Tras la apariencia de un sencillo espectáculo frívolo, ideado para servir de entretenimiento a un público lleno de clichés, la moda de las niñas toreras, a finales del siglo XIX, se convertiría en un revulsivo para una sociedad en la que se consideraba que la mujer debía tener la misma autonomía que un niño. Las Noyas, la cuadrilla de mujeres toreras más conocida de la época, llegaron a la plaza de Buenavista, en Oviedo, en 1895, con no poca polémica: apenas trece años después, y por decreto gubernamental, se prohibió el toreo femenino.
Ni fue la primera ni tuvo nada que ver, pero lo cierto es que antes que Nicolasa Escamilla, alias La Pajuerela, ninguna otra mujer se había dejado retratar en el lance de, disculpen la redundancia, lancear un toro bravo. Aquello fue en 1816, y el retratista, uno de excepción: Goya. En tan pequeña pieza, ya sólo el título -Valor varonil de la célebre Pajuelera en la plaza de Zaragoza- reflejaba el principal problema con el que se toparían las féminas que, a lo largo de la historia, quisieron dedicarse al toreo: que el valor, o al menos el que se suponía a un torero, era cosa exclusiva de hombres.
Pero hombres eran, precisa e irónicamente, la mayoría de espectadores del espectáculo que, en el siglo XIX, se pondría de moda hasta bien entrado el XX, y del que Asturies también fue, en cierto modo, testigo. Las niñas toreras, pese a encontrarse con mucha sorna, mucho verso maledicente y mucha crítica por el mero hecho de no tener con qué llenar la bragueta del traje de luces, fueron, en aquella triste España de fin de siècle, no sólo una peculiar reivindicación de independencia femenina sino también, ¡vaya por Dios!, espectáculo casi, casi erótico, que calentaba las emociones y el morbo de una sociedad en la que era cosa casi prohibida la presencia de la mujer fuera de su casa y sus labores.
La cuadrilla de niñas toreras se dejan pedir un dineral á quien intenta contratarlas en provincias. Un colega de Bilbao dice que no le extrañan estas altas pretensiones, pues las referidas señoritas necesitan la s pobres, después de cada corrida, gastar un dineral en árnica. Además torean con el corsé puesto, y á cada revolcón saltan las ballenas y tienen que retirarse á cambiar de corsé como los toreros cambian de capote.
Y, claro, por el camino
a lo que se llegará
es que mientras que aquellos
que debieran confiarlos más menudos trabajos
a nuestra bella mitad,
para ir ellos ante un toro
la propia vida a jugar,con muestras de espanto y miedo
a la plaza acudirán
a ver a los pequeñuelos
y a sus mujeres lidiar.Esto sí es que sus costillas
tienen la benignidad
de no dejarlos en casa
consagrados a fregar.
Más allá de polémicas, o precisamente aprovechándolas, vinieron Las Noyas a Oviedo. Fue el 18 de julio de 1895, domingo, y, según reflejan los periódicos, la plaza de Buenavista hizo casi lleno ante el espectáculo. Torearon Angelita Pagés y Lolita Pretil, con un torero, Mellaíto -porque, para abaratar el espectáculo, a veces había que introducir de por medio un torero varón, menos exótico y, por tanto, más asequibñe- resultando esta última cogida por un toro. Su fallo, entrar a matar demasiado pronto. El Noroeste del 19 de julio dice que Lolita, cuando creía cansado al toro, frente al tendido 1, pretendió pinchar nuevamente, pero el toro arrancó antes de tiempo, y tocó con un pitón la boca de Lolita, rasgándole los labios, por los que arrojaba abundante sangre. El cronista, que se declaraba lego en la materia, alabó las artes de las muchachas, con cierto deje paternalista, eso sí: Aquellos toretes, decía, eran demasiado toretes para las niñas. Si no hubo más desgracias, débese a la destreza y valentía de todos, y especialmente a Mellaíto, que trabajó toda la tarde como un negro, y en ocasiones estuvo muy oportuno. Fue, puede decirse, la providencia de las simpáticas toreras en la tarde ayer.
Porque se acabó. En 1908, en pleno auge de la carrera de la Reverte, el gobernador civil de Madrid abrió la veda a la prohibición. Vetó la corrida que la Reverte iba a protagonizar en la plaza de Tetuán, y pocas semanas después, el gobierno de Antonio Maura prohibió, de forma definitiva, el toreo a pie de mujeres en todo el país. Salomé, la Reverte, intentó aprovechar las voraces críticas pasadas para convencer a las autoridades de que, realmente, siempre había sido un hombre; con afición a vestirse y ser tratado como mujer, pero hombre, a fin de cuentas.