un privilegio). A veces no conecta bien. Hace ya algún tiempo que no lo puedo cargar directamente desde la corriente y, aun desde el ordenador, a veces, o no arranca a cargar a la primera o se para a la mitad y lo tengo que volver a conectar. Sabía que le quedaba menos de la mitad de batería y, entre lo que gastase aquí y el tiempo que tardara en volver a casa, no quería que se agotara del todo y que luego me costara revivirlo. Aun así, finalmente me animé y le dije que bueno.
Llegué al hospital con Blonde muy avanzado, así que, a ratos, entre el domingo por la noche y el martes a primera hora de la tarde, terminé la novela no sin dejar de hacerme una y otra vez la promesa -que sabía que pronto incumpliría- de no volver a desear más tiempo para leer. Mis planes lectores antes del ingreso eran pasarme a Dostoievski después de Oates, pero no quise arriesgar con la batería del kindle. Sonreí medio resignada, pues tal parecía (y sigue pareciendo) que mis planes lectores (y no lectores) de este verano se estaban yendo todos al traste. Blonde se coló como lectura inesperada. A pesar de llevar como unos veinte años queriendo leerlo, su lectura fue una decisión impulsiva que sustituyó a otra novela comenzada y abandonada. Y ahora iba a postergar Crimen y castigo. Porque estaba decidido, iba a pasarme al papel. No me fue difícil elegir títulos, pues tengo pocos libros en físico sin leer. Como sabía que mi hermana iba a pasar por casa antes de venir a verme más tarde le escribí un whatsapp para pedirle (y explicarle cómo encontrarlos) que me trajera Las listas del pasado y -recordando el libro aún más breve de lo que es- un ejemplar de segunda mano que compré una mañana de rastro dominical de hace algunos años con varias obras de Ernest Hemingway que aún tenía sin empezar. También le indique dónde guardo un lápiz para que me lo trajera junto con los libros.
Otra cosa que subrayo sobre Andy durante mi lectura de Una pizca de naturaleza:
"Ese pobre niño [...]. Cómo le gustaba leer".
No puedo evitar pensar que a lo mejor algún día a mí me recuerdan así. No sería un mal epitafio.
Otro final que agarra y no suelta, más aún que el del cuento anterior:
"Se repite, de tanto en tanto, esa agitación terrible, inquietante, la insistencia de hasta los más débiles por seguir viviendo en las peores circunstancias. Y a veces veo, pestañeando en las sombras, a un niño pequeño, huesudo, condenado, al que podrían haber amado, abandonado sin nada para leer".
Estoy sola en la habitación. A mi compañera le han dado el alta esta mañana y aún no tengo noticia de cuándo será ocupada la que era su cama. Encuentro, además -habituada como ya estoy a la rutina del hospital-, bastante improbable que entre alguien en la habitación hasta un poco antes de la hora de la merienda para enchufarme al gotero. Silencio y tranquilidad, el ambiente propicio para leer. Mi mente y mi cuerpo se encuentran en placentero equilibrio y la promesa de no volver a desear más tiempo para leer se ha evaporado. Qué le voy a hacer si no tengo palabras para describir la lectura que tengo entre manos. Y es que sí, Ratas bebé de un día de vida es la joya de esta corona de cuentos. Tenía razón Lorrie Moore. Tenía razón el editor de Muñeca Infinita. Tenía razón la poeta Elizabeth Macklin, que coincidió con Julie Hayden en The New Yorker, revista en la que trabajaba Hayden, al describir -según cuenta S. Kirk Walsh en su prólogo- su primera lectura de ese cuento como "esa sensación de deslumbramiento [...] cuando estás siendo testigo de algo y ni siquiera puedes creer que haya caído en tus manos".
Yo solo acierto a describir este cuento como uno de esos álbumes ilustrados en los que cada doble página muestra una escena con múltiples personajes y en los que puedes elegir uno diferente en cada lectura y seguirlo a través del libro por las diferentes escenas. Estoy pensando en concreto en El libro de la primavera, El libro del verano, etc. de la ilustradora alemana Rotraut Susanne Berner, esos que tenemos en la biblio en la sección de los pequeñines, lo que habitualmente se conoce como bebeteca, pero que, en realidad, son libros inmensos, riquísimos e inagotables para todas las edades. Estoy leyendo Ratas bebé de un día de vida y me siento como si siguiera a su protagonista -esa mujer que pasea su petaca con funda de piel roja como llevo yo mi botella de agua en mi bolso o mochila y que cría peces tropicales a los que a menudo se le olvida darles de comer- a lo largo de un día por Nueva York. También me acuerdo de Mi año de descanso y relajación, solo que el cuento de Julie Hayden carece de la ironía y el humor negro que rezuma la novela de Ottessa Moshfegh. Y es que ambas historias transmiten ese anestesiarse de la vida bien con alcohol, bien con estupefacientes. Y es que recuerdo el alivio que me procuró el calmante la primera noche de hospital y que ya no volví a necesitar. Pienso en mi brazo tendido, ofrecido confiada y mansamente a la enfermera mientras yazco adormilada para que me suministre la última toma del día del antibiótico intravenoso. Pensé ya en él durante mi lectura del tramo final de Blonde. Pensé y pienso en Tove Ditlevsen, a la que sé que continuaré evocando en más ocasiones futuras.
