Sin embargo, el 12 de febrero estallaron las protestas. Un mes antes, el asesinato de la actriz y exreina de belleza, Mónica Spear, junto con su esposo, en una oscura autopista del centro de Venezuela, había soliviantado los ánimos. A las evidencias de la inseguridad se agregaron los rigores cotidianos por los que los ciudadanos deben pasar para conseguir leche, aceite, harina y otros bienes de consumo básicos. Así que una simple chispa bastaba para encender la pradera. En este caso, se trató de la captura de tres dirigentes estudiantiles del estado de Táchira (Andes venezolanos, frontera con Colombia) y su reclusión en una lejana cárcel de delincuentes comunes en el estado de Falcón.
La convocatoria partió de la dirigencia estudiantil de las principales universidades autónomas del Estado, así como de las privadas. La asistencia a las marchas en Caracas y otras ciudades de Venezuela fue masiva, mucho mayor de la esperaba. A la movilización se incorporaron los integrantes de La Salida, un sector disidente de la alianza opositora Mesa de la Unidad Democrática (MUD) que el 23 de enero anterior –liderados por la entonces diputada María Corina, y por Leopoldo López, hoy preso- había llamado a buscar vías constitucionales para desalojar pronto a Maduro del poder.
La protesta de ese día pudo ser anecdótica, una más entre las 5.000 que al año se reportan en Venezuela. Pero hubo tres muertes a disparos. Como se comprobó poco después, las dos primeras víctimas de la jornada, el manifestante opositor Bassil Da Costa y Juan Montoya, un reconocido dirigente de los colectivos chavistas, fueron asesinados por agentes de la policía política, Sebin (Servicio Bolivariano de Inteligencia).
Para conmemorar la fecha, los grupos estudiantiles convocaron este sábado a una marcha bajo la consigna de El futuro que queremos. El recorrido callejero debía partir de tres puntos del este de Caracas para coincidir en la Plaza Venezuela. El gobierno, que todavía trata de sofocar los disturbios y ha prohibido en los hechos las manifestaciones al oeste de esa plaza, cerró estaciones de Metro para desalentar la llegada de opositores. También obligó a desmontar la tarima que los organizadores habían instalado en el punto de encuentro. Piquetes antimotín de la Guardia Nacional esperaban a los manifestantes.
Es una muestra más de la dialéctica que se ha hecho rutina desde hace dos meses: un gobierno que quiere imponer la normalidad y una oposición que, en la calle, intenta refutarla por todos los medios. El éxito ha acompañado a la segunda que, al precio de mostrar sus propias fisuras y de 41 muertes, puso en evidencia una crisis que la comunidad internacional venía pasando por alto. Ahora, el Gobierno de Maduro confía en que el asueto de Semana Santa y su reciente disposición al diálogo le quite combustible a las protestas. Los días venideros lo dirán.
Fuente: El País