"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 8: Hurtos
En otra ocasión, acudí al Aeropuerto a recibir a una amiga con quien estaba manteniendo una cierta relación sentimental. Ella volvía de un viaje de trabajo. Cuando apareció desde la sala de equipajes, y ante sus angustiadas señas, tuve que salir huyendo porque quien la estaba esperando oficialmente era su otro amante. En fin, heridas que te deja la vida con las que hay que aprender a convivir y que te ayudan, por cierto, a conocerte mejor.
Sí es cierto que en la Residencia, en una ocasión, escuché algún retazo de conversación al estilo de patio de colegio. Un grupito de abuelitas estaba comentando que Fulano había intentado besar a una de ellas. Pero el comentario era al estilo de hablar de travesuras infantiles, sin que yo detectara emoción adulta alguna por la posibilidad de una nueva relación ilusionante.Muchos residentes, ellos o sus familias, pagan privadamente a cuidadoras, por un pago mensual que hay que sumar a la abultada factura de la Residencia. Las cuidadoras aparecen, normalmente, entre las 10 y las 11 de la mañana, y siguen por allí durante todo el día, hasta después de la cena algunas, acompañando a sus clientes a donde tengan que ir (al jardín, a Fisioterapia, a Enfermería, a los diversos Servicios, etc.).
La mayoría de estas cuidadoras (casi la totalidad son mujeres) son de origen sudamericano y carecen casi totalmente de atractivos destacables. Había también alguna española, alguna rusa (o similar) e incluso alguna africana (que aparecía en traje de fiesta tribal los fines de semana). En ese colectivo, los encantos incluso lejanamente eróticos, cotizan a la baja. Supongo que las propias familias desarrollan un cierto casting, para evitar los evidentes peligros que podría suponer el escoger a una chica atractiva para cuidar de su abuelo octogenario. Muchas de las cuidadoras presentan unos perímetros de cadera simplemente inverosímiles, tienen traseros exageradamente desarrollados, o son directamente obesas, supongo que como resultado de una alimentación ni cuidada ni saludable. Pero también había alguna de las cuidadoras que era guapita de cara, o que tenía una hermosa silueta. Una de ellas, quizá venezolana o colombiana (que cuidaba, por cierto, a una abuelita), tenía un cuerpo de medidas perfectas, sólo ligeramente atenuado por resultar algo molesta de cara, con un rostro vagamente equino. Un fin de semana apareció por la Residencia con un vestidito blanco ajustado y corto. Realmente daba gusto mirar al conjunto, especialmente de espaldas, dicho sea de paso. Hasta Don Juan, noventa añitos en canal, me comentó, tras desnudarla con la mirada, que esa chica tiene muy buen tipo. Algunas alegrías visuales procedían de la visita de hijas, nueras o nietas de algún residente. Como era verano, tiempo de calor y de calores, muchas de las mujeres y chicas que acudían de visita a la Residencia escogían conjuntos con poquita ropa. Esto favorecía las visiones ocasionales de lánguidos escotes de senos danzarines o de piernas bronceadas expuestas a todas las miradas (lascivas o no). Todo ello contribuía a alegrarnos la vista a los que todavía la tenemos en razonables condiciones. Don Carlos era un residente temporal de ochenta y muchos, que nunca llegué a entender de verdad por qué estaba en la Residencia. En su casa vivía su mujer y tenían mayordomo y servicio. Supongo que quizás estaban realizando en ella algunos trabajos que podrían dificultar la estancia, y por eso enviaron al abuelo unas semanas a la Residencia. Don Carlos siempre tenía alguna queja a añadir a su memorial de agravios, como si todo el mundo en la Residencia se dedicara a complicarle la vida. Recibía frecuentemente la visita de diversos familiares, entre los que estaba una de sus nietas, muy mona de cara, al estilo reconocible de las buenas familias, aunque algo sosa de trato, pero siempre con sus bronceadas piernas desnudas, que contribuían a aportar algo de juventud a ese entorno rancio y envejecido. También apareció varios días su hijo (un playboy cuarentón