Conversación de la mujer de Ratas bebé... con un sacerdote:
"-Padre Kleinhardt, tengo miedo.
-Como penitencia, reza tres avemarías. Ahora haz tu acto de contrición. -Cambiando de lengua, empieza a absolverla en latín.
-Tengo miedo de la muerte, padre. -Pero él elige no escucharla".
Una escena de este cuento:
"Ya es hora de dirigirse a la parte alta de la ciudad, tomándoselo con calma y obedeciendo los semáforos. El sol ya se ha puesto, dejando una mancha en el oeste. El escaparate de una tienda acepta con una sonrisa su reflejo: una mujer delgada en un abrigo blanco, con grandes gafas negras, cerca de la mitad de su vida, perpleja porque los años pasaron tan rápido y los días tan despacio. Y algún día, vieja".
Por la mañana el otorrino ha estado a punto de darme el alta. La ecografía que me habían hecho por la mañana temprano revelaba que el pus de mi ganglio linfático se había reducido mucho respecto a lo que habían visto en el scanner que me habían realizado el domingo por la tarde cuando ya habían decidido dejarme ingresada. Tan solo son ya 5mm. Ni siquiera merece la pena drenarlo. Después vio que seguía teniendo el cuello bastante inflamado y me dijo que íbamos a esperar a mañana.
Soy cauta por naturaleza, por lo que no he querido ilusionarme en exceso y he puesto lo de mañana en cuarentena. Aun así, compruebo en el índice de Las listas del pasado lo que me queda para acabar su primera parte y me doy cuenta de que es probable que me dé tiempo a hacerlo esta noche. No sé en qué momento se me ha ocurrido la idea de escribir este diario. Más que una idea, lo siento como una necesidad. Subrayo mucho mientras leo, pero pocas veces hago anotaciones o añado comentarios. Durante esta lectura, sin embargo, las ideas están acudiendo a mi mente a borbotones. Me falta el kindle para recurrir a las notas. Alguna que otra cosilla escribo directamente en el libro. Pero echo infinitamente de menos la agilidad de mis dedos sobre el teclado de mi PC, ese que la tarde anterior al día de mi ingreso perdió misteriosamente la conexión a internet, el mismo que conecté y desconecté, que apagué, encendí y reinicié, y que, finalmente, sintiendo ya unas décimas de fiebre, decidí ignorar para no acalorarme de más e incrementar mi malestar. Lo que siento la necesidad de escribir no es un diario sobre mi estancia en el hospital sino un diario sobre mi lectura de los cuentos de Julie Hayden durante mi ingreso hospitalario, pero, aun así, me siento un poco mal por utilizar esta experiencia para escribir sobre un libro. Para colmo, ahora fantaseo con concluir la primera parte en el hospital, irme mañana a casa y leer allí la segunda para escribir así una reseña independiente para cada una de dichas partes, algo que sería la primera vez que hiciera.
Aparco mis locas ideas y me pongo a leer, sin rumbo, a ver qué me depara la noche, la cual, efectivamente, resulta prolífica y fructífera y, así, uno tras otro, van cayendo los últimos tres cuentos de esa primera parte del libro titulada Vidas breves.
El cuento narra un picnic entre un grupo de amigos. Se conocen desde la época de estudiantes y ahora son adultos jóvenes en su mayoría con pareja estable -incluso con hijos- y con carreras profesionales en vías de desarrollo.
Comienza a revelarse poco a poco la importancia de uno de los personajes, algo llamativo por tratarse de una mujer que no está en el picnic. Se trata de la esposa del hombre que conozco al principio del relato. Se trata de la amiga de Laura. Se trata de Anne, la amiga ausente que se fue un día para encontrarse a sí misma dejando atrás marido e hija.
"-¿Qué te gustaría ser? -le había preguntado la inquieta Anne una vez caminando hacia el río al son de las campanas cuando eran todavía jóvenes.
Nadie le había sugerido jamás a Laura que ella no fuera ya algo. De modo que nunca había pensado en esa pregunta".
"Laura tocó la corteza tantas veces profanada. Los brazos delgados de una niña son fuertes como enredaderas. Llegaron junto con el matrimonio; espontáneos, desconocidos. "¡No ser una mujer casada! ¡No ser nada!". No ser nada de lo que nadie espera de uno, añado mentalmente.
