Ignoro si hay algún ser superior que dirija esto, pero ocasiones como la actual invitan a pensar que sí debe de haberlo. O, al menos, que existe algún tipo de fuerza que de vez en cuando pone a la Humanidad en su sitio. Cuando -arrogantes y estúpidos como somos- nos creemos que estamos por encima de las leyes naturales, que con nuestra brillante inteligencia y nuestros avances técnicos lo tenemos todo dominado, zas, viene algo que nos da una lección de humildad. Como este virus, del cual nadie sabe gran cosa, pero que ha logrado desbaratar nuestra vida cotidiana y nuestra economía. Si seremos ignorantes que médicos y científicos andan medio locos investigando el coronavirus, pero varios meses después de su detección ni siquiera sabemos si haber pasado por la enfermedad otorga o no inmunidad efectiva contra ella. Nada nuevo. Cargamos a nuestras espaldas una larga historia de ignorancia respecto a epidemias y enfermedades. Empezando por las diversas oleadas de peste que asolaron Europa en siglos pasados (especial mención a la del siglo XIV, que se calcula que acabó con un tercio de la población), y cuya responsabilidad se atribuyó a causas de lo más variado: aire emponzoñado, brujería, castigo divino... Cuando lo cierto es que el culpable de la peste bubónica fue una bacteria, la Yersinia pestis. Otro agente diminuto, otra bacteria, resultó ser causante del cólera -una enfermedad presente aún hoy en zonas subdesarrolladas-, pero pasaron siglos antes de que a alguien se le ocurriese asociar las aguas contaminadas con los brotes de esta enfermedad. Y ¿qué decir del azote del siglo XIX, la tuberculosis, esa "muerte blanca" que se cebaba en los jóvenes? Dado que hasta 1882 no se descubriría la microbacteria que la causaba -el bacilo de Koch, bautizado en nombre del científico que logró aislarlo-, ni se era consciente de su alto poder de contagio, familias enteras fueron víctima de la enfermedad (como las Brontë).
Siempre que los humanos ignoramos la verdadera causa de algo, nos empecinamos en encontrar un culpable. Así, la tuberculosis se achacaba a la propia naturaleza de los enfermos, ya sea porque eran personas de naturaleza débil, que no deseaban vivir, o -por el contrario- que albergaban violentas pasiones que los consumían por dentro. ¿Contradictorio? Qué más da. Está la literatura llena de personajes cuya "naturaleza consuntiva" -y no el haberse contagiado de un bacilo- las hacía padecer la enfermedad. Para muestra, la Margarita Gautier que protagoniza La dama de las camelias -o su versión operística, la Violetta de La Traviata-, cuya muerte, más que a la tuberculosis, parece deberse a una vida llena de pasiones y excesos. Tal como apunta Susan Sontag en su interesante ensayo La enfermedad y sus metáforas: "se creía que la tuberculosis era una patología de la energía. Contraer la tuberculosis era un signo de vitalidad deficiente o malgastada".
Sarah Bernhardt como Marguerite Gautier
Y es que las enfermedades que escapan a nuestra comprensión se han prestado siempre a adquirir otros significados, convirtiéndose en un rico territorio metafórico. Voy a citar un ejemplo que me gusta especialmente, por sus ecos literarias. Se trata de la malaria. El nombre de esta enfermedad lo dice todo: procede del italiano mal aria, o sea, aire malo, porque se creía que era debida al aire contaminado que producían las zonas pantanosas. No iban tan desencaminados, sólo que el culpable no es el aire de los pantanos, sino el mosquito Anopheles, que con su picadura transmite el parásito que la causa. Pero como los mosquitos se reproducen con alegría en los terrenos pantanosos y suelen picar con preferencia al atardecer o por la noche, en ciertas zonas italianas, hasta bien entrado el siglo XIX, se aconsejaba no salir a esas horas, porque -se decía- era cuando se emanaban los vapores perniciosos. La malaria, entonces, se convertía en el azote de los amantes clandestinos, aficionados a los encuentros furtivos, cuya lujuria recibía así justo castigo. Hay un delicioso y terrible relato de Henry James, Daisy Miller, que lo ilustra a la perfección. La Daisy Miller del título es una hermosa joven americana de viaje por Europa, una joven alegre y casquivana, que a pesar de las advertencias se empeña en visitar el Coliseo por la noche -tan romántico- acompañada de un apuesto italiano. Por supuesto, contrae la malaria y muere. James deja que los lectores saquen la moraleja correspondiente. Pero, más de cuarenta años después (cuando ya se había identificado al verdadero agente de la malaria), Edith Wharton retomó este asunto en su relato Fiebre romana, en el que dos turistas anglosajonas rememoran sus años de juventud en Roma. También por aquel entonces una de ellas visitó el Coliseo al atardecer -"¿No recuerdas haber ido a visitar algunas ruinas una tarde, justo al ponerse el sol, y haber cogido frío? Se supone que habías ido a contemplar la salida de la luna", le dice una a la otra-, solo que en este caso la enfermedad que contrajo resulta no haber sido malaria precisamente. Y no quiero desvelar más, pero es un giro muy satisfactorio, y tal vez un homenaje de Wharton a su admirado Henry James.Está aun por ver qué metáforas desarrollaremos para explicarnos la pandemia actual y cómo se reflejarán estos tiempos inciertos en la literatura. Tal vez, igual que nos ocurre ahora a nosotros cuando evocamos la superstición que rodeaba a la peste en la Edad Media, a nuestros descendientes les parecerá estúpido nuestro comportamiento frente a esta pandemia. Solo nos queda aprender del pasado, ser humildes y creer en la ciencia.