Las palabras que no existen o amar la ruta. Sucre

Por Marikaheiki

He desbordado tanto amor en la gigante Buenos Aires y en la quebrada que la lengua me pide inventar nuevas palabras para nombrarlo pero le niego el deseo porque todavía quiero que haya sensaciones que permanezcan en lo oscuro del cuerpo, el corazón, bajo los párpados. Dejo que mi cuerpo hable porque puede hacerlo por sí solo. Cruzo fronteras por la sensación de deslizamiento cuesta arriba aunque he comprendido que en Sudamérica el sur y el norte son coordenadas vacías. Otra vez construyo un mapa mental en el que Bolivia se convierte en epicentro pero la persona que cruza el altiplano esta vez es otra. Ha comenzado un segundo viaje y no sé cómo nombrarlo —supongo que ni siquiera necesito hacerlo. Es un viaje en el que esa línea de frustración constante que había erguido mi cuerpo durante tantos años se ha difuminado hasta llegar a desaparecer. Un viaje en el que cuando pienso en la posición de mi cuerpo sobre la Tierra, me digo: es exactamente aquí donde quiero estar.

Supongo que cuando uno entra en un estado de armonía consigo mismo hay cosas que ya no importan tanto. Cuando comencé este viaje pensaba tanto y con tanto ahínco en el futuro que prometí cosas lejanas. Entonces esparaba que las ideas vinieran a buscarme en lugar de salir a buscarlas por mí misma. No extraño quién era entonces. Todavía algunas veces pienso en Sidi Kaouki porque el Atlántico hizo llegar las olas hasta mis mismas costas y en la Casa al Vent conocí a un hombre con los ojos como Cortázar y que comenzó la conversación a medio camino. Pienso en Sidi Kaouki y no pienso en Madrid ni en Barcelona y no sé por qué tampoco pienso en Praga si siempre me pareció que teníamos que ir a recoger cerezas a esa ciudad aun sin saber si los checos comen cerezas o grosellas o el jugo de la zarzamora. Sólo es algo que sé. Pero en la costa del Atlántico las olas hablaron con sonidos líquidos y se me quedaron grabados.

Después fue la gran explosión. Acercarme a los volcanes incendió partes de mí indescubiertas. Fui una con el océano otra vez (la tregua con las aguas, supongo que por los reproches al abandono del útero). Los volcanes comprendieron mi urgencia y me dieron voz para gritar. Lo hice. Exploté y fue literal el fuego. Hice tanto el amor en Ecuador que agoté las gotas de lluvia en los orgasmos. Me deshice del miedo o comprendí el miedo al pie del volcán. De nada me arrepiento de todo lo que ocurrió. Pasamos diez días en la costa desayunando cerveza y marihuana y subiéndonos en coches a doscientos por hora en situación de curva. Pasé miedo y disfruté de la adrenalina del miedo. Sentí la lava candente y después las cenizas de los bosques ardidos.

Cusco. Huir para encontrarme y somatizar la Montaña en mi propio cuerpo. Poemas mojados escritos en quechua. Nos marchamos y en una noche amanecemos en La Paz. Estoy empezando a olvidar los precios, los nombres de ciertos lugares (no recordé San Gil el otro día y tuve que preguntar a A por el pueblito de plaza española). Otra vez tengo el pelo largo. La Paz pasear a solas y cuidar a la niña, paredes resquebrajadas, cielo tan cerca. Me gusta La Paz y me gusta mucho. Tupiza y celebrar el fin de año serpenteando a través de la plaza, como culebras, con el pelo lleno de flores. Bailar la música boliviana y no encontrarle el ritmo. Andar por las calles con Oliverio Girondo. Pensar qué ser. Dejarme ser.