"Había una mujer inquieta, desesperanzada, que hizo la maleta con ropa para una semana de vacaciones y nunca volvió con su familia. ¿Cómo era posible?"
Las visitas:
"Las drogas lo estimularon hasta cierto punto, pero creo que también fue una manera de dejarse ir, de cabalgar más y más lejos cada día, hasta que ya no tuvo miedo de la distancia. Y después, un día ya no se preocupó de volver".
"Por toda la ciudad más y más gente joven consumía fármacos sin prescripción médica, no siempre porque eran pobres".
Se trata de uno de esos cuentos de Julie Hayden en los que se simultanean personajes. Siento a Henrietta como uno de los principales, pero yo me pillo más por Melanie, "que era preciosa y era querida. Era querida, sí. Vivía en el mismo edificio que sus padres, un estudio de renta controlada amueblado con cosas que ellos le habían dado, probando ansiosamente, con entusiasmo, diferentes hombres y diferentes clases. No podía enseñarles lo suficiente, eso era lo que le preocupaba. Después el amor se fue al West Side, bajo la forma de Henry. En las cenas de domingo con sus padres y hermanos y hermanas, veían que sufría de anemia y le llenaban el plato con raciones extra. Sus amigos y socios no se dejaban engañar". Yo tampoco me dejo engañar y sé que siento debilidad por Melanie porque, al igual que a la protagonista de Ratas bebé..., me la imagino como un trasunto de Julie Hayden.
Sobre Henrietta leo:
"No había manera de razonar con ella -dijo alguien-. Era todo altibajos.
-Era una verdadera romántica.
-Tenía miedo de envejecer".
Otra conversación con un sacerdote. Con uno que no sabe dar repuestas. No creo que se pueda culpar a nadie por no poder dar respuestas, pero sí por pretender tenerlas:
"Estaba hablando con este cura que dio un discurso en el Altar Guild la semana pasada -dijo en un tono amable-. El tema de su discurso fue que Dios tenía un plan para el dolor, que era una parte fundamental en el esquema general de las cosas. Entonces le pregunté muy amablemente cuál era exactamente el sentido del dolor, y él dijo: "Es la voluntad de Dios". Y yo le pregunté: "¿Por qué? ¿Cuál es el sentido del dolor?". ¿Cuál es el sentido del dolor? -gritó alzando la cara en un gesto de desafío-. Ahora dígame. ¿Para qué sirve?".
En palabras de:
Este cuento me recuerda a uno de Joyce Carol Oates contenido en Mágico, sombrío, impenetrable. No recuerdo el título. Creo recordar que trata sobre un hombre y una mujer (¿pareja o tuvieron una relación en el pasado?) que quedan para hacer footing, pero no estoy segura. Me da rabia no recordar más porque ese libro de Oates es magnífico y uno de mis favoritos de la autora (y de mis favoritos de libros de cuentos). En el cuento de Julie Hayden un hombre y una mujer que parecen haber mantenido una relación van juntos de excursión. Supongo que mi asociación entre ambos cuentos se debe tan solo a eso, pero ahora que lo pienso hay también algo en Ratas bebé de un día de vida que me recuerda a Oates, en concreto a su novela Un libro de mártires americanos (otro de mis libros favoritos de la autora), pero en este caso creo que la asociación se debe a un tema común que tratan y que no he mencionado al hablar de Ratas bebé...
"Los camiones me despiertan -agrega- y me lleva mucho tiempo volverme a dormir. Pienso en qué pintar.
-¿Por qué no tomas algo?
-Paso de las muletas".
Leo lo anterior y pienso que el hombre es de los pocos personajes de este libro (probablemente el único) que parece tener las cosas claras, aunque para ser fiel a sí mismo tenga que automarginarse, peaje que parece estar dispuesto a pagar a tenor de esta otra conversación:
"-¿Invitas gente a comer?
-Daphne tiene la tensión alta y no encontré otra cocinera.
-¿No te invitan?
-A las cenas siempre invitan a hombres de más. ¿Quién quiere ser eso? Anoche cené en casa de Barney y June".
Durante la excursión la mujer muestra preocupación por la preservación del lugar, por -como dice el hombre- "La gente que no va a dejar de reproducirse y de propagarse" en esta "era del despilfarro y el éxito, del despilfarro y el fracaso". Ve un arrendajo de mayor tamaño que los que está acostumbrada a ver y se para a mirarlo. "Lo necesito para mi lista de la vida", le dice a su compañero. La frase me llama la atención y la subrayo. Obviamente, pienso en el título de este libro. Tendré ocasión de saber de más listas en su segunda parte. "Especies nuevas para su lista de vida", leeré más tarde en este relato.
