En Argentina se calcula que más de un millón de personas (un 7 por ciento de la población económicamente activa) se emplean en el servicio doméstico (2). En línea con la tendencia mundial, las dos provincias con mayor incidencia son Corrientes (9,4 por ciento de la población) y Tucumán (8,7), es decir distritos pobres y desiguales, mientras que las que registran el menor porcentaje son la Capital Federal (4,7) y Tierra del Fuego (4,6), es decir los distritos más ricos.
La relación, por supuesto, no es automática. Pueden incidir otros factores, como el tamaño comparativamente más chico de las viviendas en la Capital, que dificulta la opción de empleadas que vivan en la casa y reduce las exigencias de limpieza. Pero lo central, más allá de matices y particularidades, es señalar que existe un vínculo inverso entre empleo doméstico y desarrollo.
De qué hablamos
Se trata de un tema complejo y difícil de abordar, por diferentes motivos: el más evidente es que el empleo doméstico combina el ámbito público (es un trabajo que, al menos en teoría, está reglamentado por leyes y normas) con el privado (es el único que se desarrolla de manera permanente dentro del hogar y en el que empleador y empleada pueden incluso convivir puerta de por medio). Suele mezclar el origen pobre, muchas veces rural y a veces extranjero de las trabajadoras, con el ámbito urbano y de clase media de los empleadores, lo que genera negociaciones irremediablemente desiguales entre quienes no tienen prácticamente nada y aquellos que lo poseen casi todo.
Además, por el tipo de labor que implica, el proceso de mejora de las condiciones de vida de las empleadas domésticas, cuando consiguen empujarlo, es inverso al habitual. Va de quienes viven con sus empleadores, que en general están expuestas a jornadas de trabajo más largas y a funciones más inciertas, a aquellas que tienen un empleador fijo pero vuelven a su casa todas las noches, y de ahí, y por último, a las que trabajan por cuenta propia, por horas, que además de más autonomía consiguen, sumando, mejores ingresos. Es decir que, a diferencia de lo que sucede con la mayor parte de los trabajos de baja calificación, las empleadas domésticas ganan autonomía en la medida en que pasan de ser asalariadas a trabajadoras independientes (las más afortunadas logran incluso incorporar conocimientos que les permiten trabajar en otras sub-áreas del servicio doméstico, como el cuidado de ancianos).
El comportamiento ante una situación de crisis económica es también particular. Como se sabe, la recesión y el desempleo afectan antes que nada a los sectores más vulnerables, entre los cuales sobresale el de las trabajadoras domésticas: se trata casi siempre de mujeres (95 por ciento), de escaso nivel educativo (80 por ciento se ubica debajo del nivel “secundaria incompleta”, contra 32 por ciento del total de mujeres asalariadas) y muchas veces (33 por ciento) jefas de hogar. Son, frente a las crisis, las primeras en quedar desempleadas.
Por otro lado, la transición demográfica –la combinación entre las bajas tasas de fertilidad y la menor mortalidad– ha hecho que las personas no sólo vivan más años sino que además haya menos hijos disponibles para atenderlas (las mujeres, que históricamente cumplían ese rol, hoy trabajan, y además las viviendas no están pensadas para alojar a familias ampliadas, como sucedía en el pasado sobre todo en los países de tradición mediterránea). Esta realidad, muy presente en el primer mundo pero también en los sectores de clase media de países como el nuestro, multiplica la necesidad de servicios de cuidado para lo que piadosamente se suele definir como “adultos mayores”.
Por último, una parte considerable (12,6 por ciento) de las trabajadoras domésticas proviene de otros países. No tanto de Bolivia, pues la boliviana es una migración de núcleos familiares completos que tienden a consolidar nichos étnicos en áreas como la horticultura periurbana y la construcción, sino de Paraguay y Perú. La tendencia lleva décadas pero se aceleró en los 90, cuando la estabilidad y el tipo de cambio sobrevaluado de la convertibilidad se combinaron con la crisis de los países expulsores, en particular del Perú pre-Fujimori, para impulsar la migración hacia Argentina. Según datos oficiales, dos tercios de los migrantes paraguayos y peruanos son mujeres, de las cuales una proporción abrumadora se dedica al servicio doméstico, que permite una inserción rápida y un nivel de ingresos superior a cualquier otra ocupación urbana (salvo la prostitución).
