"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 11: Confesor laico

Por Jmbigas @jmbigas
"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 10: Rutinas En una estancia tan larga como la mia en la Residencia, resulta inevitable una progresiva integración en el paisaje y el paisanaje del Centro. Y, al mismo tiempo, se desarrolla, no siempre voluntariamente, una cierta imagen, un cierto personaje, como manifestación pública de la interpretación colectiva de una persona. Al principio, los que no conocían mi nombre, o no se acordaban, me identificaban como al hombre que siempre está leyendo en el jardín. Otros también me reconocían como el hombre que fuma algún cigarrito en el jardín y tiene cenicero propio. Bueno, eso, por supuesto, los que todavía tenían capacidad de distinguir mi presencia del paisaje. En las últimas semanas de mi estancia, desarrollé, casi contra mi voluntad, otra faceta curiosa, un nuevo personaje, al que me permito llamar, exagerando sólo un poquito, como la de confesor laico. Os voy a contar algunas de las actuaciones en que tuvo un papel importante ese nuevo personaje. Antes de iniciar uno de mis primeros paseos por la calle, ya con una sola muleta como ayuda técnica necesaria, estaba fumando un cigarrito en uno de los bancos del porche de acceso, cuando se me acercó una señora para pedirme fuego. La señora, con gafas, la cabeza bastante clara y con plena capacidad de hablar, escuchar y razonar, tendría setenta y muchos años. Resultó que estaba ingresada en la Residencia junto a su hermano, mayor que ella, y de salud física y mental muy deteriorada. Me resultó curioso que no la hubiera visto nunca con anterioridad. Se sentó a mi lado en el banco (su hermano vegetaba en su silla de ruedas al otro extremo del porche) para disfrutar de su cigarrillo. Creo que fue ella quien inició la conversación con una pregunta ciertamente delicada: - ¿Qué le parece a usted que quieran desenterrar a Franco?. La sabiduría popular recomienda, especialmente en la peluquería, esquivar algunos temas espinosos, como la política, la religión o incluso el fútbol. En la peluquería, alguien lleva tijeras o una navaja en la mano, y podría resultar incluso físicamente peligroso manifestar según qué tipo de opiniones. La Residencia, por decirlo en pocas palabras para que se entienda, debe considerarse Zona Nacional desde todos los puntos de vista. La mayoría de residentes, y sus familias, por cierto, deben ser seguramente votantes del PP, o incluso de VOX. Para ellos, Ciudadanos es un partido peligrosamente izquierdoso y Pedro Sánchez un okupa y un felón, por supuesto. Miré a la señora a los ojos y tomé la valiente decisión de que lo mejor que yo podía hacer era dar mi opinión real, y ya veríamos lo que pasaba luego, aunque mi capacidad física para la huida rápida estuviera todavía muy limitada. Le comenté que no me parecía razonable que quien fue un dictador durante muchas décadas, y culpable de muchas muertes, desapariciones y depuraciones, después de terminada la guerra, tuviera una tumba de Estado y hasta un santuario para la peregrinación de sus seguidores. Se me quedó mirando fijamente unos segundos, pero me pareció que no me tenía por loco ni por un rojo irredento, sino que apreciaba mi sinceridad. Su siguiente pregunta también tenía miga: - ¿Usted cree que Franco lo hizo todo mal?. Yo ya había desarrollado una cierta confianza de no obtener reacciones violentas, por lo que le dije que no, que también había contribuido al desarrollo económico de España, pero que políticamente hizo cosas bastante reprobables para un demócrata, como tener en la clandestinidad, o en prisión, a quien no pensaba como él, por ejemplo. Que muchos en España se habían plegado a tácticas nutritivas y les había ido bien, económicamente. Pero que otros, fieles a sus principios, habían visto sus vidas truncadas, cuando no literalmente sí por las sucesivas depuraciones que les condenó a sobrevivir como pudieron en las orillas de la sociedad. La señora me volvió a mirar e hizo su tercera pregunta: - ¿Qué le parece el nuevo Presidente?. Hacía solo un par de meses que Pedro Sánchez había accedido a La Moncloa tras la moción de censura. Recordé que al día siguiente de esa moción, el ambiente en la Residencia era de velatorio. Mantuve, sin embargo, mi primera decisión y le comenté que me parecía bien que hubiera echado a Rajoy del Gobierno, con toda su carga de política añeja, de corrupción y beneficios para los ricos y de recortes para los demás, y de su total inacción para resolver algunos de los graves problemas políticos que tiene el país. Y que convenía darle un voto de confianza, por el momento. La señora ya me miraba francamente con simpatía. Su siguiente comentario no fue una pregunta, sino casi una afirmación: - ¿Y cómo sabe usted tanto?. Creo recordar que me ruboricé un poco, y no se me ocurrió otra cosa que decirle que yo era un hombre sabio, que tenía dos orejas y una boca para escuchar el doble de lo que hablara, y que estaba dispuesto siempre a aprender, y esto se consigue leyendo y sabiendo escuchar. Sus siguientes comentarios fueron excesivamente halagadores como para repetirlos