Las moscas que son tus muertos

Publicado el 17 mayo 2017 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

Cuando era niño, creía en dos verdades absolutas y mágicas: que las moscas eran las cámaras de videovigilancia de Dios, y también nuestros muertos. Muchos de nosotros, como seres imperfectos, creemos que son sucias, y pesadas, y absurdas; estúpidos bichos que revolotean constantemente entre nuestros brazos, frotándose las patitas negras y mirándonos, con insectívora ternura, desde lo alto de la pantalla de nuestro ordenador, desde el mueble del comedor, o la encimera de la cocina.

Esta era una de esas teorías que nadie entendía pese a su infinita lucidez. Destruían los cadáveres de todos nosotros y se convertían en una parte de lo que fuimos. Estaba seguro: las moscas eran nuestros muertos, que volvían a la vida para observar cómo aprovechamos todo lo que nos enseñaron, para juzgarnos por habernos masturbado más de una vez al día, o para ver cuán felices somos con aquella chica que tu abuela no conoció, o a quien tu padre le preguntaba qué había visto en un tarambana irreflexivo como tú. «Tarambana», que era una palabra que usaba tu padre, y que quizá la mosca conserve en su pequeño cerebro de mosca que tú aún desconoces que contiene un fragmento de la esencia de tu padre.

En mi cabeza, no existió nunca espacio para valorar un posible error: las moscas eran las cámaras de Dios, y cuando desaparecían, volvían al Cielo y le zumbaban una defensa vehemente como no te puedes llegar a imaginar. Así te querían tus abuelos, o tu padre, y así lo hará tu madre, o tú mismo, por tus familiares y amigos. Se dejaban las patas, las seis, en farfullar y farfullar sobre todas tus bondades, esas que nunca te dijeron en vida ni aquellos más benévolos; esas que hacen que nos avergoncemos, y que ocultemos cuánto admiramos el amor que un tercero puede tener por los animales, o la bravura que, bien llevada, termina bebiendo de valentía y convicción.

Un día, no recuerdo cuál, dejé de creer en las moscas. Dejé de ensimismarme al contemplarlas, a curiosear mientras se movían entre saltitos medio ortopédicos por la mesa, la tele o la silla. Dejé de pensar en estupideces, y de decirle a los míos que no matasen más moscas, que eran sus muertos que venían a ver cómo lo estábamos pasando, y a disfrutar, en la medida en que uno puede disfrutar cuando es degradado de humano a insecto post mortem. Mi padre, que era un experto cazador de insectos, siguió matando sucesivas reencarnaciones de sus respectivos padres, y tíos, y amigos, que venían a ver cómo nos iban las cosas.

Yo crecí, y olvidé a los muertos, que son las moscas. Olvidé incluso prestar atención al zumbido y a la forma en la que limpian compulsivamente sus grandes ojos para seguir presenciando en fragmentos de unos pocos días la vida de todos nosotros. Olvidé que los muertos eran las moscas, y también las cámaras de videovigilancia de Dios. Un día, otro, mi padre también se convirtió en mosca. Pero a fuerza de golpes yo había olvidado esa verdad irresoluble, así que transmuté en aquello contra lo que había luchado a capa y espada toda mi infancia. Cuando veía un insecto, acababa con él. Esa era mi legado, una de las misiones que habían traspasado hasta mí; y las moscas empezaron a acumularse en mi piso.

Vestido con el gen del cazador que vivía en mi interior, y que antes lo hizo en el de mi padre, empecé a destruir y destruir insectos; cuando los cadáveres se acumulaban en mi hogar, yo me deshacía de ellos, y como Sísifo en el Inframundo, embestía contra mi propia carga. Lo hice por largo tiempo, hasta que recordé que no había obligación alguna de hacerlo, que no había montaña que recorrer empujando una roca que volvería a caer ladera abajo; que las moscas que se acumulaban en el suelo no traerían de vuelta a mi padre, y que quizá, como aprendí de pequeño, las moscas podían habérselo llevado, pero no podían devolvérnoslo.

Entonces, dejé de matar moscas, y empecé a recibir sus visitas con desdén; y después, con indiferencia, apatía, afecto y pasión. Recordé que las moscas son los muertos, y que en cada una de ellas vive un alma, que no es alma, pero algo es. Pensé en los grandes ojos que tienen muchos insectos que vuelan junto a nosotros, y volví a creer en todo el sentido que eso tiene para aquellos que sabemos mirar alrededor.

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