""Hazme una pregunta, visitante transitorio y pesimista. No te diré mentiras".
-¿No quieres saber nada de mí?
Silencio.
-Tal vez yo hablo demasiado; tú no hablas lo suficiente. Si pudiera meterme en tu cabeza solo un par de segundos...
-En respuesta a lo que dijiste primero: Soy consciente de que no soy tan comunicativo como otros. ¿Y qué? Estoy tan cansado de estar siempre tratando de agradar a las personas...
-¿No sería más fácil buscar un trabajo nuevo?
-Oye, estoy tratando de aprender a disfrutar de mi libertad... La libertad, no hago más que decírselo a todo el mundo, es para los pájaros.
-Eres siempre muy duro contigo mismo. Alguien debería decirte que fueras feliz, para variar.
-No necesito a nadie más que me diga nada. Mira. Aprecio tus intenciones. Tal vea tú hayas comprendido muchas cosas. Pero yo tengo que resolverlas a mi manera. No tengo el futuro delineado todavía. Espera unos meses".
Rectifico: el hombre aún no tiene las cosas del todo claras, pero tiene la suficiente valentía como para detenerse a esclarecerlas. Es valiente porque más tarde le leeré: "Tengo tanto miedo... Tengo tanto miedo de que sea demasiado tarde".
En algún punto de este relato acude a mi mente El oso número cincuenta y nueve, cuento de Sylvia Plath sobre un matrimonio que se encuentra de campamento. Es el único momento en el que me acuerdo de Plath, con la que se compara a Hayden, durante esta lectura.
Creo que me está siendo más fácil sacar más de este relato que de otros porque sucede en un único tiempo y lugar, a pesar de que no es el único que así acontece.
Los diálogos de este cuento son minas por explorar. Pienso en mis conversaciones de los últimos días, tan básicas. Me pregunto en qué momento las conversaciones se han reducido a un "¿qué tal has comido?", "¿qué tal has dormido?". Tal vez en esencia la vida se reduce a eso: comer bien, dormir bien.
Me acuerdo de otros ingresos hospitalarios: yo más joven; mis padres más jóvenes (estar en un hospital y que nadie se quede a pasar la noche contigo es un privilegio; estar en un hospital y poder pasar la noche en planta es un privilegio). Me pregunto por qué en mi caso aún no ha comenzado a invertirse el flujo de la vida.
El diálogo entre el hombre y la mujer que sigue no es una lista, pero puede dar para jugar a crear una:
"-Si fueras un pájaro, ¿cuál serías?
-Un avestruz.
-¿Qué paisaje?
-La llanura. La tundra. La pradera sudafricana.
-¿Una flor?
-El liquen.
-No es una flor.
-Sobreviven.
-¿Qué arma?
-La ira".
Sigo leyendo y avanzo hasta el final del relato. Nueva rectificación: el hombre es más flor que liquen.
A las 6:30h una enfermera entra en la habitación y me saca sangre. Más tarde, aún temprano, otra me toma la tensión. No puedo evitar pensar que es la constatación de que hoy me voy a casa. Quieren asegurarse de que mi estado es apto para ello antes de darme el alta.
A las pocas horas, paso a ver a la doctora. Como cada día (y como sé que es habitual cuando se está ingresado), me ve un médico diferente. La otorrina que me atiende hoy opta por seguir administrándome unos días más el antibiótico intravenoso para que me haga más efecto antes de continuar con el oral en casa. Pequeño bajón.
Parece, pues, que finalmente voy a leer la segunda parte del libro de Julie Hayden, con el que comparte título, en el hospital. Me dispongo así a dejar atrás las listas de vida y adentrarme en las listas del pasado, pero antes de continuar con mi diario de lectura me apetece hacer un inciso: todos deberíamos escuchar todos los días un poco de música. Melodías que nos hagan felices acompañadas por letras que nos digan algo. Así que, ¡un hurra por las listas de spotify! Deberían estar en el top de la lista de vida de cada uno de nosotros (por detrás, por supuesto, de la lista interminable de las lecturas pendientes).
Mediodía (antes de comer)
Las historias de casa es el primero de los cuentos de Las listas del pasado. En cuanto comienzo a leerlo en seguida me acuerdo de las Siete casas vacías -otro buenísimo libro de cuentos- de Samanta Schweblin, especialmente de su cuento La respiración cavernaria, uno de los cuentos más flipantes que he leído en mi vida.
Mini lista de cuentos flipantes (en el orden en que los he leído):
*El perseguidor, de Julio Cortázar
*Los cinco de Finkelstein, de Nana Kwame Adjei-Brenyah
* La respiración cavernaria, de Samanta Schweblin
El relato de Hayden se inicia con varias listas del hombre en torno al cual giran los cuentos de esta segunda parte del libro. Son las listas "de alguien que pasa tiempo al aire libre, un jardinero suburbano".
