De verdad, cuesta creer que en la mismísima Casa Real creyeran que el pequeño Nicolás, con su aspecto atildado de no haber roto nunca un plato, era asesor de la vicepresidenta del Gobierno. Mucho más difícil aún es tragarse que era nada menos que espía del CNI, pero también pasó por tal. Lo cierto es que consiguió engañar a todo el mundo, como ponen de manifiesto sus fotos con Aznar, Esperanza Aguirre, Ana Botella o el mismísimo Felipe VI. Hasta la jueza ante la que fue conducido tras la detención se declaró perpleja por la habilidad del pequeño Nicolás para hacer creer a todo el mundo que era lo que no era. Intentando explicárselo, el informe forense concluyó que Nicolás padece una especie de megalomanía que le lleva a confundir la realidad con la ficción. Puede ser, pero no me calentaría demasiado la cabeza intentando encontrarle una explicación científica a las divertidas andanzas del pequeño Nicolás.
En realidad, este chico no es más que un tipo precoz y espabilado que aprendió pronto y con calificación sobresaliente en qué círculos hay que moverse si quieres llegar a ser alguien con influencias en esta vida. Una vez bien pertrechado de sus supuestos contactos en las más altas esferas el siguiente paso caía por su propio peso: sacarle rentabilidad económica. Ese fue su error, no esperar un poco más para poder hacerlo con todas las garantías de que si lo pillaban con el carrito de los helados como a un Rato o a un Blesa cualquiera a nadie se le iba a ocurrir detenerlo, encerrarlo o expulsarlo del partido sin antes al menos haber escuchado atentamente sus argumentos y buscarle una salida digna.
Entonces sus mentiras habrían gozado de toda la credibilidad de sus compañeros y jefes de filas y el pequeño Nicolás podría haber seguido medrando a placer. Lección de paciencia que deben aprender sin tardanza todos los pícaros que andan sueltos por este país y que se estén planteando seguir sus pasos: no hay que hacer de prisa lo que es para siempre.