Cualquier espectador ajeno a la realidad del panorama político catalán debe tener serias dificultades para entender qué pasa allí. Las elecciones del pasado domingo gravitaron en torno a una cuestión fundamental: la posible independencia de Cataluña.
Desde la perspectiva del nacionalismo comparado, en España conviviría una estructura de Estado que responde a un concepto clásico de nación política que, a su vez, integra al menos tres nacionalismos culturales, periféricos, entre los que se encuentra el nacionalismo catalán. El nacionalismo cultural, como evocasen los trabajos de Herder y Fichte a finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX, evocan la lengua y la historia como elementos articuladores de un concepto de nación que se aleja de las consideraciones políticas, cosmopolitas, emergidas con la Ilustración.
En principio, una situación como la española enriquecería las bases de un Estado plurinacional. Un Estado en el que confluyen diversas naciones. Sin embargo, la solución armónica a la diferencia ha sido un problema irresoluto. Tanto, que ya en 1932, y bajo la II República Española, el entonces presidente del Gobierno, Manuel Azaña, propugnó un Estatuto Catalán que abordaba la diferencia desde la convivencia y que, finalmente, resultó desdibujado.
Ni que decir tiene que el golpe de Estado militar orquestado por el fascismo, así como el oportunismo del conservadurismo catalán contribuyó a poner fin a cualquier posibilidad de convivencia basada en el reconocimiento mutuo. El fascismo, bajo la impronta del nacional-catolicismo, y con la Iglesia y el Ejército como elementos vertebradores, trató de poner fin a la diversidad desde una tabula rasa homogeneizadora con dosis de un nacionalismo español tan simplista como rancio. Y tras cuarenta años de dictadura, la democracia tampoco es que haya sabido leer de manera óptima la forma, cuando menos federalizada, de recomponer la diversidad plurinacional del intrincado Estado español.
Y es allí donde nos encontramos en la actualidad. Sobre la base de dos posturas, cada vez más irreconciliables, que desde la confrontación, descomponen la natural relación de convergencia que cabría desear. De un lado, el independentismo, alentado desde el oficialismo conservador y burgués de Artur Mas, y al que se suma la izquierda republicana y catalanista de Esquerra Republicana de Catalunya. Dos polos enfrentados pero encontrados por el oportunismo independentista. De otro lado, el Partido Popular y sus derivados, como el emergente partido Ciudadanos, que actúan como si nada pasase porque, en última instancia, la negación del problema supone la negación de una solución. Dicho de otro modo, status quo y que a lo sumo, algo cambie para que nada cambie.
Las opciones intermedias son dos. Y hasta el momento, las únicas que de manera propositiva podrían albergar vías intermedias frente a un independentismo y un continuismo, mutuamente desfavorables para buena parte de la población ¬a tenor las encuestas de opinión¬. Primero, el Partido Socialista, que sigue abogando por una salida de mayor federalización si bien, por las lógicas que han acompañado al PSOE/PSC cuando ha gobernado, terminan siendo poco confiables para la ciudadanía. La segunda, Catalunya Sí que es Pot (Cataluña Sí se Puede), es una coalición electoral del izquierdas, entre las que está Podemos, y que es la que mejor integra la necesidad de entender la “nueva política”. Ello, bajo una mayor proximidad y control entre quien gobierna y quien es gobernado, y naturalizando la complejidad plurinacional, para lo cual se escapa de las dinámicas schmittianas de entender la política, sobre todo en clave nacional, bajo términos amigo-enemigo.
Sea como fuere, lo que está claro es que la complejidad nacional de España y Cataluña tan inútil es continuar como hasta ahora, como alimentar las expectativas de un independentismo que, como nación política, debilita mutuamente tanto a España como a Cataluña.
Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad EAN
Via:: Colombia