Pienso en mis propias listas, aunque sean listas no escritas. Pienso en las tareas a medias que dejé el viernes en la biblio absolutamente confiada y convencida de que las iba a continuar el lunes (tejuelos marcados, sin imprimir y libros apartados de la estantería; otro nuevo envío de PI por preparar; ...). Pienso además en que mi compi de infantil está de vacaciones. Pienso en la lista de cosas que quisiera estar haciendo y que en cambio he de esperar a regresar a casa para hacer (cargar el kindle; solucionar el problema de conexión a internet de mi PC; escribir la reseña de Blonde; comenzar a materializar de algún modo todo el torrente de ideas que me está suponiendo esta lectura; ...). Pienso en la lista de mis nuevas rutinas:
*Ducha, primera toma de medicación intravenosa y desayuno (no siempre en el mismo orden)
*Escuchar por el móvil noticias o los podcasts que solía escuchar mientras voy y vuelvo del trabajo
*Pasar a que me vea el médico
*Continuar un poco más con los podcasts
*Leer un rato hasta la hora de comer
*Comida sobre las 13h. Mi madre suele venir a acompañarme. A menudo viene con ella mi hermano, que la trae en coche al hospital.
*Lectura durante un par de horas
*Escuchar un poco de música
*Sobre las 16:30h me traen la merienda. Un poco antes, me enchufan al gotero.
*Otro rato de música hasta pasadas las seis. Vienen a verme mi madre, mi padre, mi hermana y mi cuñado. Como mi estado lo permite me dejan salir a la sala de espera que hay donde los ascensores, entre los dos pasillos de habitaciones, para que no haya tanta gente en el cuarto, y porque, además, a veces viene también mi sobrino, que me quiere ver, y como es un niño no puede pasar a la zona de habitaciones.
*La cena llega sobre las 20h. Mis padres se quedan a hacerme compañía mientras ceno.
*Leo otro par de horas y apago la luz sobre las 11h
*Calculo que entre las 00:00 y las 01:00 me administran la tercera dosis de antibiótico por vena
*Me duermo hasta las 4 o las 5 de la madrugada, me desvelo y me vuelvo a quedar dormida poco antes de arrancar un nuevo día.
*Sobre las 8:30h la limpiadora entra en la habitación, nos da los buenos días, sube la persiana y vuelta a empezar.
Aunque echo mucho de menos moverme más, pienso en lo cómoda que me está resultando la cama del hospital para leer y en lo práctica que es la luz que tiene encima para la lectura. Me maravilla lo rápido que me he instalado en esta nueva cotidianeidad. No sé en qué momento me he convertido en Hans Castorp.
En el cuento que estoy leyendo mientras pienso todo esto se repite el recurso de contar la historia de un lugar a través de sus diferentes habitantes. Cuando llego al final, me acuerdo de El ferrocarril subterráneo. La novela de Colson Whitehead y los cuentos de Samanta Schweblin no tienen nada que ver, pero, aunque obviamente no pudo leer a ninguno de ellos, Julie Hayden obra para mí el milagro de fusionar en la casa del hombre de este cuento algunas de las casas de ambos libros.
Miro el reloj. Compruebo de cuántas páginas consta el siguiente cuento. Creo que me va a dar tiempo a leerlo antes de comer. Comienzo y termino Dieciocho vertical. A partir de este cuento y hasta el final del libro me acuerdo mucho mucho de Alice Munro (otra excelente cuentista), de Alice Munro y de su padre.
Cuidando el jardín por placer es un cuento en el que se narran los esfuerzos de los allegados del hombre por mantener su jardín mientras él se encuentra en el hospital.
Subrayo la siguiente frase: "Hoy, por una vez, ha salido el sol". Sé que no tiene nada de especial, pero es que desde la ventana de mi habitación el sol no se ve sino que se intuye. Mis vistas son las de la ampliación del hospital, un edificio tan adyacente al que me encuentro hospitalizada que no puedo admirar ni un poco de cielo. Y yo, que tan bien llevé el confinamiento, pues echo de menos eso, un trocito de cielo. Tonta de mí, llevo todos estos días pensando que el cielo volverá cuando concluyan las obras, pero acabo de caer en que entonces se irán los obreros, se terminará el ruido, pero no habrá más trocitos de cielo desde esta habitación ni desde ninguna otra que tenga por vecinas de enfrente dependencias del nuevo edificio. No más trocitos de cielo para los próximos pacientes de la habitación 222. Podría, por cierto, contarse la historia de mi habitación a través de las personas que la han ocupado. Podría contar la historia de mis sucesivas compañeras de habitación (llevo ya tres; ganas me dan en algún momento de preguntarle a alguna enfermera si soy la veterana de la planta), pero esas historias no me corresponden.
