“Me volví traidor y no he dejado de serlo. Por mucho que me meta por entero en lo que hago, que me entregue sin reservas al trabajo, a la ira, a la amistad, sé que en cualquier instante lo renegaré, lo quiero así y me traiciono, ya en plena pasión, por el alegre presentimiento de mi futura traición. De una manera general, mantengo mis compromisos como cualquier otro; soy constante en mis afectos y en mi conducta pero infiel a mis emociones; hubo un tiempo en que me parecía más hermoso el último monumento, cuadro o paisaje que hubiera visto; enojaba a mis amigos evocando cínica o simplemente con ligereza —para convencerme de que me sentía despegado— un recuerdo común que podía ser precioso para ellos. Al no poder quererme lo bastante, huí hacia adelante; resultado: aún me quiero menos, esta inexorable progresión me descalifica constantemente ante mí mismo: ayer actué mal porque era ayer y presiento hoy el severo juicio que haré mañana sobre mí. Sobre todo, nada de promiscuidad: mantengo a mi pasado a respetuosa distancia. La adolescencia, la edad madura, hasta el año que acaba de pasar, serán siempre el Antiguo Régimen; el Nuevo se anuncian la hora presente pero no está instituido nunca: mañana afeitarán gratis. Sobre todo taché mis primeros años; cuando empecé este libro necesité mucho tiempo para descifrar todas las tachaduras. Había amigos que se extrañaban, cuando tenía treinta años: “Se diría que no ha tenido padres. Ni infancia”. Y era tan tonto como para sentirme halagado. Sin embargo, aprecio y respeto la humilde y tenaz fidelidad que determinadas personas -sobre todo mujeres- mantienen por sus gustos, sus deseos, sus antiguas empresas, por las fiestas desaparecidas; admiro su voluntad de seguir siendo los mismos en medio del cambio, de salvar su memoria, de llevarse con la muerte la primera muñeca, un diente de leche, un primer amor. He conocido a hombres que se acostaron ya arde con una mujer envejecida por la sola razón de que la habían deseado en su juventud; otros tenían rabia a sus muertos o se habrían batido antes de reconocer una falta venal cometida veinte anos antes. A mí no me duran los rencores y confieso todo, complacientemente; estoy muy bien dotado para la autocrítica a condición de que no pretendan imponérmela. Han molestado mucho, en 1936 y en 1945, al personaje que tenía mi nombre; ¿qué tengo yo que ver con eso? Las afrentas recibidas las cargo en su débito: ese imbécil ni siquiera sabía hacerse respetar. Me encuentra un viejo amigo; exposición de amargura: hace diecisiete años que rumia un agravio; en una circunstancia determinada le traté sin mucha consideración. Recuerdo vagamente que por entonces me defendía contraatacando, que le reprochaba su susceptibilidad, su manía de persecución, en una palabra, que tenía mi versión personal de este incidente: entonces adopto la suya aún con mayor prontitud; abundo en su sentido, me agobio: me he comportado como un vanidoso, como un egoísta, no tengo corazón; es una alegre matanza: me deleito con mi lucidez; reconocer mis faltas con tan buena gracia e probarme que ya no las podría cometer. ¿Se creería? Mi lealtad, mi generosa confesión no hacen más que irritar al demandante. Me ha descubierto, sabe que me sirvo de él; a quien odia es a mí, a mí vivo, presente, pasado, el mismo que ha conocido siempre, y yo le abandono un despojo inerte por el gusto de sentirme niño que acaba de nacer. Acabo por aguantar a mi vez a ese furioso que desentierra cadáveres. Inversamente, si me recuerdan alguna circunstancia en la que, según me dicen, no hice mal papel, borro ese recuerdo con la mano; me creen modesto y soy todo lo contrario: pienso que hoy lo haría mejor y mucho mejor mañana. A los escritores de edad madura no les gusta que se les felicite con mucha convicción por su primera obra, pero estoy seguro de que es a mí a quien menos le gusta. Mi mejor libro es el que estoy escribiendo; después viene el último publicado, pero ya me estoy preparando para que no me guste. Si los críticos lo encuentran malo hoy, tal vez me hieran, pero dentro de seis meses no me costará tanto compartir su opinión. Sin embargo, con una condición: por pobre y nula que juzguen que es esta obra, quiero que la pongan por encima de todo lo que he hecho anteriormente; consiento que desprecien el conjunto con tal que se mantenga la jerarquía cronológica, la única que me conserva la posibilidad de que mañana pueda hacerlo mejor, mejor aún pasado mañana y de que acabe con una obra maestra”.
Fragmento de “Las Palabras” (1964), de Jean-Paul Sartre. Losada, 2007.
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