El otro día fuimos a ver `Rango´, una maravilla de película de animación con un personaje doblado en el original por Johnny Depp, esa figura de culto, y para mí fue un alivio saber que no la habían rodado en 3D ni la estrenaban en este formato (lo que digo no es descabellado: en la actualidad apenas ruedan películas en 3D, pero luego las convierten a 3D mediante métodos que ignoro). Como ahora un altísimo porcentaje de los estrenos de Hollywood (y alguno de nuestro país) se proyecta en tres dimensiones, uno no tiene claro si lo que va a ver está en tres dimensiones o no; porque algunas de esas películas cuentan con ambas opciones, dependiendo de lo que quiera el exhibidor: en 3D o en 2D. A veces uno tiene suerte y a veces no; lo digo porque las más de las veces acudo a los mismos cines de Madrid.
Bien, el caso es que `Rango´ no requiere de las malditas gafas, todo lo contrario de lo que me sucedió cuando vi (y disfruté mucho de la película, pero no por el 3D) `Toy Story 3´: en el cine al que fuimos sólo la proyectaban así. E incluso una mujer que teníamos delante, en la cola, le preguntó a la taquillera qué pasaba si no adquiría las gafas. La respuesta no pudo ser más lógica: “Entonces verá borrosa la película”. Cuando estrenaron `Avatar´ había que devolver las gafas a la salida: se le daban a un encargado que se situó en la puerta al finalizar cada sesión. Se trataba de unas gafotas que te cubrían media cara y, tras diez o quince minutos de proyección, terminabas acomodándote a ellas o, mejor dicho, acostumbrándote. Cuando fui a ver la tercera parte de `Toy Story´, en cambio, el modelo de gafas era diferente: eran más pequeñas, pero más incómodas. Y no las devolvías a la salida porque previamente te había tocado comprarlas junto a la entrada (un euro por persona: de ahí la reticencia de aquella señora a comprarlas). En la taquilla te recomendaban guardarlas para la próxima película que vieras en 3D, para ahorrarte el euro en lo sucesivo. Eso, en principio, es un engorro: dudo que la próxima vez que vaya al cine a ver una película en 3D me acuerde de coger las gafas de la estantería. Pero que te toque comprarlas, sin embargo, tiene una ventaja inmensa: que no pasan de mano en mano, no están usadas, y por tanto no utilizas las gafas que se ha puesto otro espectador. Reconozco que, maniático y escrupuloso como soy, tuve aversión a ponerme las gafas usadas por otro tipo (o tipa, o quien fuera) cuando fui al estreno de `Avatar´, y me pasé cinco minutos, o quizá más, limpiándolas a conciencia con la toallita húmeda que te proporcionaban junto a la entrada y las gafas. En mis delirios maniáticos empecé a calibrar la posibilidad de que el espectador previo tuviera kilos de caspa, o liendres, o no se lavase el pelo desde hacía una semana, y por eso no me limité a limpiar sólo los cristales, sino también todo lo demás, la montura y, especialmente, las patillas.
Volviendo al principio, recuerdo que me costó centrarme en los primeros minutos de `Toy Story´. Por fortuna uso lentillas cuando salgo de casa, y no imagino lo engorroso que será utilizar los dos pares de gafas: las de 3D y las de miope, unas encima de otras. El cine en tres dimensiones, que había sido tan cutre en los años 80 (aún recuerdo `El tesoro de las cuatro coronas´ y `Tiburón 3D´), supone una experiencia alucinante cuando la película está rodada así, como hizo James Cameron. De lo contrario es una pesadilla. Lo detesto. Ponerse gafas (y comprarlas) sólo para ver cuatro efectos añadidos a posteriori me parece un coñazo. Maldigo a Cameron por ello.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla