Primera parte, en el que se habla de Olgivanna, de la tierna relación que tuvo con ella mientras su anterior esposa, Miriam, hace lo posible para obtener beneficios, denunciándolos por sus deudas, también por sus continuos movimientos ilegales por el país de la amante rusa. Todo ello les provoca estrés pues la ley les persigue donde quieran que van hasta que, sin remedio, una noche se ven atrapados por la policía y llevados ante el juez, para ser juzgados.En la segunda parte conoceremos la historia de Miriam, también aquellos años en los que recibía los mejores trabajos. También los caprichos de su nueva mujer y sus formas de llegar hasta el arquitecto, también como es el trato en el día a día o con los proyectos de Frank como en el que, para comprobar la fama y la vida que lleva el arquitecto se presentan en su casa un grupo de japoneses. Además de la difícil convivencia en la gran casa la cual pasa de la pasión más absoluta al drama más inquietante e intenso. En la tercera parte conoceremos a Mamah y a Kitty, esta última como su esposa que será la encargada de hacer frente a los rumores que sobre su marido y ella caen tras saberse que Mamah y él se encuentran en un hotel. Al poco tiempo ambos se van a vivir a la recién construida Tailesin donde serán amenazados constantemente por la prensa y sus vecinos. Tratan de llevar su amor lo mejor posible, ella publicando libros y él diseñando nuevos hogares. Al poco tiempo se ven obligados a contratar a una nueva cocinera y un nuevo mayordomo negros y tras un pequeño desliz del segundo, Mamah los contrata para poder seguir con sus traducciones pero descubrirán que Julian, el mayordomo maltrata a su mujer Gertrude en cuanto puede, además no acepta los ideales de Mamah en cuanto a los derechos de la mujer.
Boyle nos narra la vida, obra y mujeres del arquitecto desde un curioso punto de vista, en la narración de un aprendiz japonés. A través de él sabremos las amantes, esposas e incluso conoceremos a la familia de Frank, también sus quehaceres diarios, su forma de superaba los continuos avisos de impagos que, a lo largo de su vida fue creciendo de forma alarmante e incluso su amor por el mundo japonés, también conoceremos como sus mujeres se enfrentan a la prensa en cada una de las tres partes. A lo largo del libro somos testigos como la vida del protagonista va cambiando y complicando mientras avanza en el tiempo, llegando incluso a estar en la cárcel y ser juzgado. La novela se divide entre partes cada una de ellas con un prólogo en el que el narrador avanza como fue su aprendizaje con el arquitecto. El autor ha logrado que traspase la sensación de continua presión que recibe el arquitecto a lo largo de su vida, desde los momentos en los que discuten por la convivencia hasta por la despertante aparición de la prensa en cada una de las etapas todo ello con gran intensidad y suspense. En conclusión un libro en el que la sociedad americana es descrita con minuciosidad. Todo ello de forma retrospectiva, es decir, conoceremos sus últimos años y mujeres e iremos conociendo las antiguas esposas y relaciones con su familia, también en el que las mujeres luchan por su lugar e igualdad, ya sea junto al arquitecto o por tratar de luchar por lo que quieren frente a las diferentes adversidades, además de ver reflejado los gustos del arquitecto como el arte procedente de Japón o la comida, sus miedos y su forma de relacionarse con sus clientes, con una narración en la cual la tensión va en aumento mientras se suceden los horribles y mezquinos actos de sus personajes pero con una bella historia a pesar de la dureza de las situaciones.
Recomendado para aquellos interesados en la historia de arquitectos, en esta novela biográfica sabremos la de Frank Lloyd Wright y sus construcciones, además de conocer de cerca sus problemas y sus relaciones amorosas, también recomendado para aquellos que quieran descubrir la lucha y superación de las mujeres que se encontraban junto al arquitecto en cada momento de su trayectoria, cada una con una forma de ser totalmente diferente a la siguiente. Y por último para aquellos que quieran conocer la forma de vida de la sociedad estadounidense del siglo XIX desde un curioso punto de vista.