aquí. Pero establecimos una corriente cierta de simpatía. La conversación continuó durante algunos minutos más, pero ya no recuerdo los detalles. Me la encontré de nuevo unos días después, en el mismo lugar (nunca la vi en otro sitio de la Residencia). Estaba esperando a que volviera un propio (otro ancianito que salía de paseo por la mañana y realizaba recados), a quien le había encargado que le trajera un paquete de cigarrillos del estanco. Antes de que llegara, me pidió, con toda la vergüenza del mundo, que le diera un cigarrillo para amenizar la espera. Me comentó que desconfiaba de los católicos extremos, los de misa diaria que se santiguan continuamente, porque ella tenía unos primos, creo, de ese perfil, y que apenas se habían acercado nunca a la Residencia para visitarla a ella y a su hermano. Y una vez que fueron, le hicieron ascos a ayudarla con su hermano para que hiciera sus necesidades en el baño. Mucha misa, decía, pero muy poquita caridad. Me comentó otro sucedido, que nunca pude corroborar, pero que no me extrañó demasiado. En la Residencia hay una capilla, y los sábados por la tarde, a las seis, se celebra una misa. Siempre se podía ver, a esa hora, a muchos ancianitos aparcados en sus sillas de ruedas o sentados en los sillones de la zona, atendiendo, dentro de sus posibilidades, a menudo mermadas, a la Santa Misa. La señora me comentó que acostumbraba a ir con su hermano (este en silla de ruedas). Que ella, de repente, se sintió mareada y salió unos minutos al jardín para tomar el aire. Y que luego el sacerdote le negó la comunión, porque, le dijo, se había ausentado de la misa, y por lo tanto no la merecía. Nunca pude confirmar este hecho porque, aunque sí vi al cura algunas veces, jamás tuve ocasión de hablar con él. De hecho, no soy muy partidario y quizás él ya conocía mi aureola de descreído irredento y le saltaban todas sus alarmas ante mi proximidad. Lo cierto es que él tampoco jamás intentó establecer conversación alguna conmigo. Muchas mañanas, en el jardín, había saludado simplemente a un caballero de pelo blanco, que andaba ayudado por un bastón y que siempre calzaba zapatillas de felpa. Era de los pocos que se veía por allí antes de las once y media de la mañana. De hecho, acostumbraba a verlo ya sentado frente a un televisor en el salón comunitario a las diez de la mañana, cuando yo solía bajar al jardín. Y luego se daba un paseo por el exterior, mirando las flores. Un día, al pasar junto a mi mesa, le dije: - Buenos días, ¿qué tal se encuentra usted hoy?. Resulta que había escogido el peor día del año para ir más allá de un breve saludo cordial. Su respuesta me dejó helado: - Pues hoy no muy bien, porque ha fallecido mi señora. Aprovechó para sentarse un rato en mi mesa, para charlar un poco. El hombre, de más de noventa años pero con la cabeza bastante clara, me contó a continuación lo sucedido. Su señora estaba ingresada en la Residencia, compartiendo habitación con él. Pero su estado había empeorado, y se la habían llevado al Hospital unas semanas atrás. Me dijo que había ido a verla, con su hija, hacía tres o cuatro días y que ya ni le reconoció. Su señora finalmente había fallecido la víspera, y ese día estaba esperando a su hija, para que le acompañara al Tanatorio para la última despedida. Tomó la costumbre, a partir de ese día, de sentarse un ratito en mi mesa, durante el paseo matinal por el jardín, y charlar un poco. Me contó que estaba temporalmente en la Residencia, porque vivía (en compañía de su señora) en su piso cerca de Atocha con su hija y su yerno. Pero su hija pasaba por una temporada de problemas médicos diversos y no podía atenderles convenientemente. Por eso habían ingresado los dos en la Residencia, y ahora su mujer se le había muerto. Confesó tener unas ganas locas de volver a su casa. Asturiano de Cangas de Narcea, vino a Madrid con una mano delante y otra detrás, como tantos otros de todos los rincones del país, en esos duros tiempos de la posguerra. Consiguió una portería (previo pago de una fianza de mil pesetas) y luego pudieron comprarse un piso por Delicias. Más adelante consiguieron otro piso más grande, en el que viven en la actualidad, y que la familia hizo funcionar como hostal durante muchos años. Me comentó que, por aquellos tiempos, cualquier cosa había que venir a tratarla a Madrid y que siempre había mucha gente con necesidad de quedarse a dormir en la capital por poco dinero, por lo que el hostal les funcionó de maravilla durante mucho tiempo. Ahora que ya no podían mantener el hostal en funcionamiento, ese piso les servía para vivir con cierta comodidad, junto a la familia de su hija. Una señora rubia, de setenta y algunos, estaba temporalmente en la Residencia, tras diversos problemas de operaciones y demás en una de sus piernas. Al principio se movía en silla de ruedas, con la pierna escayolada en alto. Luego ya pasó al andador y hacia el final ya se movía, como yo, con la ayuda de una única muleta. Resultó tener ascendencia valenciana y, como me oyó un día hablando en catalán con algún amigo que había acudido a visitarme, siempre me saludaba en catalán (o valenciano): - Bon profit.
