Las modas modernas

Publicado el 01 junio 2015 por Lya
Mi teléfono móvil está roto. Su pantalla parece un cuadro de Picasso. En la etapa cubista. Muy roto. Que se me cayó al suelo y, ya sabéis, la obsolescencia programada y la madre que los parió. El caso es que tendría que comprarme uno nuevo si no fuera por un pequeño detalle sin importancia: el teléfono sigue funcionando. 
Y funciona bien, con sus cosas y sus bloqueos y sus sacarme de quicio, pero en general, no me da problemas. Me vale para escuchar música en el Spotify, mirar zapatos en Zalando, perder horas de vida en Pinterest lloriqueando ante fotos de Londres y hasta me dice cuando los niveles de polen se han puesto por las nubes y conviene aumentar la dosis de drogas antihistamínicos. Esto sin contar el Twitter y el Instagram de mis entretelas y el Facebook que tengo que llevar por temas de curro. 
Vamos, que funciona. Con la pantalla rota y un aspecto muy deplorable -lo reconozco- pero funciona. Pero, claro, el comentario más repetido estos días es... ¿y cuándo te vas a comprar otro? ¿Y cuál te vas a comprar?
Y yo, asumiendo que la pinta que luce el telefonito es muy poco presentable, sobre todo cuando lo uso para trabajar (grabadora), no puedo por menos que preguntarme que por qué tengo que comprarme uno nuevo SI ESTE TODAVÍA FUNCIONA. 
-No, es que con la pantalla rota...-Ya, pero funciona...-Pero, mujer, mira cómo está..-Ya, pero funciona...
No sé si me comprendéis. Que yo sé que está fatal y que luce mucho uno nuevo y que, de verdad, me lo voy a comprar, pero tampoco hay que echarle prisas. ¿No? Más que nada porque, lo confieso, el tema de los teléfonos móviles me da mucha pereza. Y que esto lo diga yo, que convivo en mi interior con una pequeña japonesa adicta a la tecnología, tiene tela.
Es que lo han conseguido, los cuñados del mundo telefónico. Me han aburrido. 
No puedo soportar que me vengan explicando la memoria ram, los pixeles y demás prestaciones de sus teléfonos. Ni puedo entender que, tras años de lucha contra los zapatófonos y tras haber presumido todos -yo también- de teléfonos pequeños que cabían en los bolsillos sin dar el cante, ahora se lleven los terminales tamaño bandeja del McDonald que no se pueden meter de modo discreto en ningún sitio y que te hacen un eclipse de cara cuando hablas por ellos. Amos, venga. 
Pero sí, ahora el cuñado español luce teléfono XXL que le vale de tablet, dice, y para leer también, cuenta, aunque ni sepa cómo es eso de descargarse un libro en el chisme. Cuánto más grande mejor, que ya se sabe, que donde hay pulgadas de pantalla, hay alegría. Arsa. 
Pues me niego y me arrebato. Yo no me compro un teléfono de esos aunque tenga que ir en procesión penitencial al Mierdamark. Yo me compro uno normal, con su pantalla normal y su tamaño normal. Llamadme antigua. Llamadme desfasada. Esta es mi revolución personal. Mi carrera contra el viento.
Y es que lo mismo me pasa con el coche, sí. Mi pequeñín que funciona como un campeoncete y que lleva casi un año sin darme sustos (ese terremoto que notáis soy yo tocando madera muy fuerte). Mi cochecito de mi alma, que fue desahuciado dos veces en sendos talleres, cuyos operarios me garantizaron que el tema no tenía solución y que mejor ir pensando en comprarme otro (que ellos tuvieran coches para vender de segunda mano no tuvo nada que ver, no, no). Mi angelito con ruedas que ha vencido a todos esos malnacidos que querían llevarlo al desguace y que sigue ahí, tan campante y tan valiente, con su radio con mp3 y su dirección asistida. Sin aire acondicionado, vale, pero yo se lo perdono, que, a fin de cuentas, somos norteños, tampoco nos hace tanta falta. 
-Pues no sé, una chica así como tú, debería cambiar de coche, tener uno más moderno...

¿PERDONA? 
Si cuando digo que me quiero hacer eremita...