Extractos:
El invierno se asentó. El día que el lago quedó congelado, Frank insistió en salir a patinar fuera, y después empezó a nevar y acabaron revolcándose por la nieve. Hicieron chocolate caliente, una parrillada de salchichas. Gachas de avena por la mañana y grandes pucheros de sopas y caldos hasta arriba de col, habichuelas, arroz y patatas, porque en una granja que no se ha cuidado siempre escasea la carne, y seis, siete u ocho hogazas de pan al día, galletas, tartas, sidra caliente y cazo tras cazo de café, tanto que Olgivanna empezó a sospechar que estaban rellenando con él los cimientos. Mantequilla, queso, huevos, tortias. Manzanas macerando ya en el barril. Jarabe de caña. Melaza. Azúcar. Necesitaban combustible para el cuerpo, y calor, sobre todo calor. Porque a pesar de su belleza insólita, Taliesin era más frígida, ventosa, gélida que el salón del hidromiel de un castillo; carente de calefacción central y dependiente de fuegos en chimeneas individuales que la mitad de las estaban consumidos por las ascuas, con unas habitaciones comunicadas entre sí y una hilera de ventanales de un solo cristal alrededor de toda la estructura, apenas un sueño fabricado en cemento; y ¿por qué —no paraba de preguntarse— a Frank y a sus antepasados no les había dado por instalarse en los trópicos?, en las Bermudas, o en algún sitio parecido, en Florida, en la costa del Golfo… Una tarde coincidieron en la cocina Olgivanna, la cocinera y uno de los delineantes, un muchacho de veintitrés años que había llegado de Chicago atraído por la oportunidad de trabajar con Frank Lloyd Wright, un buen chico, siempre con una sonrisa en la cara y una voz atronadora, una especie de croar que dividía la octava y que a Frank le gustaba imitar cuando hacía el papel del burrito Eeyore para entretener a Chichi. Se llamaba Herbert Mohl y tenía los ojos color agua de lluvia y el pelo tan claro que parecía traslúcido. Estaba pelando patatas —y llevaba haciéndolo desde que había lavado y secado los platos del desayuno— y cada dos por tres se le iba el santo al cielo, aburrido por la tarea, una que a ningún muchacho se le ocurriría hacer por su cuenta. Cada vez que Olga levantaba la vista le veía parado, con el pelador en una mano y una patata sin mondar en la otra. —Herbert —le increpó finalmente mirando por turnos los dos barreños de patatas, un a con un montículo blanco rebosante y la otra con una montaña marrón de tierra—, ¿eres consciente de que esas patatas son para hoy y de que todavía te queda hacer tu turno de leña y el de lmpieza? El muchacho la contempló largo y tendido, con la patata agarrada cual granada de mano. No había mucha luz y tras las ventanas estaba todo gris.
