Después de pagar su derecho de piso con dos películas modestas, sin estrellas, pero suficientemente exitosas -Así Paga el Diablo (1940) y Su Día de Suerte (1940)-, Preston Sturges dirigió para la Paramount su primer cinta de gran presupuesto y con dos grandes estrellas consolidadas y en ascenso (Barbara Stanwyck y Henry Fonda), a las que rodeó de sus confiables actores secundarios de siempre -William Demarest, Eric Blore y otros más. El filme, Las Tres Noches de Eva (The Lady Eve, EU, 1941), fue considerada, desde el momento de su estreno, en marzo de 1941, la primera obra mayor de Sturges. Imposible estar en desacuerdo con ese añejo consenso: aunque creo que la obra maestra de Preston Sturges es la mucho más personal Por Meterse a Redentor (1941), Las Tres Noches de Eva se sostiene como una de las más divertidas e ingeniosas screwball-comedies en la historia del cine estadounidense, realizada además en el mejor momento que ha tenido la comedia romántica en Hollywood, pues poco antes de Las Tres Noches de Eva hubo otras cintas de esta misma estirpe: Sucedió una Noche (Capra, 1934), Terrible Verdad (McCarey, 1937), La Adorable Revoltosa (Hawks, 1938) y Ayuno de Amor (Hawks, 1940). Frente a este cuarteto de obras maestras, el filme de Sturges no desmerece en lo absoluto.De hecho, hay un elemento en el que Sturges vence a Capra, McCarey y Hawks. Ninguna de las cintas antes mencionadas tiene momentos de tensión sexual de tal calibre como ese en el que la timadora Jean Harrington (Barbara Stanwyck en uno de los papeles definitivos de su carrera) le ofrece su pierna al retraído heredero millonario Charles Pike (Henry Fonda) para que este le calce sus zapatos, o esa toma extendida de más de tres minutos en el que Jean tiene a Charles recostado a su lado -la cámara de Victor Milner los toma a los dos en primer plano, bien juntitos- mientras ella le hace piojito a él en el cabello. El aturdido Charles solo acierta a poner los ojos en blanco mientras escucha la sexy voz de la Stanwyck. Al final, tembloroso, de plano guango, Charles se levanta, agotado por el acto sexual que no vimos pero que, igual, acaba de suceder frente a nuestros ojos.La comedia tiene otros momentos similares, acaso más obvios pero más inventivos visualmente hablando, como las confesiones sexuales que "Lady Eve" le hace a Charles en su noche de bodas, en un tren en movimiento. Con el nombre de cada amante que ella recuerda, hay un corte al tren avanzando con furia, y de ahí al rostro desvalido del pobre Charles, asustado por la promiscuidad de su (dizque) aristocrática esposa. El tren avanza en cada corte y, parafraseando a Hitchcock, claro que se trata de un símbolo fálico pero, por favor, no se lo digan a nadie. La historia va así: el tímido millonario Charles Pike, heredero de una fortuna cervecera, conoce en un crucero a Jane, una timadora profesional especializada en despelucar incautos, siempre al lado de su pragmático papá (formidable Charles Coburn). Por supuesto, Pike será la víctima ideal de ese par de fulleros, pero ocurren dos cosas que cambian la situación. Una es que, previsiblemente, Charles se enamora de Jane; la otra es que, inesperadamente, Jane se enamora de verdad de Charles. Por supuesto, cuando el ingenuo millonario se dé cuenta qué clase de gente son Jane y su padre, Charles volverá a la casa paterna deprimido y decepcionado. Hasta allá lo alcanzará Jane, convertida ahora en la sobrina de un (falso) aristócrata inglés, la Lady Eve del título que, con su impecable acento británico, su encanto europeo y su savoir-faire, lo conquistará (¡otra vez!) a él y a toda su familia. ¿Sobrevivirá el amor a este doble engaño?Ya he mencionado la sensualidad desfachatada de la Stanwyck y las alusiones sexuales en la puesta en imágenes del filme, pero falta subrayar algo más: el inspirado slapstick montado por Sturges y ejecutado por Henry Fonda con una precisión digna de los grandes maestros. Hay por lo menos seis ocasiones en las que Fonda cae, se tropieza o lo tumban y cada vez que esto sucede, la escena funciona por el actor, dispuesto a caer en el más sublime de los ridículos. Como suele sucederle, ay, a cualquier hombre enamorado.
