Estas fueron las palabras de Queipo de llano que sembraron las tierras de España de criminales manadas de violadores:
"Nuestros valientes Legionarios y Regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad (…) Esto es totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen. (…) Estamos decididos a aplicar la ley con firmeza inexorable: ¡Morón, Utrera, Puente Genil, Castro del Río, id preparando sepulturas! Yo os autorizo a matar que si lo hiciereis así, quedaréis exentos de toda responsabilidad”.Más de 10.000 personas han leído el extracto del Capítulo VII º de Magdalenas sin azúcar, ahora puedes leer el capítulo completo:El bastardo de su padre
Clara despierta entre los junqueños más expectativas de las deseadas a pesar de estar prácticamente recluida en la casa. La llegada del invierno y lo avanzado del embarazo ayuda en parte a justificar sus deseos de encierro. María procura respetar esa decisión, bien es cierto que hubo de dar más explicaciones de las que en principio hubiese querido. Se alegra de su decisión de decir la verdad, fue un acierto. Naturalmente, intenta suavizar la historia. En su relato inventado no hay falangistas, solo moros, consciente de la aversión que por muy distintos motivos despiertan entre vencedores y vencidos los marroquís. No hay rechazo por parte de los junqueños. Su aspecto débil e infantil solo provoca pena y comprensión. En el ayuntamiento, cuanto apenas preguntan, incluso prometen y consiguen hacer lo posible para que ni la Guardia Civil haga acto de presencia en la casa. El nacimiento de la hija de Clara, en principio, fue un hachazo para la muchacha. El golpe emocional se acrecentó por los incisivos comentarios de buena parte de las mujeres que pasaron por el domicilio de María. La criatura era de tez muy morena a pesar de que sus rasgos no terminan de ser morunos y nadie que no lo supiese habría podido deducir que el padre era un mercenario magrebí de las tropas de Franco, salvo por su rizadísimo y abundante cabello.
—Se parece al bastardo de su padre —dijo nada más verla. Y en su cara no se dibujó la sonrisa maternal que suele acompañar a las mujeres después de ver por primera vez a sus hijos recién nacidos. —No la quiero. No la quiero, apártala de mi vista. Las lágrimas de rabia se convierten en histéricas. La partera y María llegan a temer que sea capaz de cualquier locura. No quiere ni darle el pecho, se niega en redondo, y los primeros días es una vecina quien se encarga de darle sustento a la criatura. María hace de madre, hermana y consejera. Sus lágrimas se mezclan con caricias. A base de mucha paciencia logra que Clara esté dispuesta a darle el pecho a la pobre criatura, sin que esta deje de maldecirla y rechazarla con todo tipo de palabras malsonantes. Es mucho el dolor y la rabia acumulada en su mente y en su corazón como para olvidar lo ocurrido no solo a ella sino a toda su familia. Recuerdos demasiado recientes como para que no doliesen. —La veo y veo al bastardo de su padre… a los bastardos asquerosos, hijos de… Y de su boca salen todos los calificativos de la lengua castellana habidos y por haber. En Juncos, al terminar la guerra, los vencedores, al igual que en toda España, cometieron barbaridades que nada tenían que ver con la generosidad del vencedor, que supuestamente debe tener este con respecto a los vencidos. Mientras que a los hombres se los llevaron a Uclés, solo a Felipe a Cuenca, a las mujeres les raparon la cabeza y obligadas a tomar aceite de ricino para después sacarlas por la calle en procesión, yéndose las patas abajo, de lo cual se libró María. Estaba en casa de su suegro y este la protegía. Pero en el pueblo de Clara, bastante más al sur, en los límites de Andalucía, fue muy diferente. Sabían que podía ocurrir, habían escuchado noticias que llegaban sobre lo sucedido a gentes de los pueblos ocupados por los golpistas, especialmente, si entre los sublevados iban moros. Sabían lo que les esperaba a las mujeres e hijas de los republicanos, sin importar en muchos casos la edad, algo