Frente a otras parcelas del conocimiento o la actividad del ser humano, la ciencia suele estar nimbada de un halo de respetabilidad, altruismo y firmeza que ha arraigado con solidez en el espíritu colectivo. De hecho, la imagen que tenemos de sus máximos representantes es la de personas abnegadas, pacientes, laboriosas, serias y entregadas al progreso de la Humanidad. Pero Federico Di Trocchio, en este volumen que el sello Alianza acaba de reeditar, nos aporta una reflexión complementaria: el científico también puede ser innoble, fraudulento o mezquino; puede manipular sus resultados por envidia o despecho; puede mentir por causas económicas; puede engañar por medro o burla. En suma (y parafraseando a Fernando Pessoa), si el poeta es un fingidor, el científico puede no serlo menos.Para documentar su tesis nos va desgranando en las más de quinientas páginas de este tomo un buen caudal de historias que, a buen seguro, sorprenderán a los lectores: la forma en que Ptolomeo plagió los datos recopilados por Hiparco de Nicea; el modo en que Newton manipulaba sus ecuaciones para que le diesen los resultados apetecidos; la poca honradez de Waksman, que se hizo rico (y obtuvo el premio Nobel) por el descubrimiento de la estreptomicina... pero se olvidó de incluir en el negocio a su alumno Albert Schatz, auténtico descubridor de la misma; la delirante e inverosímil estafa que Robert Gallo organizó alrededor del virus del sida, que identificó erróneamente y que le ha permitido obtener una fortuna en detrimento del Instituto Pasteur, al que le correspondía el mérito; los inauditos experimentos rejuvenecedores de Serge Voronoff, injertando en seres humanos fragmentos de testículos de mono; o la anonadante falsificación paleontológica del llamado Hombre de Piltdown, el supuesto eslabón perdido en la cadena evolutiva del ser humano, cuyos primeros restos aparecen en 1912 y cuyo carácter fraudulento no se certificó hasta 1953 (un engaño en el que aparecen implicados los nombres de Teilhard de Chardin y del novelista Arthur Conan Doyle, creador del personaje de Sherlock Holmes).Con todo, es probable que la sección más interesante del volumen se halle en el capítulo 9, titulado El científico como impostor, donde Di Trocchio ofrece una respuesta paradójica que unifica todas estas situaciones: nos explica que, en puridad, todas las personas que se dedican a la especulación y a la investigación mienten de alguna manera, porque elaboran teorías, esbozan hipótesis y construyen sistemas que el paso del tiempo acaba refutando en todo o en parte («La ciencia no es sino un continuo pasaje de una falsedad a otra», p.484). Es imposible mostrar desacuerdo con tan juiciosas palabras. Sí que discrepo, en cambio, con el título que el ensayista elige para su obra: no se me antoja adecuado ofrecer como marbete de este valioso análisis la fórmula Las mentiras de la ciencia. Hablamos de fraudes, tergiversaciones malévolas, perversiones con trasfondo económico y ambiciones humanas. O sea que, en todo caso, se debería haber elegido como frontispicio el sintagma Las mentiras de los científicos, mucho más justo y exacto. Por lo demás, todo han de ser parabienes: una prosa amena, un abanico temático bien vertebrado, una bibliografía rigurosa pero accesible, un índice onomástico completísimo... y una portada graciosa, debida a Manuel Estrada. Pocas veces la divulgación habrá sido tan nítida, tan rica y tan útil para los lectores.
Frente a otras parcelas del conocimiento o la actividad del ser humano, la ciencia suele estar nimbada de un halo de respetabilidad, altruismo y firmeza que ha arraigado con solidez en el espíritu colectivo. De hecho, la imagen que tenemos de sus máximos representantes es la de personas abnegadas, pacientes, laboriosas, serias y entregadas al progreso de la Humanidad. Pero Federico Di Trocchio, en este volumen que el sello Alianza acaba de reeditar, nos aporta una reflexión complementaria: el científico también puede ser innoble, fraudulento o mezquino; puede manipular sus resultados por envidia o despecho; puede mentir por causas económicas; puede engañar por medro o burla. En suma (y parafraseando a Fernando Pessoa), si el poeta es un fingidor, el científico puede no serlo menos.Para documentar su tesis nos va desgranando en las más de quinientas páginas de este tomo un buen caudal de historias que, a buen seguro, sorprenderán a los lectores: la forma en que Ptolomeo plagió los datos recopilados por Hiparco de Nicea; el modo en que Newton manipulaba sus ecuaciones para que le diesen los resultados apetecidos; la poca honradez de Waksman, que se hizo rico (y obtuvo el premio Nobel) por el descubrimiento de la estreptomicina... pero se olvidó de incluir en el negocio a su alumno Albert Schatz, auténtico descubridor de la misma; la delirante e inverosímil estafa que Robert Gallo organizó alrededor del virus del sida, que identificó erróneamente y que le ha permitido obtener una fortuna en detrimento del Instituto Pasteur, al que le correspondía el mérito; los inauditos experimentos rejuvenecedores de Serge Voronoff, injertando en seres humanos fragmentos de testículos de mono; o la anonadante falsificación paleontológica del llamado Hombre de Piltdown, el supuesto eslabón perdido en la cadena evolutiva del ser humano, cuyos primeros restos aparecen en 1912 y cuyo carácter fraudulento no se certificó hasta 1953 (un engaño en el que aparecen implicados los nombres de Teilhard de Chardin y del novelista Arthur Conan Doyle, creador del personaje de Sherlock Holmes).Con todo, es probable que la sección más interesante del volumen se halle en el capítulo 9, titulado El científico como impostor, donde Di Trocchio ofrece una respuesta paradójica que unifica todas estas situaciones: nos explica que, en puridad, todas las personas que se dedican a la especulación y a la investigación mienten de alguna manera, porque elaboran teorías, esbozan hipótesis y construyen sistemas que el paso del tiempo acaba refutando en todo o en parte («La ciencia no es sino un continuo pasaje de una falsedad a otra», p.484). Es imposible mostrar desacuerdo con tan juiciosas palabras. Sí que discrepo, en cambio, con el título que el ensayista elige para su obra: no se me antoja adecuado ofrecer como marbete de este valioso análisis la fórmula Las mentiras de la ciencia. Hablamos de fraudes, tergiversaciones malévolas, perversiones con trasfondo económico y ambiciones humanas. O sea que, en todo caso, se debería haber elegido como frontispicio el sintagma Las mentiras de los científicos, mucho más justo y exacto. Por lo demás, todo han de ser parabienes: una prosa amena, un abanico temático bien vertebrado, una bibliografía rigurosa pero accesible, un índice onomástico completísimo... y una portada graciosa, debida a Manuel Estrada. Pocas veces la divulgación habrá sido tan nítida, tan rica y tan útil para los lectores.