Esto agrega un plus de vulnerabilidad derivado de la lejanía de los núcleos familiares y las redes de contención afectivas y crea situaciones de un sufrimiento desgarrador, como las que viven las madres que emigran a Buenos Aires y dejan a sus hijos al cuidado del padre o los abuelos.
Lo que se hizo y lo que falta
Desde su llegada al gobierno, el kirchnerismo estableció un salario mínimo para las trabajadoras domésticas, dispuso la obligatoriedad de realizar los aportes jubilatorios y sociales, lanzó un régimen simplificado de inscripción y deducción impositiva ante la AFIP, incluyó a sus hijos en el padrón de la Asignación Universal y dispuso una tarifa reducida en el transporte público. Asombrosamente, el sector se seguía rigiendo por un decreto de la Revolución Libertadora de 1956 que privaba a las empleadas domésticas de los derechos laborales más elementales, incluyendo, en una actividad donde casi todas son mujeres ¡la licencia por maternidad! Finalmente, el 11 de marzo pasado el Congreso sancionó una ley enviada por el Ejecutivo que equipara sus derechos con los del resto de la población.
Sin embargo, todavía es necesario seguir avanzando, en primer lugar para terminar de regularizar la situación de un sector que, junto al rural, bate récords de informalidad (se estima que el 75 por ciento está en negro). Aunque se trata de un problema difícil de atacar, ya que es uno de los pocos trabajos en los que las unidades demandantes no son empresas sino familias, de todos modos podrían evaluarse algunas medidas puntuales. Por ejemplo, crear una oficina estatal que informe y ayude a las trabajadoras domésticas a defender sus derechos frente a sus empleadores; revisar el rol de un sindicato que ha hecho muy poco por mejorar la situación del sector; y trabajar en el tema de la obra social: la mayoría de las obras sociales se resisten a aceptarlas por los bajos aportes que reciben, lo que quizás podría solucionarse con un subsidio estatal. Desde un punto de vista más general, las guarderías son una ayuda fundamental y el transporte –el 75 por ciento de las empleadas domésticas que trabaja en la Capital vive en el conurbano, sobre todo en el segundo y el tercer cordón– una tortura cotidiana.
Superestructura
Un poco como consecuencia del modelo económico de la pos convertibilidad y otro poco como resultado de las políticas oficiales, en los últimos diez años la estructura de clases se modificó intensamente. Los ricos siguen siendo ricos, claro, pero la clase media recuperó niveles de bienestar similares a los de los 90, los trabajadores organizados registraron una mejora de sus ingresos y muchos integrantes de los sectores populares pasaron a conformar una nueva clase media baja, al tiempo que los más pobres, que siguen siendo pobres, se beneficiaron de la Asignación Universal, la moratoria jubilatoria y el salario mínimo. Como una marea que eleva a todos los barcos anclados en el puerto, las tasas chinas permitieron una mejora general, y probablemente el mayor desafío del gobierno consista ahora en sostener la situación de los sectores más vulnerables en un contexto de menor crecimiento.
Si el kirchnerismo es, como afirma Martín Rodríguez, una lucha de clases (medias), un viejo adagio de izquierda sugiere evaluar a los gobiernos en base a los resultados obtenidos en la mejora de la situación de los sectores más débiles. El kirchnerista es, qué duda cabe, un ciclo político con luces y sombras, al que se le pueden criticar muchas cosas, desde un manejo institucional inadecuado hasta la acumulación de tensiones macroeconómicas cada vez más preocupantes, pero es también el único que, desde el primer peronismo, ha hecho esfuerzos reales por mejorar la situación de las trabajadoras domésticas, siempre las últimas de la fila, con una serie de medidas in crescendo y luego con una ley comparable, por su amplitud y sentido de justicia, al Estatuto del Peón Rural impulsado por el coronel Perón en 1944.
He ahí un éxito, silencioso pero concreto y probablemente perdurable, de un gobierno que a veces parece demasiado preocupado por las disputas superestructurales en los medios, los enfrentamientos con la justicia y una batalla cultural que cada día se parece más a una exasperante guerra de guerrillas.
1. Asha D’ Souza, “Camino del trabajo decente para el personal del servicio doméstico”, OIT; y Ha-Joon Chang,23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo, Debate, 2013.
2. Los datos sobre Argentina provienen del informe “Situación laboral del servicio doméstico en la Argentina”, elaborado por la Subsecretaría de Programación Técnica y Estudios Laborales del Ministerio de Trabajo, disponible en http://www.trabajo.gov.ar/downloads/biblioteca_estadisticas/toe03_06servicio-domestico.pdf