bastante peor que el aceite de ricino y la muerte. Las atrocidades eran ampliamente difundidas a través de las ondas por el general golpista Queipo de Llano, sembrando la muerte a ambos lados del frente. La mayoría de los habitantes de los pueblos ocupados no tenían dónde ir, ni puerto, ni barco a dónde embarcar para escapar y tan solo les quedaba esperar su calvario. Los soldados leales a la República habían abandonado sus armas y en pequeños grupos iban regresando a sus respectivos pueblos. Algunos eran apresados y llevados a campos de concentración. A otros les dejaban llegar a sus pueblos ante la imposibilidad de identificarles para de nuevo ser apresados y en muchos casos asesinados tras ser identificados y denunciados por sus paisanos. Fue a principios del mes de abril cuando llegaron medio centenar de aquellos soldados derrotados al pueblo de Clara sin armas, cansados, hambrientos y con mucho miedo. Su llegada corrió como la pólvora. Las mujeres salieron de sus casas con la esperanza de que entre aquellos soldados se encontrasen sus hijos, sus maridos o sus novios. Una docena de aquellos soldados se quedaron en el pueblo. El resto, tras despedirse, marcharon en dirección a sus respectivos pueblos con la pesada carga de los vencidos, con la incertidumbre de no saber lo que cada uno encontraría al llegar. No habían terminado los abrazos de despedida de los soldados a las afueras del pueblo cuando comenzaron los abrazos de bienvenida con los familiares. Alguien les vio llegar acudiendo a la plaza. En ella se concentraron niños, mujeres, ancianos y los hombres que habían llegado antes, no habían ido al frente o mutilados habían regresado antes del mismo. Era el fin de una pesadilla parecían pensar todos y así lo demuestran. Se besan y abrazan con desesperación, lloran de alegría por el reencuentro, por el fin de la angustia que representa la guerra. Aquellos soldados llegaron en un estado lamentable después de varios días de caminar, casi sin comer ni dormir, sucios, cansados, hambrientos y vencidos. Al abrazarse a sus familias o lo que quedaba de ellas, todo el sufrimiento parecía quedar atrás. Clara no cabía en sí de gozo, por fin allí estaba Carlos, su hermano, el único de los tres hermanos que no había muerto en la guerra. No, no es que de repente le hubiesen dejado de doler los hermanos fallecidos, pero allí estaba el tercero. Por fin parecía que sus plegarias habían sido escuchadas por un Dios del que otros se habían apropiado. Allí estaba su hermano, podía verlo, tocarlo, besarlo. Carlos se repartía, lo mismo que el resto, entre madres, hermanas, novias y mujeres, padres, abuelos, hijos o simplemente amigos o conocidos. Los niños corretean, juegan contentos, se agarran a los pantalones de sus padres o hermanos, que en algunos casos apenas conocen, quieren ser cogidos en brazos, los viejos se abrazan a los recién llegados como si fuese el último de los abrazos. No todos en el pueblo sienten esa misma alegría. Desde algunas ventanas se observa en silencio el júbilo de los vencidos y parece que les hace daño tan mísera alegría. Al contrario, sienten rabia, como si hubiesen sido invertidos los sentimientos de victoria y derrota. Esperan la llegada de los suyos escondidos tras las cortinas, sin atreverse a salir a celebrar la victoria que ya conocen. No esperaban que lleguen los vencidos antes que los vencedores. Les molesta que lleguen alegres a pesar de la derrota, que no oculten su gozo por regresar con los suyos, aunque sean derrotados y con un final más que incierto. Se conforman porque todavía podía ser peor, aunque pensasen que lo peor había pasado ya. Entonces escucharon ráfagas de ametralladoras a lo lejos seguidas de gritos y lamentos. Todos se estremecen, incluidos quienes están tras las cortinas, aunque estos saben que ya están allí los suyos. Es la hora de la venganza, deben salir antes de que termine de entrar en el pueblo el victorioso ejército de Franco. Las gentes que se encuentran en la plaza saben que los destinatarios de aquellos disparos habían sido aquellas cuatro decenas de soldados, de quienes se habían despedido momentos antes.