De esa Europa física surgió, con el devenir de los tiempos, una Unión Europea política con vocación de materializar esas señas de identidad y un proyecto convivencial basado en la libertad y la diversidad originales, que ha estimulado un desarrollo económico como nunca antes en la historia del continente. Desde los Acuerdos del Carbón y el Acero hasta el Tratado de Roma, con los que se engendraron las actuales instituciones, Europa se ha ido configurando en una potencia mundial de enorme capacidad económica, gran atractivo social y un vasto acervo cultural. No sin insuficiencias y errores, la Unión Europea es hoy un faro que alumbra los sueños y esperanzas de muchos vecinos desafortunados y maltratados por propios y extraños, simplemente por nacer al otro lado del Mediterráneo o tras una imaginaria pero vigilada línea fronteriza trazada sobre la tierra.
Los conflictos bélicos de Siria, Eritrea, Irak y Afganistán empujan a través de los Balcanes a los que están amenazados por la intransigencia y el fanatismo del islamismo más radical y sanguinario, el que instaura sociedades en las que impera la ley islámica (Sharia) tanto en el ámbito civil como el religioso, y que de manera violenta, mediante el asesinato y las ejecuciones públicas, elimina a sus opositores y a cuantos considera “infieles” del Islam. Centenares de miles de personas buscan refugio en Europa, no a causa del hambre sino de la guerra, saltando de Turquía a Grecia para alcanzar en Hungría los límites orientales de un “paraíso” europeo que no sabe cómo abordar semejante avalancha migratoria. Paralelamente, desde el norte de África miles de inmigrantes intentan salvar el Mediterráneo a bordo de frágiles embarcaciones para recalar en Italia y, en menor número, España, dejando un rastro de muertos flotando sobre las aguas que convierten al Mare Nostrum en el cementerio de los que prefieren morir ahogados que de hambre.
Las instituciones europeas abandonan a su suerte, con toda clase de obstáculos, el éxodo migratorio que llama a estas puertas del primer mundo, renegando de aquel sueño de derechos, libertades y solidaridad con el que se fundó la vieja Europa de valores democráticos y humanitarios y que ha mutado a selecto club de satisfechos acaudalados que imponen un estricto derecho de admisión. No acierta Europa -ni con la agencia Frontex de protección de fronteras, ni el Convenio de Berlín para devolver a sus países de origen a los inmigrantes (aunque ofrezca miles de millones para acelerar las expulsiones), ni la agenda sobre Migración para repartir cupos de inmigrantes entre diversos países europeos (los cuales se niegan a cumplir)- con la solución al drama humanitario que se desarrolla en sus propias narices. Y no acierta mientras insista en medidas policiales y represoras que no actúan sobre las causas de una migración provocada, entre otras razones, por situaciones que la misma Europa ha creado o ha contribuido a crear: participación en conflictos no resueltos (primaveras árabes), relación con antiguas colonias, protección a dictadores “amigos”, negar la colaboración al desarrollo de vecinos limítrofes y, en definitiva, no afrontar la migración como reclama la dignidad humana y no como preconiza un capitalismo que considera a la persona simple mercancía o gasto.