algo desmejorado por un cáncer que parece que ya superó), acompañado por su chica. Ella era muy atractiva, aunque habría que contar por docenas las operaciones (y modificaciones) estéticas a las que ya se había sometido. Contra toda esperanza, sin embargo, era muy amable y de trato cordial. Con residentes de ochenta y noventa años, abundaban las nietas en el entorno de los veinte, y a muchas daba gusto verlas. Algún día apareció por la Residencia la nieta de Don Juan, que reside en Irlanda, que resultó ser una belleza clásica de ojos verdes, que merecía ser contemplada con cierta devoción. El uniforme que visten las auxiliares está diseñado para esconder cualquier atisbo de atractivo, caso de existir, lo que en la gran mayoría no es nada evidente. De entre todas las auxiliares yo tenía a mi favorita, C., una chica de veintipocos años, de cuerpo esbelto y muy atractiva de cara, al menos para mis ojos. Acostumbraba a llevar un mechón de pelo suelto, que le obligaba a frecuentes golpecitos laterales de la cabeza para apartarlo de los ojos, un movimiento que me resultaba muy estimulante. Con C. desarrollé durante mucho tiempo un discreto ejercicio de cortejo de muy baja intensidad. Con mucha frecuencia era ella la responsable de ayudarme a acostar por la noche. Allí teníamos unos pocos minutos de cierta intimidad. Aproveché para decirle lo que pensaba: - C., para mí eres la chica más atractiva que puede verse por aquí. Se quedó pensando un momento, y luego dijo: - Pero hay otras chicas más guapas que yo... - No te lo discuto, pero me parece que tienes tú más atractivo, quizá por esa mirada lánguida y profunda, que sugiere muchas cosas que no están a la vista. Otra noche le pregunté: - ¿Eres miope? - Sí, ¿por qué lo preguntas? - Porque tienes la misma mirada que Marilyn Monroe, con la que seducía a los hombres. Creo que me dijo algo así como qué cosas dices. Como yo siempre tenía el libro que estuviera leyendo encima de la mesita circular que formaba parte del mobiliario de la habitación, una noche lo cogió y lo soltó de repente, espetando: - Qué cosas más raras lees. ¿Tú eres profesor?. - No, solo soy sabio. Cuando nos cruzábamos por las zonas públicas, siempre intercambiábamos algún saludo cargado de camaradería. Y si yo estaba leyendo en el jardín, ella a menudo se aproximaba para intercambiar algunos comentarios, ver el título del libro o también opinar, sorprendida, sobre mi pequeño cenicero de viaje. Por indicación expresa de una de las supervisoras, L., que acostumbraba a pasearse por el comedor a la hora de las comidas, tanto por la mañana como por la noche me aplicaban crema hidratante en las piernas, cuya piel tiene tendencia a quedarse reseca. Al acostarme, yo acostumbraba a tumbarme en la cama, y allí me aplicaban la crema. Una noche, al inclinarse C. para hacerlo, se le entreabrió ligeramente el escote del blusón, y pude atisbar dos pechos pequeños, contenidos por un sujetador de color violeta. A ver, lector incrédulo, entiendo tu desconcierto al ver a un varón calificando con tanta finura una tonalidad de color. Debes saber que la capacidad de discriminación cromática de un hombre se limita, más o menos, a doce colores básicos, como las cajas pequeñas de lápices Alpino. No es que no distingamos más diferencias y matices (salvo que medie algún tipo de daltonismo), pero nos parece superfluo dedicar un esfuerzo adicional a ponerles nombres específicos, cuando el tema se puede resolver añadiendo algún calificativo, como claro, oscuro, rojizo, verdoso y así. Pero ese sujetador se me antojó violeta. Y ese era el color del que le quitaba en el sueño erótico que tuve esa noche. Sin culminación, ojo, que yo estaba convaleciente de mi infección urinaria, y no estaba la maquinaria para cohetes. Hacia el final de mi estancia apareció por la Residencia otra chica de su misma edad, S., sevillana y sevillista, esbelta y de cara muy graciosa. Como buena andaluza, era salada y también extremadamente eficiente, ya que se hizo con mi rutina al acostarme tras verlo un solo día. Pero nunca le fui infiel a C.