Las piedras bajo los pies

Por Viajaelmundo @viajaelmundo

Había escuchado hablar del Museo de las Piedras muchas veces. Un lugar enclavado en algún lugar de El Ávila, esa montaña que nos reconcilia con Caracas siempre. Era un paseo que me empeñaba en postergar porque cuando se sabe tan cerca, se tiene la mala costumbre de dejarlo para después, porque siempre habrá tiempo. Por eso conocemos más las ciudades ajenas que las propias, por eso mi afán de recorrer Caracas cuando no estoy viajando.

Lo bueno es que siempre aparece Fundhea. Un equipo con el que estoy ya acostumbrada a explorar esa montaña y conocer sus historias, esas que no son tan obvias. Ellos prepararon una ruta hacia el Museo en la que el mayor esfuerzo es el de quitarse los zapatos antes de entrar a este sitio que es un templo a la mujer y en el que se intenta alcanzar un equilibrio entre los fenómenos del universo y la belleza de la naturaleza. Así que el día comenzó temprano.

Todos nos encontraríamos en la Plaza La Pastora que siempre es un ir y venir de gente las mañanas de domingo. Desde allí partiríamos en rústicos hacia El Ávila, por sus subidas y curvas empinadas para hacer una primera parada en los Chocolates Picacho.  Descubro que quisiera quedarme allí ese día sin hacer más nada que estar acostada en esa hamaca situada justo al frente del cerro Picacho, rodeada de árboles, con una brisa fría que refresca el calor del paisaje. Justo allí aprendo que “los chocolates se tienen que comer con los ojos cerrados para poder escuchar la risa de los duendes” y que no me desagrada ese chocolate con un toque picante que alborota el paladar. El tiempo parece detenerse en este lugar, una casa pequeña de esas que yo digo que ponen ahí para que la foto quede más bonita. Pero había que seguir.

Desde la hamaca y al frente, el cerro Picacho

Chocolaticos para degustar

Florecitas lindas

El camino hacia el Museo se me hace eterno. Subimos, bajamos, frenamos, subimos, bajamos, damos vuelta. Lo cierto es que llegar y quitarme los zapatos para poder entrar, fue como un regalo a un recorrido que en mi mente -solo en mi mente- duró más de seis horas. A este museo los hombres no pueden ir solos, deben entrar siempre con al menos una mujer en el grupo; precisamente porque es un templo que rinde culto a lo femenino. Ahí, las mujeres somos las absolutas dueñas del lugar (y me gusta la idea).

El Jardín de las Piedras Marinas Soñadoras, su nombre completo, fue creado por Gonzalo Barrios Pérez, mejor conocido como Zóez y a quien veo hablándole a otro grupo que está sentado sobre las piedras, escuchándolo con atención. No se puede entrar al Museo si no se arma una llave: hay que colocar tres piedras en perfecto equilibrio, sin que se caigan. He visto a una pareja que estuvo casi cerca de media hora intentando, hasta que lo lograron. Es un requisito absoluto, si no, no pasas. Así de simple.

La idea en este lugar es disfrutar del contacto con las piedras y me gusta la sensación bajo el pie descalzo. Son piedras marinas que no han sido intervenidas y con las que Zóez ha creado un mundo aparte en el que, dice, no existen competencias y donde sólo reina la tolerancia y las buenas energías. Por eso me hubiera gustado que el lugar estuviese más silencioso, pero entiendo que es imposible si vamos más de 30 personas y se van uniendo grupos pequeños a cada uno de los rituales.

La llave para entrar

Zóez y su equilibrio

La piscina de piedras y el Puerto de La Guaira

Entre esas piedras se camina con los ojos cerrados, se piden deseos, se salta; se canta o se baila y creo que sucede lo más importante: se olvida que vivimos en una ciudad que, fuera de esa montaña, está todo el tiempo apurada. Aquí no hay prisas, sólo mucho verde, tranquilidad, piedras y una vista perfecta hacia el Puerto de la Guaira, que aparece lejano y quieto.

Después de un rato, todos coincidimos en el Estacionamiento de Zapatos (así se llama) para volver a la realidad, no sin antes pasar por el pueblo de San José de Galipán, en busca de un almuerzo caliente y profuso; de unas fresas con crema y algunas flores, para llegar a Caracas con la sonrisa propia de quién se ha ido muy lejos, aunque nunca haya salido de ella.