Después de pagar su derecho de piso con dos películas modestas, sin estrellas, pero suficientemente exitosas -Así Paga el Diablo (1940) y Su Día de Suerte (1940)-, Preston Sturges dirigió para la Paramount su primer cinta de gran presupuesto y con dos grandes estrellas consolidadas y en ascenso (Barbara Stanwyck y Henry Fonda), a las que rodeó de sus confiables actores secundarios de siempre -William Demarest, Eric Blore y otros más. El filme, Las Tres Noches de Eva (The Lady Eve, EU, 1941), fue considerada, desde el momento de su estreno, en marzo de 1941, la primera obra mayor de Sturges. Imposible estar en desacuerdo con ese añejo consenso: aunque creo que la obra maestra de Preston Sturges es la mucho más personal Por Meterse a Redentor (1941), Las Tres Noches de Eva se sostiene como una de las más divertidas e ingeniosas screwball-comedies en la historia del cine estadounidense, realizada además en el mejor momento que ha tenido la comedia romántica en Hollywood, pues poco antes de Las Tres Noches de Eva hubo otras cintas de esta misma estirpe: Sucedió una Noche (Capra, 1934), Terrible Verdad (McCarey, 1937), La Adorable Revoltosa (Hawks, 1938) y Ayuno de Amor (Hawks, 1940). Frente a este cuarteto de obras maestras, el filme de Sturges no desmerece en lo absoluto.De hecho, hay un elemento en el que Sturges vence a Capra, McCarey y Hawks. Ninguna de las cintas antes mencionadas tiene momentos de tensión sexual de tal calibre como ese en el que la timadora Jean Harrington (Barbara Stanwyck en uno de los papeles definitivos de su carrera) le ofrece su pierna al retraído heredero millonario Charles Pike (Henry Fonda) para que este le calce sus zapatos, o esa toma extendida de más de tres minutos en el que Jean tiene a Charles recostado a su lado -la cámara de Victor Milner los toma a los dos en primer plano, bien juntitos- mientras ella le hace piojito a él en el cabello. El aturdido Charles solo acierta a poner los ojos en blanco mientras escucha la sexy voz de la Stanwyck. Al final, tembloroso, de plano guango, Charles se levanta, agotado por el acto sexual que no vimos pero que, igual, acaba de suceder frente a nuestros ojos.La comedia tiene otros momentos similares, acaso más obvios pero más inventivos visualmente hablando, como las confesiones sexuales que "Lady Eve" le hace a Charles en su noche de bodas, en un tren en movimiento. Con el nombre de cada amante que ella recuerda, hay un corte al tren avanzando con furia, y de ahí al rostro desvalido del pobre Charles, asustado por la promiscuidad de su (dizque) aristocrática esposa. El tren avanza en cada corte y, parafraseando a Hitchcock, claro que se trata de un símbolo fálico pero, por favor, no se lo digan a nadie. La historia va así: el tímido millonario Charles Pike, heredero de una fortuna cervecera, conoce en un crucero a Jane, una timadora profesional especializada en despelucar incautos, siempre al lado de su pragmático papá (formidable Charles Coburn). Por supuesto, Pike será la víctima ideal de ese par de fulleros, pero ocurren dos cosas que cambian la situación. Una es que, previsiblemente, Charles se enamora de Jane; la otra es que, inesperadamente, Jane se enamora de verdad de Charles. Por supuesto, cuando el ingenuo millonario se dé cuenta qué clase de gente son Jane y su padre, Charles volverá a la casa paterna deprimido y decepcionado. Hasta allá lo alcanzará Jane, convertida ahora en la sobrina de un (falso) aristócrata inglés, la Lady Eve del título que, con su impecable acento británico, su encanto europeo y su savoir-faire, lo conquistará (¡otra vez!) a él y a toda su familia. ¿Sobrevivirá el amor a este doble engaño?Ya he mencionado la sensualidad desfachatada de la Stanwyck y las alusiones sexuales en la puesta en imágenes del filme, pero falta subrayar algo más: el inspirado slapstick montado por Sturges y ejecutado por Henry Fonda con una precisión digna de los grandes maestros. Hay por lo menos seis ocasiones en las que Fonda cae, se tropieza o lo tumban y cada vez que esto sucede, la escena funciona por el actor, dispuesto a caer en el más sublime de los ridículos. Como suele sucederle, ay, a cualquier hombre enamorado.