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Había una vez un Cañoncito que tuvo unas cuantas vidas. Se llamaba Ferenc y nació en Hungría, en 1927. En su primera vida, Ferenc era hijo de un jugador de fútbol, y él mismo enseguida comenzó a actuar de recogepelotas en Budapest. Algo debíó aprender de su padre y de las pelotas que recogía, porque con tan sólo 16 años debutó en Primera División (bueno, va, lo mismo influyó que el entrenador era su padre, dirían las malas lenguas, pero su trayectoria posterior le dió la razón) en el Kispest de Budapest. Mientras él jugaba al fútbol, fuera del estadio se armaba la de dios, y el mundo pasaba por la Segunda Guerra Mundial. Después del trago, a la familia no le pareció mala idea el cambiarse el apellido de origen alemán, Purczfeld, por uno más acorde con el resultado de la contienda: Puskás.
El apellido en cuestión significa “escopeta” en magiar, y a fe que el apellido le cuadraba al amigo Ferenc como un guante. Su equipo, de acuerdo a la moda de la época de las naciones de aquel lado del telón que un británico con puro denomino de acero, pasó a depender del ejército hungaro, y se cambió el nombre por el de Honved. A su vez, Ferenc pasó a formar parte de la Selección Nacional.Y con ella llegó la gloria. En 1952 ganan la final olímpica de Helsinki, derrotan a Inglaterra en Wembley por 6 a 3 y, sobre todo, se ganan el sobrenombre de “los magiares mágicos” en el Mundial de Suecia del 54, asombrando con su fútbol, aunque pierden la final con Alemania. Puskás es considerado el mejor jugador de la historia hasta la década de los 50.
Y tras la gloria… la caida absurda. Ferenc y el Honved se encuentran en Viena viajando hacia Bilbao para jugar un partido de la Copa de Europa. Y a unos chicos que van de verde pero les llaman el Ejército Rojo les da por invadir Hungría, por un quítame allá esas revoluciones. Varios miembros del equipo, entre ellos Ferenc, deciden no volver a su país. Son declarados desertores. Un grupo de chavalitos con poder que se agrupan bajo las siglas FIFA le sancionan durante dos años. Puskás ya no es ningún chaval, y contempla como su carrera ha terminado. Él y sus compañeros de equipo sobreviven jugando bolos aquí y allá, más parecidos a una atracción de circo que a un equipo de fútbol: Contemplen ustedes a los Maravillosos Magiares Mágicos”, venian a decir los carteles. Pero ya nada es lo mismo. Por tener, no tenía ni patria.
Pero esto no sería un cuento si no existieran los finales felices. En el verano de 1958, un año y medio después de su sanción, alguien le convence para volver a levantarse y jugar al fútbol. Lo mismo al principio se lo tomo pelín a cachondeo. Tenía 31 años y algo más que unos cuantos kilos de sobrepeso. Y anda que le estaban diciendo que le pretendía cualquier equipo. Era el Real Madrid, el conjunto que ese momento dominaba el continente europeo quien le estaba diciendo: ven.
Tampoco iba a ser tan fácil. Di Stefano no estaba muy de acuerdo con la idea, y el entrenador por aquel entonces, Luis Carniglia, le preguntó a Bernabéu: ¿Qué voy a hacer yo con este hombre?. “Ponerle a punto”, le respondieron. Y eso hicieron. Puskas perdió 12 kilos, pero el día de su debut en Chamartín le hizo tres goles al Sporting de Gijón. A eso se le llama cumplir con lo prometido.
El resto es historia.5 ligas, 1 Copa de España, 3 Copas de Europa y 1 Copa Intercontinental con el Madrid. 236 goles en 261 partido, 4 de ellos en la mejor final jamás jugada de la Copa de Europa, un 7-3 al Eintracht de Frankfort en Glasgow. Un tipo que sabía de esto, Alfredo Di Stefano, dijo que controlaba el balón con la pierna izquierda mejor que él con la mano. Por cierto, Don Alfredo tardó poco en superar su reticencia inicial y convertir a Pancho, como se le bautizó en España, en uno de sus mejores amigos.
Aun le quedó a Ferenc una vida más por vivir. El poder volver a su Budapest natal, en Septiembre de 1992. De vuelta a casa tras demasiados años, aunque le hubieran dado tantas cosas. En 1995, la IFFHS le declará el mejor goleador del siglo XX: 512 goles en 528 partidos. Podemos pensar que antes el fútbol era otra cosa, pero no lo hizo otro, lo hizo Cañoncito Puskas.
Murió en Budapest en noviembre de 2006, metiendo su último gol a la historia. Habían pasado exactamente 50 años desde la invasión rusa de Hungría.
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