Las tablas babilónicas hablan de mujeres que engañaban a sus maridos a escondidas o abiertamente, a menudo gracias a la ayuda de sus amigas, llegando incluso a abandonar el hogar por amor a un hombre. Las sacerdotisas dejaron constancia escrita de preferir la sodomía para no correr el riesgo de quedar embarazadas. Y una joven le reza fervientemente a una diosa para que su amante “dure más tiempo” y la haga disfrutar.
Disfrutar o nada
En la Grecia antigua, las mujeres aprovechaban el hecho de que los hombres no conocieran el cuerpo femenino para afirmar que también ellas tenían semen, el cual expulsaban con el orgasmo, y que por lo tanto participaban en la fabricación de los bebés. Así que si los maridos querían un hijo ¡debían darle placer a sus esposas! Cuando los hombres no eran eficientes, se prestaban entre ellas “objetos cuya dulzura es un sueño y cuya rigidez los hombres jamás alcanzan” (texto del siglo III A.C). A las romanas de la antigüedad no les gustaban ni los embarazos ni los niños: para tener relaciones sexuales sin riesgo, no dudaban en hacer capar a sus esclavos más bellos.
La libertad de las mujeres de la Edad Media dependía de su rango social. Las poderosas, pensemos en Isabel de Castilla, se imponían fácilmente a sus maridos, mientras que las plebeyas vivían bajo el mandato del padre y, una vez casadas, del esposo.
En aquella época, los teólogos juzgaban que a partir del momento en que las jóvenes comenzaban a pensar en los hombres y en las relaciones, era normal que se tocaran o que se sirvieran de objetos que imitaban el sexo masculino para calmar sus ardores y mantenerse castas. Si no, llevadas por la irresistible fuerza de la naturaleza, sucumbirían al pecado de la fornicación sin estar casadas.
Necesidades insatisfechas
En el Renacimiento existían infinidad de mujeres sexualmente liberadas, que buscaban el placer mediante los gravados con posturas amorosas que adornaban los libros del escritor italiano Pietro Aretino. Ellas se sentaban a horcajadas de sus esposos para aumentar el placer, sirviéndose de objetos, solas o acompañadas de otras mujeres, y burlándose de los hombres que tan pronto se agotaban.
Por otra parte, los teólogos cristianos de aquella época y de la época clásica aseguraban que para que la mujer quedara embarazada más fácilmente debía disfrutar durante las relaciones. Por lo tanto, el marido debía hacer todo lo necesario para que ella alcanzara el orgasmo: volver a empezar si ya había eyaculado o ayudarla con caricias si la relación sexual se mostraba ineficiente. Si aun así la mujer no conseguía el orgasmo debía tocarse a sí misma; si no, habría mantenido relaciones sexuales sin haber hecho todo lo posible para quedar embarazada, lo que se consideraba pecado.
¿Dijo respetable?
Sólo en el siglo XIX aparece en ciertos círculos burgueses la idea de que la mujer respetable no debe abandonarse a sus deseos carnales ni comportarse como una prostituta. Y es esta imagen de la mujer sin sexualidad la que ha quedado grabada en nuestro imaginario. Pero es evidente que tanto en el siglo XIX como a comienzos del XX, las mujeres burguesas tenían amantes y disfrutaban de una sexualidad plena y rica, aunque teóricamente debían llegar vírgenes al matrimonio.
Así, la historia nos ha enseñado que las mujeres de nuestra civilización siempre han sabido alcanzar su orgasmo y que los hombres han hecho de todo por complacerlas.