La frontera. Humauaca como comienzo de un nuevo viaje: de pronto las cosas ya no me resbalan como antes. Lloro por los que son malos y beso el cielo por los que son buenos y, consciente de lo dicotómico e infantil del acto, me sumo al baile de disfraces, me cubro la cara de talco y nieve y el humo rojo y los fuegos artificiales bajo la tormenta y olvido qué ha pasado antes de ahora. Humauaca porque siempre depara encuentros preciosos como con S con quien hice el amor siempre interrumpido en una imprenta, con los gatos dando vueltas, y de todo ese amor nacieron libros cosidos a mano. Y la segunda vez los abrazos dulces de E que no tiene conciencia de no tener armadura, eso es lo cierto, y tengo su imagen muy clara en mi imaginación porque él es muy grande y su aura es azul como el cielo abierto o color lavanda, colores de ropa limpia o de campo. Conozco aspectos de los otrosa través de algo que no es visible. Siento sus colores. Sinestesia energética, diría. Como cuando K podía hablar de mi melodía interna sin preguntar. Fue con E que nos quedamos mudos y abrazados sobre el suelo helado de la Huayra Huasi y entonces su color me envolvió completamente. Entonces no importó que no nos besáramos por la mañana. Hablamos de poliamor. Él habló de polisexo el día que nos conocimos o algunos después cuando nos sentábamos en el parche del indio a vender libros y cebar mate. Pero para mí el amor es tan absolutamente amplio, abarca tantísimo que no puedo separar una cosa de la otra. Puedo amar a una mujer y no por ello desear su cuerpo: lo que me gusta poseer por un segundo, en el sentido intacto de la palabra posesión por simbiosis, es su mente, su espíritu, su alma. Lo que le hace hablar. Lo que le hace sentir o lo que le hace temer las luces. También de los hombres. Pero con ellos muchas veces deseo besar su espalda o sentirlos adentro de una forma física y real.

En 30 horas de ruta, pampa y camión estaba llegando a Buenos Aires. La voz mutó en ese espacio de tiempo y empecé un relato sobre Leo y la mujer de Tupiza, Herga, que todavía me es misteriosa. Sólo he empezado a dibujarla. Cambio de voz, mutaciones, seguridades, supongo que todo viene junto, igual que dejar de utilizar los dos puntos a pesar de que me han servido tanto todo este tiempo por la poesía. Buenos Aires libros libros libros en todos los sentidos, la Avenida Corrientes, donde algún día uno voy a habitar un cubículo en una de las librerías a cambio de pasarme la noche ordenando ejemplares y allí formaré un club de poetas de lo cotidiano y hablaremos de lo caótico del tráfico en hora punta y de las obras de estreno en verso o de la pizza de muzzarella o de la superposición de sus dedos sobre el obelisco a tres cuadras más arriba. El parque Rivadavia pero sobre todo Sol, Yami, Carla, la perrita Briseida y también Mili y conocernos todas como mujeres libres y fuertes y eso necesitaba, gente con corazón y valor al mismo tiempo, con vida y ciudad, con paso rápido pero sueños muy grandes y más ganas aún de hacerlos reales. Mati y el café en La Poesía y mirarle observar los diques y el horizonte del Paraná hacia la desembocadura en el río de la Plata. Amar la música en primera persona, eso es bello. En un bar de Chacarita alguien habló en notas de saxo.

Sobre todo hacer libros. Me pregunto por qué muchos de nosotros sabemos qué es lo que nos hace fuertes, auténticos, y por qué tardamos tanto en ponernos manos a la obra para conseguirlo. Yo ya sabía que la parte de la literatura que más amo es la de convertir lo sinsentido en algo con forma. Es maravilloso preguntar precios en imprentas, buscar el papel adecuado para cada libro, la tipografía, calcular el número de página; es maravilloso, es dulce como hacer el amor en el verano y quedar resoplando, ese tipo de excitación me produce hacer libros, porque todo el trabajo recae en mí y es lo más parecido, supongo, a dar a luz. Soy yo quien escribe, edita y maqueta, soy quien imprime y diseña las tapas, quien las corta y cose y por fin lo une todo en algo tangible. Es la diferencia con el blog: vender libros en la calle porque depara encuentros de trasendencia máxima (aunque aquí también los hubo). Sólo ciertas personas sienten curiosidad por lo que hay adentro de las tapas de colores de un libro en un paño en un parque en una plaza y a todas ellas quiero conocerlas.

