Las muertas, por Jorge Ibargüengoitia

Publicado el 23 septiembre 2012 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg

Editorial Joaquín Mortiz. 157 páginas. 1ª edición de 1977, ésta de 1998.
Para el viaje a San Francisco yo me había llevado el libro de Los cuentos completos del Padre Brown, de G. K. Chesterton, editado por Acantilado, pero, tras el cansancio del largo viaje en avión y las primeras caminatas por la ciudad, me costaba llegar al hotel y tomar el pesado volumen del Padre Brown. Sus cortas historias –unas 20 páginas– de pura trama, en las que hay que estar pendiente de cada detalle, se me acababan escapando. Además, había empezado ya este libro hacía unos 10 días y quizás leer todos los cuentos seguidos del Padre Brown, debido a la repetición de estrategias narrativas, fuera excesivo. Así que cuando, como conté en la entrada del domingo pasado, descubrí en la librería de segunda mano de Fort Mason los libros de Jorge Ibargüengoitia (1928, Guanajuato, México - 1983, Mejorada del Campo, Madrid), decidí hacer un alto con el Padre Brown y ponerme con Ibargüengoitia. De quien supe por primera vez al hojear, hace un par de años, en las mesas de novedades de las librerías de Madrid, la reedición que RBA hizo de su libro Dos crímenes, con entusiastas elogios de Javier Marías en la contraportada.
En Las muertas (1977) Ibargüengoitia, siguiendo los pasos de escritores como Rodolfo Walsh o Truman Capote, se propone reconstruir la historia de unos crímenes reales a partir de los testimonios extraídos de los juicios y de entrevistas a los implicados. En la página 46 descubrimos el momento desde el que la historia es contada: “El resultado de estos trabajos se llamó el Casino del Danzón. Al contemplar este edificio en la actualidad (1976) cuesta trabajo creer que fue construido hace apenas quince años”. Y los acontecimientos narrativos se prolongan desde finales de los años 50 hasta la década del 60. Para situar la acción de este libro –y para algunos otros también–, Ibargüengoitia se inventa el estado mexicano del Plan de Abajo (al leer la novela yo pensaba que sí que existía, aunque nunca hubiese oído hablar de él), que en la realidad se correspondería con su estado natal: Guanajuato.
Las hermanas Arcángela y Serafina Baladro han llegado a ser madrotas (dueñas de un prostíbulo) casi por casualidad, por haber sido la primera de ellas usurera y, ante el impago de un cliente, haberse quedado con su negocio: un burdel. Debido a la dificultad de su venta, Arcángela decide regentarlo; para darse cuenta, en breve, de las posibilidades lucrativas del negocio, en el que invitará a participar a Serafina, y de forma más secundaria a otra de sus hermanas (que acabará, sin embargo, implicada en la trama de acontecimientos). El negocio se expande y en no demasiado tiempo las hermanas Baladro regentan con éxito tres prostíbulos. Un negocio, con toda la doble moral que suele acompañarlo, no exento de un cierto reconocimiento público de ascenso social: para la inauguración de la más lujosa de sus casas las Baladro contarán con la presencia de un gran número de notables de la región. Pero las cosas cambian con la llegada al Plan de Abajo de un nuevo presidente –Cabañas–, que, con su Ley de Moralidad, empezará a acosar a las hermanas Baladro, a las que cerrará dos de sus locales. Las madrotas se harán fuertes en su tercer burdel, fuera del estado. Y quiere la casualidad que, debido a un extraño crimen de sangre, también se clausure este negocio. Las hermanas Baladro no están dispuestas a perder sus inversiones e iniciarán una lucha burocrática para conseguir de nuevo las licencias de sus locales. Mientras tanto, al no desear renunciar a su capital humano (las prostitutas que trabajan para ellas), concentran a sus chicas, de forma clandestina, en uno de los prostíbulos clausurados. A partir de aquí, de esta convivencia en la sombra, los acontecimientos siniestros perseguirán a los implicados en esta novela cada vez más turbia.
El lenguaje que emplea Ibargüengoitia para narrarnos esta historia tiene un profundo sabor mexicano. Por ejemplo: “A la izquierda se divisa el valle de Guardalobos, uno de los más fértiles del estado del Plan de Abajo, en el que no hay pedazo sin cultivar, en donde no hay alfalfa fresa y lo que no es milpa es trigal. Hasta los huizaches que crecen en las acequias están frondosos” (pág. 18).
El narrador, de forma continua, se va adelantando a lo narrado (normalmente en tiempo presente); por ejemplo: “Serafina entra en el templo (después se supo que encendió una vela…” (pág. 10), y, cuando le faltan datos, especula: “Humberto Paredes siguió viviendo en el México Lindo, pero por instrucciones de los que lo empleaban –parece– alquiló una casa en la calle de Los Bridones, en donde en apariencia compraba y vendía semillas” (pág. 59). Además, consciente de que lo narrado es un texto escrito que él va elaborando, el narrador de vez en cuando nos lo recuerda; por ejemplo: “Emprendieron el viaje a Salto de la Tuxpana (véase capítulo 1)” (pág. 129). En todo caso, el orden de los acontecimientos –con algún salto temporal– está distribuido en el texto con gran sabiduría narrativa.
Pero quizás lo más curioso de Las muertas sea el tono que emplea el autor para narrarnos su historia. Frente a la limpieza un tanto gélida de un libro como A sangre fría, de Truman Capote, Ibargüengoitia elige un tono marcado por el distanciamiento irónico. En la página 109, tras hablarnos de los deseos que durante más de 10 años habían tenido las Baladro de deshacerse de una de sus chicas, Ibargüengoitia escribe: “Es posible que, con la falta de lógica propia de la avaricia, Arcángela haya tenido la esperanza de que Rosa se volviera atractiva de la noche a la mañana y lograra pagarle a la familia todo el dinero que debía”. Y en esta expresión, la falta de lógica propia de la avaricia, se esconde, parece decirnos Ibargüengoitia, la clave de esta historia tan macabra como absurda. También la ironía de Ibargüengoitia dispara contra la corrupción de las instituciones de su país y contra la burocracia, dejando en el texto un poso de Kafka mariachi: “A partir de este momento, la averiguación sigue rutas burocráticas, se convierte en papeles que se quedarán días enteros en el cajón, que se multiplican, que regresan al punto de partida, que salen reexpedidos, que llegan a otra oficina, que se quedan otros días en el cajón de otro escritorio. En este caso no sabe uno de qué admirarse más, si de la tortuosidad o de la infalibilidad de la justicia” (pág. 131). Y después de saber cuáles han sido las penas de prisión impuestas a todos los implicados en Las muertas, uno acaba el libro enfrentado al cuaderno de cuentas de Arcángela, sin poder reprimir una sonrisa: “La tercera parte del libro se titula Entregas. Es lo que paga Arcángela a las autoridades para estar en paz con el municipio. Por ejemplo, diez pesos diarios a los policías que estaban de turno en la cuadra, sesenta al Presidente Municipal, sesenta al inspector de policía, etc.” (pág. 153).
Me ha gustado mucho Las muertas, una de las obras maestras de la narrativa mexicana de la segunda mitad del siglo XX. Un libro que se sigue reeditando y leyendo mucho en México (me cuenta mi amigo el escritor mexicano Federico Guzmán), que ya se publicó en España en los años 80, y al que el lector español puede de nuevo acercarse gracias a las reediciones que de este autor está realizando la editorial RBA.