—¡Que vienen los fascistas! —grita al entrar en la plaza la mujer del alcalde republicano, la madre de Clara. Al instante se escuchan dos disparos mucho más cercanos, que nadie supo de dónde habían salido, pero la mujer cae de bruces, herida ante la mirada atónita de quienes segundos antes sentían una felicidad suprema. Los hombres, acostumbrados al frente, se ponen tensos, buscando el fusil que ya no tienen. En segundos, aparecen como por arte de magia habitantes del pueblo vestidos con camisa azul recién planchada. Llevan escopetas de caza, con las que apuntan a los que se encuentran en la plaza. La mujer, que había dado el grito, se encuentra en el suelo, con un disparo en el costado derecho y otro en el tobillo, la primera herida sangra de manera abundante. Clara y Carlos corren al lado de su madre, esta permanece con los ojos abiertos, implorantes, con gesto de dolor en el rostro, alarga su mano haciendo un último esfuerzo en dirección a sus hijos, los cuales se acercan corriendo.—¡Madre! —gritan ambos.Antes de llegar, se encuentran con un par de jóvenes falangistas apuntándoles. La muchacha mira a su hermano y puede ver la rabia y la impotencia en su rostro, en sus ojos, pero del mismo modo la risa sarcástica de quienes les retienen. Nota la proximidad de un cañón caliente que le quema la cara. Entonces, mira a aquel tercer improvisado falangista, que ríe cruelmente. Ernesto Pujalte es su nombre, no tendría más de veinte años, vecino suyo, compañero de juegos infantiles y desde unos meses antes su pretendiente más o menos despechado. Él presume de que ella será su novia, aunque nunca le haya dado pie para ello y siempre lo rechazase. Si bien Clara se considera su amiga, habían compartido muchas horas de juegos desde la más tierna infancia. Al crecer se habían distanciado precisamente por la pretensión de Ernesto de que fuese su novia, por sus intentos de besarle contra su voluntad, de esperarle en cualquier esquina. Es el menor de los hijos del capataz de uno de los terratenientes de la comarca. Capataz con las suficientes influencias, incluso entre las autoridades republicanas como para evitar que Ernesto fuese uno de quienes integraron la llamada quinta del biberón. Ernesto Pujalte es apuesto, muy bien formado y de facciones agradables, capaz de enamorar a cualquier muchacha que se lo proponga solo con la mirada, aunque sus modales rudos le alejasen bastante de ellas. Con Clara había dado en hueso. Ella no le decía que no, pero jamás le llegó a decir que sí, como tampoco se lo llegó a decir a ninguno de sus pretendientes. Era como si esa muchacha de modales y aspecto delicado prefiriese quedarse para vestir santos en lugar de desear formar una familia.— ¡Joder! Casi dejo viudo al suegro —dijo Ernesto, vestido con pantalón de pana y camisa azul falangista, puesta sobre un jersey de lana. Era él, terminaba de disparar contra la madre de Clara, esta le miró desafiante.—¡Hijo de la gran puta! —gritó llena de rabia, sin importarle las consecuencias.Ernesto entonces apartó el cañón del rostro de la muchacha y de un disparo terminó con la agonía de la mujer.— ¡Ea! Pues sí, ya he dejado viudo al suegro…, me he quedado sin suegra y con la novia huérfana, tres pájaros de un tiro.Y sus risas se escucharon en toda la plaza, atronando en la cabeza de Clara y Carlos. El joven falangista, de nuevo, disparó contra el cuerpo de la mujer a pesar de estar muerta. Fue entonces cuando su hermano Carlos se abalanzó sobre él, derribándole al suelo y quitándole la escopeta. Antes de que pudiese apretar el gatillo, cayó entre el cuerpo de su madre y el de su hermana abatido por los disparos de otros falangistas.—¡Coño! ¡También sin el cuñado! —exclamó desde el suelo, mientras levantándose un poco aturdido a pesar de querer demostrar lo contario el joven falangista. Clara corre en dirección a la escopeta con intención de cogerla, un fuerte golpe propinado por Ernesto Pujalte, padre, le derriba. Es el falangista que lleva la voz cantante. El hijo, entonces, coge de nuevo la escopeta, abriéndola para sacar los cartuchos gastados y mete nuevos, apunta a la cabeza de la muchacha, reclinada en el suelo.