Las vías pecuarias (El Cabrero 1974)

Publicado el 11 enero 2012 por Elcabrero @JoseELCABRERO

Me extrañó verlo llegar antes del sol puesto y no traía expresión feliz. El encargado del cortijo del Prado había llamado a la guardia civil y lo acababan de denunciar en una vía pecuaria: “Las vereas, se las han comido con los sembraos, pero no se han perdido: ésa viene desde el término de Escacena y hay otras pero las han arao y yo creo que todavía existen, que son públicas. A ver si tú te informas…” Me hice de copias de la ley de Vías Pecuarias, del catastro y de un documento que describía cada una de las vías del término con sus dimensiones y lindes. En efecto, José había sido denunciado en El Cordel de Escacena y Niebla, que era de titularidad pública, a instancias de un propietario que usurpaba y sembraba ilegalmente esos terrenos y que, por tanto, debería de ser él, el denunciado.

Busqué un abogado y me extrañó que no supiera nada de las Vías Pecuarias. Le entregué la documentación que tenía, fuimos a juicio y absolvieron a José, sin gastos. Rápidamente le referí al sargento de la guardia civil el fallo del juez para que no se repitiera la situación . Pese a la sentencia absolutoria los demás cabreros se mantuvieron neutrales: se escudaban en que los administradores de los cortijos decían que las vereas eran de propiedad del estado pero que ellos tenían permiso para ararlas y sembrarlas. No era verdad: Franco nunca autorizó la ocupación de las vías pecuarias, entre otras cosas, porque las contemplaba la cartografía del ejército como vías alternativas de evacuación (y puede que siga siendo así).

El Cabrero a mediados de los 70

En verano, con la siega de los primeros trigos, las cabras del pueblo bajaban a los rastrojos y sesteaban allí, día y noche en el campo, en improvisados corrales de cancelillas, o sueltas. “Allí están mejor: tienen la comida cerca y me las tengo que llevar” Pedro El Polonio nos prestaría su mula, ya aparejada, y yo me llevaría la comida, el agua y las cántaras a unos 15 km y haría el recorrido inverso cada amanecer con las cántaras llenas de leche.

El hato lo tenían rozando el término de Sanlucar la Mayor, ni un solo árbol y con temperaturas de 40º: “estos granujas han arrancao tos los árboles y no han dejao ni una encina pa que el tractorista pueda comerse el bocadillo a la sombra” Calor de día y frío intenso de noche en aquellos rastrojos: “La tierra de noche suda el peso del sol, por eso es un frío tan húmedo que te cala los huesos”, decía José y, escuchándolo me parecía estar viviendo pasajes de una historia inventada por Giono.

Como las cabras no tenían redil dormíamos a pie de ellas sobre camas de pasto y, antes del amanecer, comenzaban a ordeñar. Primero las mansas y luego esas que no se dejaban coger, que eran todas de los otros dos cabreros porque, las de José, le obedecían al silbido. Era un espectáculo, cada uno por un extremo de la soga, corriendo y dando voces como poseídos hasta atraparlas, unas veces con la mano y otras con la empuñadura del bastón, una a una, por los cuernos o por las patas traseras,

En casa, ese invierno nos hicimos de un transistor, viejo, amarrado con una guita y escuchábamos  la Tertulia flamenca de Radio Sevilla y festivales en el programa de Miguel Acal: “¿No te das cuenta que no se canta por fandangos en los Festivales? Yo sería capaz de cantar ahí, en esos festivales pero, si alguna vez me metiera en eso, o entran los fandangos o no entro yo… (Y, en efecto, él fue quien impondría, a finales de los 70, el cante por fandangos en los festivales)

Sólo en raras ocasiones, y por obligación, bajamos a aquella Sevilla bulliciosa y en aparente buena convivencia con la dictadura que fusilaba o agarrotaba rojos, mantenía en prisión a sus opositores y que, muy a menudo, mostraba su despotismo también en lo cotidiano.

Una mañana, delante del cuartel de intendencia, hoy Casa de la Provincia, José me iba contando algo que nos provocaba carcajadas, cuando se nos acercó un sargento: “Ustedes, ¿de qué se ríen?”. “Nos reíamos de algo gracioso que no tiene nada que ver con ustedes” “Bueno, pues menos risas y largo de aquí”. Sabía que las dictaduras eran necias, crueles, siniestras y tristes pero, en el poco tiempo que llevaba en España, no había percibido su efecto en la población, tanto, que no notaba grandes diferencias entre la vida cotidiana en Sevilla y la de cualquier ciudad del sur de Italia y se lo dije a José: “Elena, no te equivoques, aquí parece que no pasa nada pero hacen con uno lo que quieren: no hace tanto que mataron a un hombre por la espalda por robar un saco de bellotas… ¡esto es el fascismo!”


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