- Bona nit. Una noche, después de cenar, me paró junto al ascensor, y me dijo que estaba muy deprimida, porque tras una visita al traumatólogo, parece que la rotura no había consolidado correctamente (debido, según parece, a su creciente osteoporosis), y que tendría que quedarse en la Residencia alguna semana más de lo que pensaba. Y eso la tenía muy triste. A la mañana siguiente se me sentó en la mesa del jardín donde yo estaba leyendo, y procedió a contarme la historia de su vida. Resultó ser soltera (no sé si también entera, aunque pudiera ser), eternamente enamorada de un novio que tuvo y que murió joven por culpa de la leucemia. De profesión matrona, estuvo un buen rato hablando prácticamente solo ella. Yo ya conocía su faceta de habladora y de abogada de todas las causas. En el comedor, siempre levantaba la voz quejándose (por ella o por alguna de sus compañeras de mesa) de lo mala que estaba la comida, o del poco caso que los cocineros o las auxiliares habían hecho de algún pedido especial. En su charla repetía muy a menudo la palabra recta. Como que siempre había llevado su vida con rectitud ("siempre recta"), resistiendo y renunciando a las múltiples tentaciones a las que su profesión le había expuesto, especialmente por parte de los médicos, a los que demonizaba repetidamente. Me pareció entender que su concepto de rectitud se limitaba a los aspectos sexuales relacionados con la promiscuidad. Para mí, la repetición constante de la palabra recta me sugirió la posibilidad de que toda su vida se hubiera regido por algunos principios que le habrían inculcado sus padres, pero que ella nunca consiguió interiorizar y convertirlos en su propio criterio. Me pareció detectar un temor cierto de que, desde el más allá, sus padres pudieran juzgarla muy negativamente si se apartaba del camino de la rectitud. Me decía que ella ayudaba muchísimo a todos sus amigos, familiares o pacientes, pero que era incapaz de ayudarse a sí misma, ahora que se sentía deprimida por su situación médica. Y me pidió mi opinión sobre cuál podía ser su problema y si habría una solución para ella. Creo que carraspeé, porque una pregunta de esta enjundia te invita a salir huyendo a toda velocidad con cualquier excusa (la mejor, sin duda, es aquella de "perdón, pero tengo un pollo en el horno"). Sin embargo, con la muleta tenía que descartar esa opción, por lo que abordé el tema lo mejor que supe: - Bueno, supongo que el problema que tienes es que no te aceptas a ti misma tal y como eres, que quizá toda esa rectitud es un corsé que te ahoga. Me parece que lo que deberías conseguir es aceptarte y aun diría más, deberías quererte a ti misma. Porque uno mismo es la única persona que, con seguridad, nos acompañará durante toda nuestra vida. Y si no nos queremos, nos veremos obligados a vivir en compañía de un enemigo, de un indiferente como mínimo y, además, si somos incapaces de querernos a nosotros mismos, no llegaremos nunca a creernos que nadie pueda querernos de verdad por cómo somos. Además, probablemente nos resulte imposible querer a los demás, o a una persona concreta, y les acabaremos utilizando para completar nuestras necesidades, lo que nada tiene que ver con el amor. Curiosamente, al vernos en animada conversación, se había sentado otra señora en nuestra mesa, tras pedir permiso. No hacía más que mover la cabeza en señal de asentimiento a mis palabras, y al final, comentó: - Me anoto lo que dice, porque me parece muy inteligente. La señora rubia me apretó un poco más las tuercas, preguntándome que cómo se hacía eso de quererse a uno mismo, que a ella no le salía. Afortunadamente, en mi salvación, apareció otra mujer, amiga de la señora rubia, que había estado unos días en la Residencia con un collarín cervical y que venía a despedirse, pues ya volvía a su casa. Resultó ser una fotógrafa entusiasta (sospecho que entre muchas otras cosas), que incluso tiene una web dedicada al tema. Intercambiamos nuestras identidades en la Red, e incluso nos hemos enviado algunos correos electrónicos con posterioridad. Con todas estas conversaciones, y algunas otras que sin duda habré olvidado, fui forjando una imagen de señor muy amable que sabe y aprecia conversar. Lo que me ha gustado definir como el personaje del confesor laico. El caballero asturiano siempre se despedía diciendo algo así: - Es usted muy amable por escucharme y darme un rato de conversación. Que tenga un buen día.