Ya no siento ansiedad por saber en qué voy a convertirme después de esto. Estoy haciendo lo que quiero hacer ahora y toda la responsabilidad la cargo conmigo (y es precioso porque me hace libre en cada elección). Se puede vivir con poco o con nada y un libro cuesta lo que vale un desayuno en la ciudad. Con dieciocho años creía que era muchas cosas pero ahora con veinticinco estoy empezando a construir los pilares de mi personalidad y no son tantas pero son elegidas. También pienso en los hijos porque los libros son como los nacimientos, es el legado a las estanterías y los cajones y las mochilas en viaje, y también pienso por alguna razón en el consumo de plásticos o de agua y en el bien común o el compartir por idiosincrasia, con lo egoísta que he sido muchas veces, con todo ese hambre que no era hambre de otra cosa que de sentir vida adentro mío. La felicidad es un estado parcial. No deseo estar feliz todo el tiempo, sino la armonía, la seguridad, la conciencia. Esas cosas sí me hacen ir por el camino correcto. He aprendido tanto en la casa del viejo y me doy cuenta de que todos los años de universidad no sirvieron de tanto, que se aprende en la calle —en las casas, en la comuna, de las personas al fin y al cabo— la mayoría de cosas que son necesarias, realmente, para SER. Las matemáticas le ayudan al cuerpo a calcular distancias, precios, días de noviazgo, pero no me hacen SER. La literatura provoca placeres incontenibles, enseña a comportarse, a sentir, a identificarse, pero no me hace SER. SER, es un estado de plenitud para con los otros y sobre todo con uno mismo. Si soy es porque he aprendido de los demás a verme sin un espejo de humo de entre medias. Entonces sí, soy. Las cualidades del alma se me hacen oblicuas ahora. Me importa más pasar el día tumbada escuchando a E divagar sobre las funciones del hígado o del cerebro que internarme en mis propias profundidades. Salgo de mí para ser yo.

Si tuviera que empezar de nuevo mi vida como viajera, sin saber nada pero conociendo algunos de los valores que he reunido en estos meses, todo habría sido tan distinto. Habría sido menos egoísta, menos arisca, habría entrado en las casas de todos los que me dijeron “ven” pero a mí no me apeteció porque creía que tenía cosas mejores que hacer. Habría dicho que no a muchas otras cosas; habría dejado de practicar la cortesía venenosa, la de hacer cosas por compromisos que adquirimos sin leer el contrato. Habría sido más libre a la hora de expresar mis necesidades: hoy necesito estar sola; hoy necesito escribir; hoy necesito un abrazo. Habría comido menos pero habría probado más. Habría recogido las direcciones postales de cada persona que me he cruzado para enviarles una carta de agradecimiento por haber sido y porque en los cruces aprendí de ellos mucho más que de las escuelas . Como me dijo la mamá que nos llevó a dedo hasta La Quiaca hace unos días: gracias, he aprendido de ti. Y no tenía que ver con las edades. Yo aprendí de ella que cuando la comprensión y el compartir se hacen tangibles hay que decirlo, porque es algo que suma. No cambiaría este estado por ningún otro. No quiero estar en otro lugar excepto en donde estoy ahora: frente al ventanal de un patio de familia, todo amarillo, todo verde, con el sol de cara y escribiendo frenética porque he vivido en una comuna anarquista y yo no sé vivir y escribir al mismo tiempo, eso lo sé desde hace mucho, al contrario: la escritura es retrospectiva. Es situar los puntos finales estratégicamente en el centro de los enunciados.

Yo me marché de España y mis hijos y los hijos de mis hijos recordarán vagamente los acentos de la Catalunya que viví, recordarán cuando les hable del Cine Doré en la lejanísima Madrid pero serán de aquí porque el nacimiento ocurre en una estación concreta, ocurre cuando las estrellas se encuentran a un lado del mundo —o el mundo, más bien, se encuentra observándolas desde alguno de sus miradores centrípetos— y esas son las cosas que marcan el nacimiento de todos nosotros. He creído en la ciencia más que en la astrología pero te diré: no me importa saber si el helio o el silicio forman parte del polvo de las estrellas si no comprendo los lazos invisibles que atan las constelaciones a nuestros pasos primero. Puede guiarme la materia o pueden guiarme los significados. Let it rain.

Pero, y por último: el único amor real es hacia la ruta. Todo lo demás deviene a través de ella y sus raíces. Transitar los caminos nos acerca y aleja y quién sabe dónde nos encontraremos de nuevo o si ocurrirá que la carretera se bifurque y llegue a un lugar que no había imaginado antes. Quién sabe si nos veremos algún día. Dejemos que la ruta decida por nosotros esta vez.