Mientras leo Pasajeros, el siguiente de los cuentos, una auxiliar entra en la habitación a hacer la cama vecina. Barrunto que a lo largo de la tarde conoceré a mi cuarta compañera de cuarto. Creo que la auxiliar se extraña al verme con un libro en una mano y probablemente aún más con un lápiz en la otra. Supongo que el kindle, por pertenecer a la familia de las pantallas, es más discreto. Ahora que en los hospitales ya no hay que pagar por ver la televisión parece que apenas algún paciente la ve. Por lo que estoy pudiendo comprobar durante estos días, la llamada pequeña pantalla ha sido sustituida por la aún más pequeña pantalla del teléfono móvil. Tan solo la más jovencita de mis compañeras ha recurrido también a una pantalla algo mayor (la de su tablet, para ver por las noches un episodio de su serie favorita de Netflix). La auxiliar me pregunta que qué leo. Le respondo que un libro de relatos que compré en la Feria del libro. Tras unos segundos de silencio me pregunta que si en la Semana Negra. Le aclaro que no, que ha sido en la que ponen sobre mediados o finales de junio en el Paseo de Begoña. El silencio con el que me responde me da a entender que no sabe de qué le hablo. Obviamente, la Semana Negra con sus atracciones de feria y su ocio nocturno (y también con sus muchos más años de celebración en su haber) tiene mucha más repercusión y para los no lectores mucho más tirón. Noto que me sigue observando con cierto disimulo y curiosidad y no sé por qué siento la necesidad de justificarme y le digo medio en broma y en tono desenfadado que soy un poco friki para los libros. Mi comentario parece animarla y me pregunta: "y ahora, por ejemplo, ¿qué es lo que has subrayado?". No puedo evitar sentir la pregunta como una invasión a mi intimidad (yo, que luego vengo aquí a cascarlo todo (o casi todo)), amén de que de sobra sé que cuando una frase se escinde de las que la acompañan pierde en parte su significado y para nada quiero leerle algo que pueda sentir vacío o carente de contenido. Sé que no ha habido mala intención por su parte. Además, percibo en ella auténtica curiosidad y sincero interés, y, desde luego, su pregunta ha sido muchísimo mejor que esa otra que tanta pereza me da y que no puedo evitar reproducirla en mi mente con tono de retintín de "¿de qué va el libro?". Me siento en la obligación de contestarle por cortesía, pero, además, es que realmente quiero ser amable y considerada con ella y darle de algún modo algo que responda a su pregunta. Opto por una vía intermedia que no tengo aún muy claro si ha satisfecho a alguna de las dos y le digo que subrayo cosas que me gusta cómo están escritas o que me dicen algo. Nuevamente obtengo su silencio por respuesta. Supongo que estaba esperando que le leyera alguna frase. Tras unos instantes, más por romper el hielo que por otra cosa, le pregunto si voy a tener nueva compi. Me responde que sí y la conversación muere. Me gustaría poder recordar qué fue lo último que había subrayado antes de iniciarse nuestra conversación, pero, por más que he revisado Pasajeros, no consigo acordarme. Supongo que al final, fuera lo que fuera, no me identificaba tanto. Podría habérselo leído a la auxiliar y preservar sin problemas mi intimidad. Claro que entonces tampoco le habría dicho nada de mí, lo cual creo que habría sido peor. No me sonaba la cara de esta chica (de esta mujer joven) de días anteriores. No volveré a verla los pocos días que me quedan en el hospital. Me pregunto qué habrá pensado de mí, que habrá sacado de nuestra torpe conversación. Tal vez ya no me recuerde. Tal vez me haya catalogado como rarita. Tal vez -porque los lectores no somos mejores que los no lectores y porque los no lectores también son sensibles- alguna vez se acuerde de mí y piense: Esa pobre paciente. Cómo le gustaba leer.
Como al final no me he ido a casa y como no sé cuántos días más voy a estar aquí, cuando he llamado a mi madre esta mañana para contarle que al final no me daban el alta le he pedido que me trajese champú y lo básico para arreglarme un poco el pelo. También le he pedido las pinzas de depilar. No me he lavado la cabeza desde que estoy en el hospita y, aunque no me noto el pelo sucio, no me siento cómoda. Me lo trajo a la hora de comer, pero como al poco me dijeron que me iban a cambiar de habitación porque la necesitaban para ingresar a un paciente varón no he querido aventurarme en el baño por si me pillaban allí cuando fuese el traslado. Me acabo de enterar de que la operación mudanza ha sido cancelada, así que una vez terminado Pasajeros vuelvo a sacar mis pocas pertenencias de la bolsa y a colocarlas de nuevo en la mesita B y el armario B. Como aún queda un rato para que lleguen mis padres, mi hermana y mi cuñi, me voy al cuarto de baño. Me doy un lavado rápido de cabeza, me quito unos pelillos del bigote y me siento un poco más persona. Por primera vez en varios días llevo la melena suelta y disfruto de su olor a champú.