El titular —un estallido que despidió centellas y cohetes por la página hasta las capas más lejanas de su revuelto cerebro— la dejó sin respiración: «LAS CARTAS DE MIRIAM A WRIGHT: DEL GOCE A LA DDESEPERACIÓN». Nunca había vivido nada igual: ver su nombre allí, en tinta canónica, suponía toda una conmoción, desde luego, pero había algo más, algo indefinible, y al mirar el subtítulo («La proscrita: su llano y su dolor»), sintió que refulgía. De pronto, de la noche a la mañana, de una sola tacada, se había hecho famosa, la conocían miles, cientos de miles de personas. Era la amada de Frank Lloyd Wright y el mundo entero los sabía, ya no era ninguna proscrita. Se estremeció con aquella constatación y sintió vivas cada célula y cada fibra de su cuerpo. ¿Y qué si estaba exiliada, el cielo al otro lado de la ventana era más lúgubre, sucio y deprimente que una vieja olla de estaño en la pila de la cocina?, ¿qué importaba? Aquellas eran sus palabras, de su puño y letra, ¡radiadas al mundo! Por supuesto, cuando fue leyéndolas —y estaba claro que tenía un don para la escritura, cierta maestría en el manejo de las frases, eso no podían negárselo—, no pudo evitar arrepentirse de ciertos pasajes poco acertados. ¿De verdad le había dicho a Frank que era «un viejo patético y amargado»?¿Era cierto que había escrito «Me voy… El “peligro” para tu seguridad desaparecerá conmigo. Vive tu vida todo lo penosamente que quieras»? ¿O «Puede que no quieras sentirte POSEIDO (ADUEÑADO) por el amor, la ternura, la amabilidad, la devoción, pero lo estás por una tiranía cuyo influjo es desastroso para la felicidad de quienes te queremos»? Aquellas escenas apenas tenían sentido, y las habría retirado de haber podido, pero también era cierto que cuando las había escrito, estaba muy angustiada por el rechazo, por considerarse fuera del rebaño, la gente tenía que entenderlo; no obstante, recordar todo aquello, lo burro que había sido con ella, lo deslenguado, sarcástico y, simple y llanamente, despiadado y malvado, reflotó su enfado. Lo leyó de cabo a rabo, columna tras columna, sopesando cada palabra con una mezcla de euforia y de angustia, y luego lo leyó de nuevo.
Al cabo de un día o dos comprendió la modestia de aquella respuesta. Billy trabajaba como dos hombres: cada vez que alzabas la vista, allí estaba, el brazo escayolado reluciendo al sol, acarreando maderas, haciendo malabares con las herramientas y echando una mano allá donde le necesitaban. El primer día se quitó el cabestrillo y para finales de esas semana la escayola parecía más bien un extensión natural del cuerpo, igual que el brazo que contenía y la mano y los dedos fueres y seguros que le brotaban por el extremo. Cada corte que hacía con una sierra y cada clavo que ponía eran de nota —y con la mano izquierda, ni más ni menos—, y trabajaba con tal concentración que costaba hacerle parar para almorzar o tan siquiera para tomarse un café, y cuando finalmente paraba, no era por mucho tiempo. Se revolvía y movía los pies sin dejar de mirar al otro lado de la explanada, donde el armazón empezaba a levantarse sobre las vigas del suelo, como si estuviera viéndolo terminado y no pudiera descansar hasta verlo en pie. Y trepaba como un acróbata, con el cinturón de las herramientas dando vueltas en el aire, la escayola enganchada de un poste mientras apuntalaba otro. Era el primero en llegar por la mañana y el último en irse por la noche. Al cabo de un tiempo Frank le preguntó si su esposa no le echaba de menos y Billy, mirándose la punta de los zapatos y arrastrándola por el serrín, le dijo: —Pues supongo que no mucho. A finales de mes empezaron a aparecer toda clase de curiosos para contemplar las obras —la villa de Frank, la llamaban—, y este intentaba complacer a todos porque iba a vivir en esa comunidad y, por supuesto, la fama le precedía. Se hizo a la idea de que, después de lo que habían dicho de él los periódicos, seguramente esperaban verle echar fuego por la boca y hablar con un lengua bífida; y no le cabía dudad de que los campesinos locales y sus mujeres le habrían puesto la cruz, aunque habrían reaccionado igual ante cualquiera que hubiese comprado doscientos acres en medio de sus tiaras y estuviese levantando una casa y un establo, con la idea de sembrar los campos y vivir de ello. Que fuese de la familia Lloyd Jones, el hijo de Anna y el sobrino de James y Jenkin y todo lo demás, tampoco le sirvió de mucho, si acaso, lo empeoró porque eran más exigencias a un cerrado granjero galés tras otro, explicándoles con toda la paciencia del mundo la teoría detrás del diseño y pintándoles la colina llena de sembrados, huertos y pastos ¿Y qué le decían después de pasearles y gastar hasta el último soplo de su aliento? «Pues es tremendamente grande solo para su madre, ¿no le parece?», y «Le estará costando una fortuna».
Editorial: Impedimenta Autor: T. C. Boyle
Páginas: 544
Precio:24,95 euros