Para él la vida era como aquel espejo que contemplaba su rostro. Un lugar donde plasmar en sus arrugas el mapa de unos recuerdos que le hacían esbozar una sonrisa, la carcajada cómplice de cuando seguía haciendo las tonterías que le llevaron a ser feliz, las mismas que nunca le habían abandonado.
Las mañanas eran su momento favorito. En ellas, tras salir de la ducha, cuando el sol todavía no había ni entrado a trabajar, se miraba fijamente y se recordaba que el mundo era un lugar donde se venía a disfrutar, que el resto estaban equivocados y que ya podrían mirarle mal, llamarle loco a sus espaldas, pero que él iba a cantar, bailar y a tocar su guitarra hasta que le doliesen las manos.
Se había enamorado de la música cuando eran joven y la había cuidado como nadie lo había hecho con ningún ser humano. Quizás de eso se tratara. Ella nunca le abandonó, ni dudo él e incluso cuando sus dedos no sabían la forma en la que le gustaba ser acariciada, ella, ronroneando, le pedía que siguiese tocando hasta el último rincón de su cuerpo de madera.
Tras cada intento, tras cada día, le correspondía con más fuerza y así, ahora, treinta años después, era su medicina, su panacea y la bebida alcohólica en la que ahogaría todas sus penas.
Carmelo Beltrán@CarBel1994