Por la noche
En Paseo nocturno con los ojos cerrados, el hombre, que había regresado del hospital en Cuidando el jardín por placer, "Soñando con Florida, se duerme. En mitad de la noche, su mujer se despierta: él está despierto merodeando otra vez.
El lunes tiene un resfriado. "Ven a que te veamos en el hospital", dice su amigo médico. Martes, hay una sombra de duda con el escaneo del hígado. Miércoles: ¡falsa alarma!
Su mujer telefonea a los hijos: "¡Ben vuelve a casa!".
Jueves, vomita un río de bilis de punta a punta del dormitorio. Viernes, se cruza con la palabra "obstrucción" en el libro de cirugía. Sábado, pide una consulta urgente con otro médico.
-Justo estaba hablando con él por teléfono -le dice la mujer a una de las hijas un poco más tarde, con el auricular quieto en la mano todavía-. Dijo: "Bueno, tengo que colgar, me están llevando al quirófano"".
Vaya, esto no es algo muy apropiado para leer estando en un hospital.
Lista de mantras para repetir como un mantra:
*Estar en un hospital y sentirse bien es un privilegio
*Estar en un hospital y aburrirse es un privilegio
*Estar en un hospital y comer con apetito es un privilegio
*Estar en un hospital y poder leer es un privilegio
*Estar en un hospital y leer según qué cosas es un privilegio
Al hombre no le interesa el paisaje que divisa desde la ventana. "Cortinas de plástico tapan una vista que a él ya no le interesa desde que se la aprendió de memoria el primer día: la copa de un árbol del que le gustaría saber el nombre, el centro comercial Korvettes, el Long Island Sound, la propia Long Island y el cielo con nubes". Yo, en cambio, sigo muriéndome por un trocito de cielo.
Cosas que subrayo y que no me olvido de haber subrayado:
"Le da vueltas y vueltas al hecho de la muerte como a una pequeña piedra en el bolsillo de su bata, pulida de tanto tocarla, familiarizándose con la superficie, el peso, lisa, compacta, dura".
"Como una piedra en el bolsillo, la palpo en la oscuridad. ¿Por qué tengo miedo?"
El de Inclemencias del tiempo es otro maravilloso cierre de cuento que resulta ser, además, el final del libro:
"¿Y si subieran el largo camino de entrada bajo los pinos y él los oyera desde su dormitorio en el piso de arriba y estuviera allí, de regreso de ese lugar, enfermo, pero no muerto, pálido y vivo? O si les diera la bienvenida en su jardín, trabajando entre las rosas. "¡Adivinad cuánta lluvia cayó!". Y ellos tuvieran que pasar por todo otra vez. Después del esfuerzo, del trabajo que da enterrar a un hombre muerto. ¿Podrían soportar tenerlo de vuelta, después de eso?"
Estoy feliz con mi compra, con mi tesorito y con esta lectura; algo turbada, también, porque me siento como si solo hubiera captado aproximadamente un veinte por ciento de todo lo leído. ¡Qué digo, probablemente ni siquiera haya alcanzado el diez! A tenor de lo que leo en la nota final de la traductora, parece que esta sensación es la que suele dejar este libro en quienes se adentran en él. Como me confirma Inés Garland en esa nota, los de Julie Hayden "Son cuentos para leer más de una vez; la velocidad de la vida, la multitud de detalles, de voces superpuestas, de capas simultáneas aparecen para deslumbrarnos con la inteligencia y la extrema atención de esa mirada, y los detalles reaparecen como pistas para terminar armando la trama de las relaciones y los escenarios, una totalidad revelada sutilmente. Si, como dice Simone Weil, "la atención es la más rara y más pura forma de la generosidad", este libro de cuentos es la prueba de una generosidad que jamás subestima al lector, que logra hablar de los temas más cruciales sin volverse panfletaria y sin usar lugares comunes".
Las últimas palabras de la traductora dicen así:
"Ahí quedarán, cuando cerremos el libro, los detalles cotidianos que parecen conversar con los de nuestra propia cotidianeidad, nuestra mesa de luz, nuestras propias listas de tareas.
¡Guau! No he sabido explicarme a mí misma el porqué de habérseme ocurrido la idea de escribir este diario retrospectivo sobre esta lectura durante mi estancia en el hospital. Ahora comprendo que lo que llevo sintiendo todos estos días no es sino la perentoria necesidad de dejar correr libremente la conversación entre los detalles cotidianos de los cuentos de Julie Hayden y los de mi propia cotidianeidad hospitalaria.
