LA LEYENDA DEL MAR
Entre la Mitología del Mar existe una antiquísima leyenda que afirma que, cuando un humano atrapa a una sirena, ésta queda ligada al mundo del mortal y debe abandonar el Océano.
Las sirenas son el mar, figuras que surgen del océano y de la fuerza del viento, de juegos de sombra y de luz y de brillos irisados sobre fondos de arena. Son su espuma, su rugido, su silencio y su misterio. Hablan su lenguaje de sonidos dulces, de ritmos cadenciosos y de vibrantes ecos. Del mar conocen todos sus secretos, saben dónde hallar los tesoros hundidos en sus profundidades y cómo despertar la vida que late entre las rocas.
Las sirenas comparten con el mar su memoria. Carecen de individualidad, no tienen recuerdos propios. Su vida inmortal transcurre en un presente efímero, fugaz, sin conocer otro pasado que el de las leyendas del océano. Las sirenas son aún más esquivas que los destellos de luz fugaz sobre el agua. Al igual que ésta se derrama entre los dedos desde el cuenco de las manos, así escapa la ilusión de su reflejo del abrazo de sus perseguidores. Sólo cuando una de ellas lo elige, puede ser retenida. El precio de su decisión será el de renunciar al Mar para siempre y, con él, a su memoria. Sus recuerdos se perderán en la inmensidad.
Jamás habrá vuelta atrás. El Océano la repudiará: encriptará sus enigmas en un lenguaje desconocido, le arrancará los secretos contenidos en el brillo de sus escamas y le ocultará sus misterios. A cambio, su sombra se hará corpórea, la espuma y la sal se cubrirán de una piel fina e inalterable y sus nuevos cabellos atraparán la fuerza de las corrientes y la luz del día, o de la noche. Para la sirena la eternidad se transformará en un extraño sentimiento: el amor. Por él sacrificará su libertad y su inmortalidad, para unir, de forma irrevocable, su nueva vida a la de su amado.
CAPÍTULO 1: LA RECIÉN LLEGADA
Hace mucho tiempo, en un reino entre la realidad y la leyenda, vivía una raza de piel bronceada y cabellos oscuros. Sus habitantes eran gente de mar y sus vidas giraban en torno a éste. Su principal ocupación era la pesca y, cada amanecer, salían en sus barcos para emprender la faena. Al atardecer se recogían y, antes de retornar a sus hogares se reunían junto al muelle para contar viejas y nuevas historias. El eco áspero de sus voces se mezclaba con la respiración del océano que amortiguaba su propio sonido para guardar, entre sus gotas, cada una de aquellas palabras. Mientras hablaban, los hombres se repartían la captura del día, cosían las redes y reparaban los arañazos en la madera de los barcos causados por el roce de la grava que tapizaba el fondo de la bahía.
En las noches de tormenta, la brisa se convertía en un viento huracanado que levantaba el agua en olas oscuras y verticales. El mar alzado lanzaba al aire salvajes rugidos antes de estrellarse contra las aristas de las rocas, despedazarse entre turbulencias de espuma encrespada y hundirse en la negrura sin fondo de los remolinos. Esas noches los marineros se refugiaban en sus casas de piedra, atrancaban las puertas y cerraban los postigos para impedir que el vendaval se infiltrase en el interior de sus hogares. Al abrigo del espigón del puerto, los frágiles cascarones de las barcas resistían con estoicismo los envites de la intemperie. Tras calmarse el temporal, el aire limpio dotaba al paisaje mojado de una nitidez casi cristalina. El océano, agotado tras el vaivén nocturno, permanecía inmóvil.
Fue en una de esas serenas y soleadas mañanas cuando apareció una joven en la playa. Paseaba por el borde del agua y, de vez en cuando, se detenía a recoger algunas conchas de entre la tierra húmeda. Su piel dorada, salpicada de gotas saladas, se asemejaba a la tez tostada característica de los nativos del reino. Sin embargo, sus cabellos rojos eran algo insólito en esas tierras. La larga melena caía como un manto por su espalda y resbalaba sobre sus hombros en mechones densos y brillantes. Los pescadores que aquella mañana habían acudido a comprobar el estado de sus embarcaciones tras la tormenta, dejaron en suspenso su tarea hechizados por los reflejos encendidos de aquellos rizos. ¡Hasta la luz parecía haberse enganchado en ellos! Tan fascinados se hallaban bajo el influjo de esos cabellos de fuego que incluso olvidaron toda intención de salir a la mar. Desde sus barcas varadas siguieron cada uno los pasos de la doncella pelirroja. Por costumbre, al igual que hacían en el puerto para escuchar las historias del día, se agruparon en un corro. Sin embargo, en esta ocasión, ninguno se atrevía a hablar. Todos estaban pendientes de aquella extraña al tiempo que sus cabezas bullían con mil y una conjeturas sobre su origen.
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