— ¿Qué pretendías, hija de la gran puta?Ernesto, padre, aparta la escopeta de la cabeza de la muchacha que empuñaba su hijo.—Tranquilo, Ernestín, no seas bruto con la muchacha. Hay que ser buen cristiano —dice—. La pobre necesitará consuelo y es de buenos cristianos consolar a quien lo necesita. Además, ¿no la querías para novia?— ¿Yo? ¿A esta roja?Sus palabras las acompaña con una maniobra de escopeta, sube la falda de la muchacha con el cañón hasta llegar a la altura del sexo, colocando el extremo del cañón apretando contra el mismo. La muchacha tiembla, los presentes contienen la respiración ante lo que parece que va a hacer Ernestín. Entonces, el padre se interpone entre su hijo y la muchacha, mirando fijamente los muslos de Clara.—¡Imbécil! ¿Estás loco? —Después mira a la temblorosa y lacrimosa Clara. Es una pena desperdiciar tanta belleza.En la plaza entran nuevos falangistas en un camión, que vuelve a salir de la misma para hacer la entrada a pie, desfilando y cantando. Son forasteros, posiblemente, los autores de los disparos escuchados momentos antes piensan quienes se encuentran en la plaza, pronto salen del error. Nuevos disparos atronan por todo el pueblo, pero no son los recién llegados, se trata de otro ejército mucho más ruidoso que entra en un camión descubierto, disparando al aire en la plaza. En el nuevo camión viajan una veintena de moros que gritan con gestos airados: —¡Viva España! ¡Viva Franco!
—¿Qué hacemos con esta escoria, mi teniente? —preguntó uno de los falangistas señalando a Clara, que comenzaba a dar muestras de estar viva.—Dejarla, en su vientre lleva la penitencia. Seguro que terminará de zorra en una casa de putas de Madrid —respondió el teniente. Clara, vive, pero hubiese preferido estar muerta. Tardó en averiguar el peregrinaje carcelario de su padre, de Villarrobledo a Ocaña, y finalmente Cuenca. Allí se traslada ella. Pasa hambre y fatigas, al tiempo que ve como su vientre se va abultando a medida que su cuerpo adelgaza. Si sale su padre de la cárcel, se marchará con él a donde él quiera, menos a su pueblo. Si lo matan, ya lo pensará. Casi nueve meses después, en el corazón de Clara no hay lugar para el perdón. El fruto de su vientre ve la luz en una casa extraña, en un pueblo que nunca había oído nombrar, junto a una mujer que le hace sentir ganas de vivir. Una desconocida que le ayuda a querer con toda su alma a esa hija que comenzó a odiar desde el mismo momento en que supo que estaba embarazada. No solo su corazón es incapaz de perdonar, sino que en él no hay resquicio para el amor. Son muchas las noches de pesadillas en las cuales revive aquella humillación. Escucha las risotadas de moros y de aquel al cual siempre consideró su amigo, que decía estar enamorado de ella, al que ella siempre rechazó a pesar de que todas sus amigas considerasen que era guapísimo. No es que ella pensase lo contrario, pero nunca llegó a albergar ningún deseo de estar a su lado. En las noches revive la pesadilla de ver sobre su cuerpo adolescente babear a aquellos moros con olor a aguardiente y aquel imberbe admirador derramando su cobardía en el interior de su vientre. Siente asco de unos y del otro, no quiere perdonar, pero tampoco olvidar. Si en principio su única razón de vivir fue su padre, ahora sin darse cuenta le ata a la vida esa mujer, tal vez no excesivamente bella, pero con unos cautivadores ojos verdes. Mujer a la cual ve desnudarse todas las noches y siente sensaciones que jamás le habían provocado ningún hombre. Agradece, en esas noches de pesadillas, sus besos fraternales, pero sus caricias le hacen pensar que tal vez la vida merece la pena vivirse...©CAPÍTULO VIIº de la novela ©Magdalenas sin azúcar©EL BASTARDO DE SU PADRE©Paco Arenas
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