Sábado, 27 de julio
14h
Mi hermana y mi cuñado vienen a buscarme. Hace calor fuera. Trozaco de cielo. Nubes y claros con predominio de claros.
Leo. Es como una enfermedad. Y no me refiero solo a los libros de los que hablo aquí. Con esos soy más selectiva. No puedo evitar, en cambio, que mis ojos se posen sobre cualquier texto que encuentren en su camino y, cuando me doy cuenta, de manera inconsciente, ya estoy leyendo. Leo propagandas, prospectos médicos, hasta la letra pequeña que nadie lee", escribí en mi reseña de Más tarde, en casa
Mi PC sigue sin conexión a Internet. El kindle se porta como un campeón, conecta a la primera y carga hasta el cien por cien del tirón. Leo un poquito de Fiesta.
Mi madre vuelve de la farmacia con la medicación oral que me han recetado esta mañana. Voy a dejar de ser una yonqui y pasarme a las pastis. "La analfabeta intentando parafrasear a Agota Kristof, que también leía todo lo que caía en sus manos. Así que leo los prospectos de los fármacos que me trae mi madre, esos que recomiendan leer aunque no estoy yo muy segura de que siempre sea recomendable leerlos. Leo el prospecto de la amoxicilina. Leo el prospecto de la prednisona y, aunque no soy aprensiva, no puedo evitar sobrevolar mi vista sobre los trastornos psiquiátricos comentados como posibles efectos secundarios. No puedo evitar acordarme de Daniel, el hijo de Piedad Bonnett. Me parece estar viéndolo saltar al vacío desde una azotea de Nueva York. No hay poeticidad en su joven cuerpo precipitándose, por mucho que sepa de su historia por su madre, que es poeta. Siento su caída no accidental muy alejada de esa otra anhelada en el arranque de Leña por el marido de la amiga ausente (""Quiero caerme de la rama más alta", dijo un joven intelectual abriendo los brazos para mostrar el modo en que flotaría a través de las ramas verdes de junio, como un clavadista en un agua de hojas"). Sé que Daniel padeció de joven de un acné severo. Sé que después sufrió durante diez años esquizofrenia. Sé que le recetaron para combatir el acné un medicamento sobre el que su madre supo después que se habían "comunicado casos de depresión, síntomas psicóticos y rara vez intentos de suicidio". No sé si hubo una relación directa. No sé si se puede hablar de causa y efecto. No sé si Daniel tenía alguna predisposición para desarrollar la enfermedad mental que padeció, si el detonante fue ese fármaco o si fue otra cosa. Pero sí sé porque Piedad Bonnett lo sabe y porque me lo ha contado que "A medida que su piel se transformaba, se enrojecía, se descascaraba, Daniel se hundía en la oscuridad de la depresión. La puerta de su habitación empezó entonces a cerrarse sobre su angustia, el teléfono dejó de sonar, las rutinas parecieron volvérsele insoportables".
Tomo el primer par de pastillas del antibiótico y comienzo a escribir notas de lo que se convertirá en este diario retrospectivo. A falta de blogger, abro un bloc de notas.
Lunes, 29 de julio
Mi PC ha recuperado milagrosamente la conexión a internet y además tengo plan B por si vuelve a fallar.
Jueves, 1 de agosto
Regreso al trabajo. Inicio nuevas listas de tareas pendientes.
Viernes, 2 de agosto
Termino -ya en blogger- de redactar esta entrada. Me falta releerla. Me falta corregirla. Me falta matizarla. Añadir enlaces, fotos, la ficha del libro, las etiquetas, ponerla guapa, elegir fecha de publicación y programarla. Pero la esencia ya está; lo otro puede esperar. Lo importante es que por fin me siento liberada. Sé que los cuentos de Julie Hayden se van a convertir en una de esas lecturas que permanecen, pero necesitaba que me dejaran descansar de su omnipresencia.
Me he guardado una cita para el final. Es otro final de cuento. Se trata de la última frase de Las visitas y dice así:
"Si hubiera sido una artista de verdad, habría sabido que no hay nada artístico en la muerte, que es el final de todos los cuentos".
Me la he guardado porque así siento yo a Julie Hayden, como una artista de verdad plenamente consciente de que la muerte es el final de todos los cuentos. Tal vez, de su sabiduría, su fragilidad.
Este es el final de este diario pero no el final de mi cuento. Tengo pendiente el cuento de Blonde. Tengo pendiente el cuento de Fiesta. Y tengo listas de futuro para soñar con un longevo cuento.
Prologuista: S. Kirk Walsh
Editorial: Muñeca Infinita
Año de publicación: 2021 (1976)
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